En la calle Seif el-Yazal Khalifa, en el barrio alejandrino de Cleopatra, no se puede decir que el tiempo haya pasado en balde. En estos tiempos de votaciones, entre los cláxones de la ruidosa corniche y los anuncios a voz en grito de los chatarreros, la calle aparece colmada caóticamente de retratos de los candidatos […]
En la calle Seif el-Yazal Khalifa, en el barrio alejandrino de Cleopatra, no se puede decir que el tiempo haya pasado en balde. En estos tiempos de votaciones, entre los cláxones de la ruidosa corniche y los anuncios a voz en grito de los chatarreros, la calle aparece colmada caóticamente de retratos de los candidatos presidenciales a las elecciones parlamentarias que tienen lugar en el país.
Pero nada recuerda hoy que en esa calle, en el cibercafé Space.net, el verano de 2010, un par de policías golpearon hasta matar a un joven llamado Khaled Said. Nada recuerda hoy que esta muerte fue considerada por muchos como la chispa que desencadenó, seis meses más tarde, la revolución de enero de 2011. Que desencadenó aquellas tempestades. Que hoy recogen estos lodos. Ni una foto. Ni una pintada en una pared. Ni siquiera en las escaleras del cibercafé, convertido en especie de santuario revolucionario durante un tiempo, ni en el balcón desde donde a veces asomaba la madre del chico. Nada.
En toda la calle, camuflado entre los carteles electorales, solo hay una fotografía que honra a un mártir. «Islam Mohamed el-Sayed, muerto por las balas a traición de los Hermanos Musulmanes» reza la pancarta. Un chico de 22 años abatido supuestamente en 2013 por los islamistas durante las protestas en Alejandría contra la deposición del presidente Mursi.
Lo que antes eran honras a los muertos a manos policiales son hoy honras a los que lo hicieron a manos de los Hermanos Musulmanes. O ni eso, porque muchos en el barrio ponen en cuestión la versión oficial de aquellos hechos. El ministerio de la verdad aparece para zanjar la disputa. Antes eran villanos de uniforme, ahora son villanos barbudos. Y ante cualquier duda, el ministerio de la verdad a medias determina la certeza más conveniente. Ya no hay mártires del 25 de enero. Los hubo cuando era necesario apelar a ellos para apuntalar una legitimidad endeble. Pero la memoria es corta y selectiva y ahora ya no hacen falta.
Egipto trabaja con fuerza para borrar todo rastro de esa revolución popular. Ya nadie se atreve a honrar a sus muertos de enero de 2011. La pluralidad política y organizativa que afloró en esa mal denominada primavera ya es cosa del pasado, como lo son tantas cosas, incluidas las tertulias políticas en, por ejemplo, los masificados cafés cairotas del Borsa, de los que ya no queda más que la triste memoria. La policía se llevó las sillas, los cafés y las pipas de agua. El régimen se llevó sus conversaciones. Se le hizo un lifting a la plaza Tahrir, poniendo hierba sintética, borrándole grafitis comprometidos, plantándole una bandera al más puro estilo plaza Colón y derrumbando lo que quedaba del edifico del Partido Democrático Nacional de Mubarak, último resquicio del tótem abatido quemado por las masas enrabiadas aquél cada vez más lejano 28 de enero de 2011. Lejano en el tiempo. Y lejano en tantas cosas.
El último paso de este aniquilamiento: firmar el acta de defunción mediante el teatro electoral de las parlamentarias. Egipto acaba de vivir la primera vuelta de las primeras elecciones parlamentarias de la era Sissi. Las primeras tras el golpe de estado que en 2013 puso fin al fracasado experimento de los Hermanos Musulmanes al mando del país árabe más poblado. Las primeras tras el punto de involución sin retorno de la revolución egipcia que en 2011 consiguió tumbar al rais Hosni Mubarak pero que en cuatro años ha sido incapaz de afianzar ninguna de esas victorias populares. El 17 y 18 de octubre 27 millones de egipcios fueron llamados a las urnas, el resto serán convocados dentro de mes y medio. Pocos, muy pocos, se tomaron la molestia de desafiar el complejo sistema electoral e ir a votar. Un 26,3% según las cifras oficiales. Aunque muchos teman que eso sean números maquillados: en las primeras cinco horas de votaciones la Junta Electoral había reconocido que solo un 1% había pasado por las urnas.
