El 5 de junio de 1967, hace 40 años exactos, Israel inició una agresión militar contra sus vecinos árabes, lo que a la postre se conocería como la Guerra de los seis días -nombrada así porque en ese breve periodo las tropas israelíes derrotaron a la alianza árabe-, que derivó en la ocupación de la […]
El 5 de junio de 1967, hace 40 años exactos, Israel inició una agresión militar contra sus vecinos árabes, lo que a la postre se conocería como la Guerra de los seis días -nombrada así porque en ese breve periodo las tropas israelíes derrotaron a la alianza árabe-, que derivó en la ocupación de la Franja de Gaza, las alturas del Golán, Cisjordania y Jerusalén oriental, así como el desierto del Sinaí, devuelto a Egipto en 1982, como parte de los acuerdos de paz de Campo David.
La ocupación de estos territorios, mantenida hasta nuestros días por Israel, es una circunstancia contraria a la legalidad internacional que se ha traducido en una barbarie contra cientos de miles de palestinos: las estrategias de limpieza étnica seguidas por Israel en Al Qods y en extensas zonas occidentales de Cisjordania evocan las prácticas de exterminio que, en su momento, realizó Slobodan Milosevic en Bosnia y Kosovo.
La resolución 242, aprobada en forma unánime por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en noviembre de 1967, unos meses después del cese del fuego, en la que se ordena el retiro de tropas israelíes de los territorios ocupados durante el conflicto bélico, se ha convertido en letra muerta. Desde entonces la impunidad israelí cuestiona al conjunto de resoluciones de la ONU, mina severamente la credibilidad de ese organismo y se ha constituido en factor de arbitrariedad y permanente tensión en el escenario internacional.
Por lo demás, la ocupación israelí de tierras árabes y palestinas ha hecho imposible la estabilidad y la paz en la región, se ha articulado con otros conflictos bélicos -como la primera guerra del Golfo, en 1991- y ha mantenido a Medio Oriente en un permanente estado de zozobra e incertidumbre. La tolerancia occidental a los atropellos perpetrados y perpetuados por Tel Aviv ha inspirado otras agresiones bélicas, como el allanamiento del norte de Chipre por el ejército turco en 1974 y la invasión iraquí a Kuwait en 1990.
La persistente barbarie de la ocupación ha generado en algunos sectores políticos palestinos una exasperación que se traduce en prácticas terroristas. Desde esta perspectiva, no habrá forma de acabar con el terrorismo palestino, a menos que se recurra al abierto exterminio de la población, si no se pone fin a la ocupación de sus tierras.
Paradójicamente, la victoria de Israel sobre sus vecinos ha generado, en estos 40 años, un saldo desastroso para el propio Estado judío: como protagonista de una ocupación ilegítima, ha experimentado un proceso de degradación moral que lo ha llevado a convertirse en un Estado represor, terrorista y racista, abominado por sus vecinos y siempre sujeto a la amenaza de los ataques terroristas.
La comunidad internacional, en tanto, tiene la urgente tarea de presionar a Tel-Aviv para que devuelva las alturas del Golán a Siria, se retire de Cisjordania, desmantele los asentamientos judíos ilegalmente construidos en ese territorio que no le pertenece, devuelva a sus legítimos propietarios el perímetro de Jerusalén oriental (en las delimitaciones que tenía antes de 1967) y se avenga a negociar la devolución de las tierras o la indemnización como soluciones justas para los palestinos expulsados a partir de 1948.
Tarde o temprano el Estado hebreo tendrá que reconocer que estas medidas son la única puerta a una convivencia pacífica entre israelíes y palestinos. Mientras más tarde ocurra ese reconocimiento, mayores serán las pérdidas humanas y el sufrimiento entre ambos bandos.