Una gran euforia se vive en las calles de El Cairo, son los festejos de la libertad, del triunfo popular. El odiado «Faraón» ha sido expulsado del poder, no por intrigas de cúpulas, por ingerencia extranjera, o gracias a que un sector y/o institución empresaria, militar o religiosa lo haya volteado, sino por una imparable […]
Una gran euforia se vive en las calles de El Cairo, son los festejos de la libertad, del triunfo popular. El odiado «Faraón» ha sido expulsado del poder, no por intrigas de cúpulas, por ingerencia extranjera, o gracias a que un sector y/o institución empresaria, militar o religiosa lo haya volteado, sino por una imparable irrupción social. Fue una verdadera «Intifada egipcia» la que eyectó a Mubarak del sillón, del que tan solo algunas hora antes se había aferrado obstinadamente en su discurso televisivo.
El pueblo egipcio realizó su merecido festejo. Millones recorrieron las calles en todas las ciudades importantes del país, pero siguen adviertiendo, a todos los que lo quieran escuchar, que se mantendrán en pie de lucha hasta la victoria.
Sin duda, en estos 18 convulsionados días desde la autoconvocatoria de miles de aquel 25 de enero que parece tan lejano, las intrigas de palacio existieron y tuvieron su peso en el desarrollo de los acontecimientos y en el desenlace. Pero lo relevante es la inmensa rebelión popular, la gestación de un movimiento por nadie previsto y que ha desestabilizado el status quo que los poderes sistémicos han establecido hace ya 30 años. Fue la firmeza y valentía de la calle lo que determinó que Mubarak huya en helicóptero de un palacio presidencial cada vez más rodeado por el pueblo.
Una nueva generación se ha afirmado en una gesta histórica. Se abrieron grandes alamedas para que pase un nuevo pueblo egipcio libre. Un régimen autocrático, con un brutal aparato represivo que lograba atemorizar al conjunto de la sociedad y descabezar todo movimiento de protesta, no pudo frenar a este movimiento de rechazo que se fue extendiendo exponencialmente a medida que iba perdiendo el miedo. Beneficiados por la ausencia de liderazgos claros, sin una organización estructurada, la rebelión no pudo ser contenida, primero, y luego aplastada o desviada.
La tenacidad demostrada por el pueblo egipcio, en especial por su juventud, dudosamente pueda ser encauzada. No permitirán que le arrebaten su victoria. El retorno a la normalidad una y otra vez exigido desde el poder, tanto por Mubarak como desde el ejército, difícilmente pueda alcanzarse; esta nueva generación que ha tomado la palabra y las calles no está dispuesta a que le arrebaten su futuro y ya no se dejará caer fácilmente en la resignación. El pueblo egipcio, gracia a las lecciones tunecinas, ha descubierto el poder de su autodeterminación. La sangre derramada por más de 300 mártires y miles de heridos no será prenda de negociación.
El proceso iniciado en Túnez y que hoy triunfa en Egipto ha crecido no sólo en su trascendencia internacional por lo que implica este país, sino sobre todo por la mayor claridad de sus demandas y su determinación para alcanzarlas. Las movilizaciones que se habían iniciado apuntando a la cabeza del régimen fueron profundizando su rechazo al conjunto de sus miembros y formas institucionales.
La dificultad de sobrepasar el carácter negativo del reclamo, centradas en el rechazo a Mubarak, así como lo fue para los tunecinos, podría hacer pensar que la caída del geronte egipcio calme inmediatamente la actual presión popular. Es una posibilidad latente sustentada en la dificultad de superar la negatividad gestando alternativas, así como en la ausencia de una acumulación de liderazgo y organización política producto de años de opresión y represión. Pero otra posibilidad es que en lo acelerado del proceso se esté gestando un poder popular. Durante estos concentrados días hemos podido ver como brotan demandas y se encienden nuevos focos de conflicto, embrionariamente germinan lazos sociales disruptivos.
En la Plaza de la Liberación, epicentro del movimiento, los miles que han acampado y los millones que sucesivamente se han concentrado allí han superado la fragmentación que las clases dominantes promovieron durante años. Se ha conformado una alianza de las clases subalternas, un bloque entre desocupados, sectores medios, trabajadores, mujeres, estudiantes, musulmanes, coptos, laicos e intelectuales, con la juventud como vanguardia. La protesta rompió las tensiones entre musulmanes y cristianos, repudió la violencia sectaria impulsada por el régimen. Los desocupados y pobres, junto con los jóvenes que ven cercenado su futuro, pusieron el eje en la corrupción y el enriquecimiento de la casta gobernante que llevó adelante los planes dictados por el FMI, demandando un Estado de justicia social. Los sectores medios, e inclusive muchas personas acomodadas que proveyeron de víveres y abrigo a los acampantes, no se mantuvieron al margen ni se atemorizaron con la cantinela del «caos».
En la «Republica de Tahrir» progresivamente se fue creando una organización comunitaria, un campamento permanente donde existen mítines constantes, se ejerce la contra-información y hasta se publica su propio diario, puestos de enfermería y cocina que cuidan y alimentan las fuerzas que lograron contener y expulsar a los matones de Mubarak. Se duerme entre las ruedas de los tanques para impedir su movimiento. En la plaza se baila, canta y lee poesía, obras de teatro crean símbolos y fomentan una identidad común. El micrófono pasa de mano en mano, todos tienen la palabra, hombres y mujeres, mayores y jóvenes, agitan y debaten los acontecimientos y los pasos a seguir.
