Con los resultados todavía «calientes», ésta es sólo una primera reflexión que aspira a contribuir al debate sobre la nueva etapa política abierta tras estas elecciones.
I
El desenlace de la jornada del 9 de marzo ha confirmado que estas elecciones han respondido a la categoría de «elecciones críticas» que cíclicamente se han producido desde hace ya tres decenios en el Estado español: tienen, por tanto, cierta similitud con las de 1982, 1996 y 2004. En todas ellas hubo un elevado grado de participación ciudadana y una fuerte tendencia a la bipolarización entre los dos grandes partidos (facilitada por un sistema electoral que, pese a ser preconstitucional, no fue cuestionado luego por el mitificado «consenso de la transición»), si bien en las de 1996 Izquierda Unida logró alcanzar sus mejores resultados con 21 escaños. Únicamente en Euskadi cabe destacar que la participación ha sido más baja ahora que en 2004, factor en el que ha podido influir el llamamiento a la abstención de la izquierda abertzale, pese a los efectos en sentido contrario del brutal atentado mortal cometido por ETA contra el militante socialista y de la UGT Isaías Carrasco.
En esta ocasión la tendencia a la polarización bipartidista se ha visto facilitada por el protagonismo que los dos grandes partidos han tenido a lo largo de los cuatro años de legislatura y por la subalternidad que respecto al PSOE han mantenido las otras fuerzas parlamentarias a su izquierda, especialmente IU. Esa dinámica se ha visto, además, sobredimensionada en el plano mediático y reforzada más aún si cabe durante la campaña electoral con los dos debates televisados entre Zapatero y Rajoy. El hecho de que entre el PSOE y el PP sumen el 83,76 % de los votos y 322 de los 350 escaños así lo confirma, al igual que el retroceso de ERC (que ha pasado de 8 a 5 escaños) y de IU-ICV (de 5 a 2, con un 25 % menos de votos respecto a 2004).
Sin embargo, en comparación con las elecciones de 2004 la subida en votos del PSOE ha sido insignificante (no llega a 40.000 votos), mientras que la del PP sí ha sido relevante (casi 400.000 votos). Por Comunidades Autónomas, y siempre en relación con las de 2004, el PSOE asciende en Aragón, Canarias, Catalunya y Euskadi, mientras que el PP lo hace en Madrid, Valencia y Murcia, factores que tendrían que ver respectivamente, como ha comentado un colega, tanto con el «miedo al PP» en las primeras como con el mayor peso de la «cultura del ladrillismo» o del sentimiento antiinmigración en las segundas.
Cabe indicar, además, que pese a esa polarización bipartidista ha emergido una nueva fuerza política, la UPD (Unión, Progreso y Democracia), la cual ha obtenido en la capital del Reino un escaño con 131.242 votos (3,76 %). Se trata de un fenómeno que merecería un análisis aparte, ya que el mensaje de esta formación se ha basado en una campaña muy beligerante contra las formaciones nacionalistas «periféricas», combinada no obstante con valores como el laicismo que le diferencian del PP, y que ha contado con el apoyo de intelectuales relevantes y, sobre todo, del diario /El Mundo/. Algo semejante ocurrió en las pasadas elecciones autonómicas catalanas, cuando ese mismo periódico apoyó a la candidatura del Partit dels Ciutadans.
Al margen de todas esas formaciones, sólo CiU ha mantenido su peso parlamentario, mientras que el PNV ha conocido un descenso electoral importante que amenaza con agravar el conflicto entre las «dos almas» de ese partido respecto al cumplimiento o no de la promesa de consulta popular hecha por el lehendakari para el próximo 25 de octubre.
II
Esa polarización bipartidista se ha reflejado durante la larga campaña electoral que la ha precedido, en donde hemos visto aparecer diversos mensajes a través de los cuales los dos cabezas de cartel pretendían diferenciarse ante la opinión pública. Así, si antes de la confirmación de la «desaceleración económica», eran temas como la política antiterrorista, la actitud ante los nacionalismos (…periféricos) o el reconocimiento de determinados derechos civiles los que aparecían en el centro de la agenda mediática, luego, una vez llegada aquélla, han sido el alza de precios, el paro y la migración -con especial intensidad ésta última con el famoso «contrato de integración»- los ejes de unas confrontaciones que no hacían más que ocultar sus grandes coincidencias en la política económica, social y fiscal (con la consiguiente subasta…), en la defensa del Tratado de Lisboa o en los ejes centrales de política exterior (sobre esto último, basta referirse a su común celo en defender a las multinacionales españolas en América latina).