Un ejemplo gráfico de la jornada electoral: 10 mil chavales viendo un entreno de fútbol contrastan con los colegios electorales desiertos. Desafío burlón de una juventud que puede verse forzada a tragar con un régimen involucionista pero que no puede borrar de su memoria ni de su piel lo que ha vivido y sufrido. Ni los amigos que ha dejado por el camino. Ellos, los jóvenes, eran el 30% del electorado. Y ellos más que nadie le han dado la espalda a este circo.
Ningún candidato se había tomado la molestia de explicar plan alguno de legislatura. La uniformidad es escandalosa: nadie discute la figura del general Sissi y cuatro de las seis listas están lideradas o promovidas por figuras militares. Los matices, que los hay, no escapan, otra vez, a la lucha interna entre familias del régimen militar cuyas confrontaciones pueden acabar abriendo, una vez más, las pocas grietas del hermético sistema.
Con una participación oficial que, curiosamente, solo supera en un punto las últimas elecciones del rais Mubarak, el fracaso del régimen no es, para nada, una victoria que pueda capitalizar una oposición por ahora resquebrajada y acorralada por la brutal represión. Es cierto que la gente ha perdido el entusiasmo en Sissi, que su foto ya no es tan omnipresente como meses atrás, que el cuento del canal de Suez no ha colado y sus acciones contra vendedores ambulantes y funcionarios, así como la inflación galopante, le están pasando factura. Pero sigue siendo ampliamente visto por muchos como un mal menor no deseado pero deseable y su firme mano de hierro le asegura que cualquier atisbo de crítica se mantenga en silencio.
La mala participación no va a cortar las alas a un régimen que, por contra, puede utilizar esta misma para consolidar el poder entorno al presidente ante un Parlamento deslegitimado con unas competencias poco claras. Egipto afronta el reto de subvertir el descalabro económico en el que vive, con una situación al borde dramático del colapso, y lo sigue haciendo dependiendo de sus apoyos en el extranjero. Vendido como el adalid de la lucha contra el fantasma islamista, Sissi se refuerza gracias a la amenaza egipcianamente etérea del Estado Islámico.
Cada vez más cercana a Rusia, con quien enlaza negocios armamentísticos y proyecta planificaciones nucleares, pero camino de cerrar acuerdos históricos con, oh qué sorpresa, el FMI o el Banco Mundial. Francia o Italia también son aliados cercanos y España también sale en la ecuación. Más allá de los numerosos acuerdos y negocios cerrados en los últimos meses entre Cairo y Madrid, el ministro de defensa Sobhi se reunía en la capital española la semana pasada con su homólogo Pedro Morenés. Lo hacían para confirmar la «estrecha colaboración» y recibir el apoyo español en explosivos, ciberdefensa e inteligencia militar.
Unos acuerdos que fueron denunciados por Armas bajo control por el riesgo que este armamento sirva para la represión a población civil. La visita a Madrid llegaba un mes después de que una absurda operación militar provocara la muerte de 8 turistas mexicanos y 4 egipcios en el oasis de Beheira. Los turistas murieron al ser tiroteados por helicópteros apache egipcios cuando marchaban en expedición turística en 4×4 por el desierto. Y es que ese es la nueva marca del turismo en el país de los faraones. Al fin y al cabo es lo que más se le parece a una auténtica experiencia local.
Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/global/28138-egipto-revolucion-huerfana.html