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Relaciones agroecológicas frente a la crisis climática

Fuentes: Rebelión

Dedicado a Guido Quispe, dirigente campesino de la comunidad de Chahuara, municipio de Yanacachi en La Paz, Bolivia y Vivian Pereyra, Ingeniera Ambiental de la Maestría en Desarrollo Rural de CIDES – UMSA. Dos valientes que partieron este año 2015 y a quienes llevaremos en el corazón de nuestra lucha por un planeta ecológico. Desde […]

Dedicado a Guido Quispe, dirigente campesino de la comunidad de Chahuara, municipio de Yanacachi en La Paz, Bolivia y Vivian Pereyra, Ingeniera Ambiental de la Maestría en Desarrollo Rural de CIDES – UMSA. Dos valientes que partieron este año 2015 y a quienes llevaremos en el corazón de nuestra lucha por un planeta ecológico.

Desde que la humanidad empieza a hablar de cultura, la gestión alimentaria se presenta como una sucesión de acciones que marcan la historia con la recolección, caza y pesca como primeras formas que se caracterizan por tomar lo que la naturaleza presenta, tal y como está. Luego surge la agricultura, la pecuaria y por último la transformación de alimentos, tres acciones ya más complejas que demandan creatividad.

Sin embargo hemos llegado a un nivel de complejidad que se nos presenta la urgentísima necesidad de establecer una diferencia: antes se entendía a la agricultura como el arte de cultivar la tierra, ahora tenemos que dejar bien claro que no todo cultivo de la tierra es arte.

No existe sistema productivo perfecto, pero las consecuencias de nuestros actos nos tienen que obligar a aprender la lección, valorar lo que hacemos bien y desechar lo que hacemos mal.

La agricultura cambia los contextos biológicos de manera positiva y negativa. Los cambios positivos se dan cuando se produce alimentos para comer, cuando se revitalizan tierras degradadas, secas o abandonadas y cuando la acción de cultivar la tierra implica relaciones de complementariedad entre las personas, de intercambio y transmisión del conocimiento a las nuevas generaciones a partir de la participación integral y complementaria de todos en el trabajo de la tierra desde que nacen, lo cual ha sido el factor fundamental que ha hecho de la agricultura familiar, la clave para la reproducción y reciclaje de los sistemas productivos ancestrales durante más de cuatro mil años.

Los cambios negativos se dan cuando la agricultura explota la tierra para un mercado voraz donde el objetivo es generar valor económico en todos los eslabones de la cadena comercial y como el hecho de comer está al final de esta cadena, no interesa si se come o no, solo interesan las ganancias previas de todos los intermediarios. Esta es la principal característica de la agroindustria.

Según estudios de Miguel Altieri, el 80% de la tierra arable está bajo el dominio de la agroindustria que usa el modelo de monocultivo, pero solo produce el 30% de los alimentos. Por otro lado el 20% de la tierra arable está en manos de familias o comunidades campesinas y produce entre 50 y 70 % de la comida que comemos. Aquí es preciso entender que «bajo el dominio» no necesariamente significa que las tierras sean de propiedad de empresas agroindustriales, muchas veces se trata de acaparamiento de espacios cultivables en alquiler o contratos de concesión, ambas modalidades son fácilmente abandonadas cuando la tierra ya está agotada e infértil por la práctica del monocultivo (la soya está dando ejemplos al respecto).

En el caso de la tierra en manos de familias y comunidades campesinas, existen tanto las propiedades individuales como las que son de uso comunitario sin títulos individualizados y que se transfieren de manera natural a las nuevas generaciones de familias que son parte de la comunidad o que se integran a ella cumpliendo funciones como tener una casa en la comunidad respectiva, asistir a las asambleas, dar las cuotas para el fondo común, participar en los trabajos que son de necesidad de todos y solucionar los problemas comunes. Por supuesto esta lógica comunitaria involucra el trabajo de la tierra con intercambio de ayudas en jornadas de trabajo y la complementación en el uso de recursos productivos como otorgar espacios de pastizal para que se alimente el ganado del vecino, a cambio del abono que dejan al pastar. Como este hay muchos ejemplos más que todos podrían dar de las tradiciones de su propio país y que en términos de producción de alimentos, hoy se llama agroecología.

La agroecología es uno de los pilares fundamentales de la soberanía alimentaria, está basada en el conocimiento campesino biodiverso, es autónoma porque no depende de la compra de insumos químicos, sino que produce su propia semilla, abonos, fertilizantes y tiene menos oportunidad de desarrollar plagas por lo que necesita menos plaguicidas pero también tiene facultades para crearlos de manera natural.

Todos estos elementos señalados por Miguel Altieri, Clara Nicholls y otros especialistas, son también la evidencia de que la agroecología no es solamente la alternativa alimentaria para los pobres, sino que es una de las estrategias para rescatar al sistema planetario de la crisis climática. En el último informe del IPCC de Naciones Unidas, nuevamente se presenta las acciones de la agricultura de monocultivo (es decir, no ecológica) entre las principales causas emisoras de gases de efecto invernadero, que ocasionan del calentamiento global. Ya sabemos que el reciente acuerdo de la COP 21 en París, no obliga a las empresas agroindustriales a reducir la emisión de estos gases, es un acuerdo ambiguo que pone énfasis en la otorgación de 100 mil millones de dólares a partir del 2020 destinados a países pobres, el calentamiento no se soluciona con dinero, se soluciona con eliminación de grandes emisiones y los países firmantes del acuerdo no obligarán a las empresas agromultinacionales a reducir sus emisiones, las multinacionales tienen la facultad de poder ser de cualquier país, de varios y de ninguno al mismo tiempo y sus ocupaciones territoriales son de sembradíos temporales a través de terceros actores en función de las demandas del mercado y ya sabemos que el mercado tampoco tiene ninguna nacionalidad. Así que el acuerdo de la COP 21, firmado por gobiernos no tiene alcance multinacional.

Solo las acciones concretas ayudarán al planeta y la esperanza está puesta en la gente y sus propias iniciativas políticas. Por ejemplo en las grandes ciudades capitales están los huertos urbanos que se han convertido en posicionamientos comunitarios vecinales de intensa relación ecológica. Están recuperando la sabiduría de sembrar, cuidar y cosechar alimentos, flores o plantas medicinales en espacios altamente urbanizados donde deben codearse con asfalto, cemento y ladrillo, haciendo un gran esfuerzo para conservar abiertos los espacios la tierra. Además se están entrelazando en redes sociales interciudades que les posibilitan el intercambio de conocimientos e insumos naturales a través del correcto uso de las tecnologías de la comunicación y el internet. Hasta ahora han construido a través de estas redes una auténtica propuesta que, unida a la agricultura familiar campesina rural, se plantea como una agrofortaleza política intercultural eminentemente agroecológica.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.