En comparación incluso con la campaña de 2004, la de ahora se ha caracterizado, como ha observado más de un analista, por una mayor «americanización», por el peso de la imagen y las formas, de la persuasión frente a la convicción, y por la ausencia de ideas y proyectos políticos diferenciados tanto en los debates entre Solbes y Pizarro como, sobre todo, en los de Zapatero y Rajoy. Si entonces, en el contexto del ciclo de movilizaciones más intenso vivido desde la transición política el líder del PSOE se esforzó por renovar su discurso asumiendo un «republicanismo cívico», una apuesta por la «España plural» y un pacifismo anti-Bush, ahora ha sido la creciente adaptación al marco discursivo y conceptual que ha ido imponiendo el bloque de derechas (haciendo oídos sordos al «asesor» y archicitado Lakoff) lo que ha caracterizado la trayectoria final de ZP. Hemos tenido un claro ejemplo de esto último en su rechazo a las presiones del movimiento feminista -y de muchas militantes de su propio partido- para incluir la despenalización total del aborto dentro de sus promesas electorales.
Todo lo anterior no significa negar la existencia de diferencias entre PP y PSOE, sobre todo si tenemos en cuenta que en el caso del primero a su ultraneoliberalismo se le suma un conservadurismo que no reniega de sus raíces franquistas y de sus vínculos con el nacional-catolicismo. Esto último es sin duda una particularidad española -que, bien utilizada por el PSOE, contribuye a fomentar una reacción más favorable al «voto útil» a este partido- pero no por ello la aleja de la tendencia común que hoy encontramos en la mayoría de las derechas norteamericana y, cada vez más, europea.
En realidad, a lo que estamos asistiendo desde hace tiempo, y de forma acentuada tras el 11-S de 2001, es a la confrontación en el plano electoral entre dos formas de gestionar las «estructuras de gobernanza político-cultural» del capitalismo global neoliberal. Una es la de aquellos partidos que aspiran a conciliar valores neoliberales con otros tradicionalmente conservadores y de «guerra global contra el terrorismo», mientras que la otra es la que pretende hacer lo mismo con valores y referentes tradicionalmente considerados «progresistas», incluyendo discursos como el de la «alianza de civilizaciones». Ambos buscan apoyarse a su vez en medidas populistas, con distintas fórmulas («capitalismo popular», «soberanía del consumidor», «seguridad ciudadana») con el fin de neutralizar el malestar social creciente pero difuso y fragmentado entre los y las de abajo. Pero ninguno de los dos partidos cuestiona el «núcleo duro» del proyecto neoliberal transatlántico y «occidental», salvo para tratar de proteger con mayor pasión los «intereses de España», como ocurre ahora en el sector energético. La tranquilidad con la que los grandes poderes económicos, que no cesan de aumentar sus beneficios y de evadir impuestos en paraísos fiscales como el de Liechtenstein, han seguido la campaña y digerido los resultados es una buena muestra de que, pese a las turbulencias y las incertidumbres económicas y financieras, se sienten muy cómodos con la competencia entre ambos partidos por ganarse su confianza mediante propuestas como las nuevas rebajas fiscales.
Por eso podemos compartir con la mayoría de la sociedad el relativo alivio que supone el hecho de que no haya ganado el PP en estas elecciones (aunque habrá que ver si, con o sin Rajoy, persisten o no en su estrategia de confrontación) pero, al mismo tiempo, no debemos dejar de alertar ante el proceso de mayor derechización que ha conocido el PSOE en los últimos años en casi todos los ámbitos y que muy probablemente se va a acentuar si no se ve contrarrestado por un nuevo ciclo de movilizaciones desde la izquierda social. Este se hace más necesario si cabe en un contexto como el que se avecina de mayor precarización, aumento del paro y privatización -abierta o encubierta- de los servicios públicos, además de una reafirmación del nacionalismo español y de la criminalización de la disidencia (no sólo la vasca, como hemos visto ahora con la represión contra las manifestaciones feministas del 8 de marzo). En resumen, ha ganado el PSOE pero el ascenso del PP, el mantenimiento de CiU y la quiebra de la «muleta» que tenía a su lado izquierdo pueden empujar a aquél a entrar en una dinámica de «rectificación de errores» que acabe aplicando el programa de esas derechas en aspectos nada secundarios como el relacionado con la población trabajadora inmigrante.