Los distintos intentos del régimen para reprimir, controlar y desalentar la protesta no han hecho más que radicalizarla constantemente.
La plaza controlada por los manifestantes, pero cercada por los brindados del ejercito no se transformó en un callejón sin salida, por el contrario irradió su fuerza a las fábricas y centros de estudio. El intento por retornar a la normalidad y descomprimir las demandas con un aumento del salario a los estatales y la apertura de los bancos resultó contraproducente, la agitación se hizo presente entre los trabajadores textiles, metalúrgicos, docentes universitarios, del transporte y los de limpieza del Cairo, así como entre los trabajadores del estratégico Canal de Suez, con huelgas y cortes de carreteras donde reclamaron la destitución de directivos y aumentos de salarios. El movimiento desde las bases empezó a cuestionar a los dirigentes sindicales, como fue en Túnez.
Libertad y democracia, demandas centrales del movimiento, se presentan de forma genérica pero tienen profundas raíces estructurales, difícilmente solucionables por un nuevo gobierno que mantenga el status quo. Lo que presenciamos no es sólo una causa democrática. En los países árabes está todo imbricado, el reclamo democrático puede contener la búsqueda de la liberación nacional, la descolonización pendiente, la resolución de cuestiones sociales, la exigencia de libertad. El brete para el pueblo egipcio es la posibilidad de articulación de los anhelos ya expresados mediante la fundación de un discurso emancipador.
La famosa «transición» alentada y reclamada por la cúpula del poder mundial busca el retorno camaleónico y el reciclaje de los viejos miembros del régimen, junto con nuevas figuras de su confianza. El intento de crear una mesa de negociación dirigida por el nuevo vicepresidente Omar Suleiman, que ya había empezado a funcionar antes de la huida de Mubarak, tenía por objeto cooptar a los sectores moderados y dividir al movimiento. Este intento saltó por los aires, el movimiento respondió inmediatamente con una gigantesca concentración que rechazó cualquier alternativa que no incluya la salida de Mubarak y su entorno. La negativa se extendió a cualquiera que se arrogue la representatividad del movimiento, demostrando que no están dispuestos a ser ignorados.
El elegido por Washington para dirigir la «transición», el hombre de confianza de la CIA que dirigió tanto las torturas en cárceles clandestinas como las negociaciones del «proceso de paz» entre israelíes y la «Autoridad» palestina, fracasó en su tarea de dividir la protesta y ofrecer credibilidad a las reformas. Omar Suleiman fue rápidamente identificado como un hombre fiel a Mubarak, está primero en la lista de los repudiados miembros del régimen y cooptados por el imperialismo-sionismo.
Aunque Suleiman fuera quien escuetamente anunció la renuncia de su jefe, contrariamente a los deseos de EE.UU., no significó que él pasará a ocupar su puesto. Este fracaso es otra demostración de la debacle de la hegemonía de EE.UU. a nivel regional y mundial. Washington ha perdido a su personero y corre el riesgo de perder las alianzas constituidas hace ya 40 años. La identificación de Mubarak con los intereses estadounidenses es total, su expulsión del poder implica necesariamente un resquebrajamiento de la alineación directa con los intereses estadounidenses y la complicidad mantenida con Israel. Aunque no se han quemado banderas de EE. UU. durante estos 18 días y la retórica de aliento al proceso democrático pudiera crear simpatía, Obama ya no podrá garantizar el mantenimiento de los acuerdos de Camp David de 1979 y contener a las masas árabes, como reclama Israel.
En Tel Aviv ha entrado en un estado de angustia estratégica. Sus alianzas fundamentales se derrumban ante sus ojos: en el pasado fue el Sha de Persia, ahora en el Líbano los maronitas han perdido poder ante la creciente influencia de Hezbollah, mientras que Turquía, bajo un gobierno islámico moderado, ha quemado las naves producto de la masacre a la flotilla de ayuda humanitaria que se dirigía a Gaza. Israel sabe muy bien, como lo demuestran las expresiones de júbilo en las ciudades palestinas, que su títere palestino Abbas puede sentir muy pronto las repercusiones del Cairo.
Si la guerra de los seis días fue uno de los puntos de inflexión en la historia de Medio Oriente, aunque irónicamente en aquel momento la mayoría de los regímenes árabes permanecieron inalterados en el poder, e incluso sobrevivieron a la caída del Muro de Berlín, la caída de Mubarak producto de una irrupción autónoma de las masas nos demuestra la trascendencia histórica de lo sucedido.
El actual movimiento que puede abarcar desde Marruecos hasta el Yemen ya no será una independencia digitada desde las metrópolis como lo fue tras la segunda guerra mundial, ha superado la contenida participación que alentó el nacionalismo árabe y se demuestra contrario a la identidad chauvinista del islamismo «radical». Lo que se ha puesto en movimiento es el protagonismo directo de los pueblos árabes.