III
Los resultados obtenidos por IU confirman los peores pronósticos que los sectores críticos de esta formación han llevado haciendo desde hace tiempo. No podemos interpretar todavía con cierto rigor los distintos factores que han influido en el hecho de que no sólo no se haya producido un ascenso electoral de IU sino que, además, se haya perdido el 25 % de los votos obtenidos en mayo de 2004. Pero es indudable que entre esos factores no se encuentra sólo el «tsunami bipartidista» (sobre todo teniendo en cuenta el escaso aumento de votos del PSOE respecto a 2004): más allá de esto, es evidente que el paso adelante dado en el discurso de Llamazares a favor de la entrada en un nuevo gobierno de ZP tras el 9-M, sin poner prácticamente condiciones a la misma, no ha tenido los efectos deseados por el equipo dirigente, ya que no han contribuido a hacer aparecer a IU como una fuerza necesaria y útil para hacer girar a la izquierda al PSOE; por el contrario, su imagen (como hemos visto a lo largo de prácticamente toda la legislatura anterior) ha sido, más bien, la de un apéndice del gobierno de ZP, nada exigente y escasamente influyente en sus políticas. Lo mismo ha ocurrido con su aliado en Catalunya, cuya gestión en el gobierno tripartito le ha enfrentado además con movimientos sociales alternativos y le ha hecho cómplice de políticas antisociales.
En este nuevo escenario la coherente decisión de Llamazares de no volver a presentarse como Coordinador General en la próxima Asamblea Federal debería ir acompañada de su dimisión, ya que no puede gestionar un proceso de «revitalización» -si es que es posible- quien ha asumido la responsabilidad principal del fracaso político obtenido en estas elecciones. Pero ésta es otra historia, ya que lo que está ahora en cuestión es si la reconstrucción de una izquierda anticapitalista y alternativa puede hacerse desde y con quienes han conducido a IU a ese mismo fracaso o, por el contrario, hay que mirar hacia fuera de IU -con la colaboración de los sectores críticos que siguen dentro de esta formación- para volver a dar toda la centralidad necesaria a la recomposición de las redes y movimientos sociales alternativos y a la confluencia en su seno de quienes apuestan efectivamente por aquélla. Será desde la recuperación de esa centralidad como tendremos que asumir la urgente tarea de de reinterpretar la sociedad en la que vivimos (y que debemos conocer mucho mejor tras la «Gran Transformación» generada en los tres últimos decenios) para mejor resistir al neoliberalismo e ir refundando otra izquierda que mire hacia experiencias como la de Francia, en donde a una izquierda subalterna del social-liberalismo en crisis le está tomando el relevo otra izquierda dispuesta a recordar, cuarenta años después, que el «espíritu del 68», mal que les pese a Sarkozi y a tantos otros, sigue vivo. Otras experiencias -como la portuguesa, la alemana, la holandesa o la italiana- también deberían ser tenidas en cuenta para aprender de ellas y evitar también los errores cometidos por dejarse arrastrar hacia una «cultura de la gobernabilidad» incompatible con la defensa consecuente de los intereses de los y las de abajo y con la urgencia de un cambio radical de modelo civilizatorio. Los foros, espacios de reflexión y debate que se puedan ir creando en los próximos meses en distintos lugares del Estado español deberían contribuir a desarrollar esas tareas; todo ello sin prisas ni atajos pero con la convicción de que hay que ir buscando una salida a lo que es ya una demanda sentida por un sector nada despreciable de la izquierda que que no se resigna ante las políticas del «mal menor» de unos o el «narcisismo de las pequeñas diferencias» de otros.