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Intelectualines tuis y trabajadores intelectuales a los que gustaba visitar talleres de imprenta (I)

Fuentes: Con-ciencia social

Para el maestro, activista e incansable trabajador intelectual Miguel Candel. Porque, como escribió el poeta, ya son muchos años (más de cuarenta) desde entonces. ¿Qué es lo que me ha salvado de convertirme en un pingo almidonado? El instinto de la rebelión, que desde el primer momento se dirigió contra los ricos porque yo, que […]

Para el maestro, activista e incansable trabajador intelectual Miguel Candel. Porque, como escribió el poeta, ya son muchos años (más de cuarenta) desde entonces.

¿Qué es lo que me ha salvado de convertirme en un pingo almidonado? El instinto de la rebelión, que desde el primer momento se dirigió contra los ricos porque yo, que había conseguido diez en todas las materias de la escuela elemental, no podía seguir estudiando, mientras que sí podían hacerlo el hijo del carnicero, el del farmacéutico, el del negociante en tejidos […] Luego conocí la clase obrera de una ciudad industrial, y comprendí lo que realmente significaban las cosas de Marx que había leído antes por curiosidad intelectual. Así me he apasionado por la vida a través de la lucha de la clase obrera. Pero cuántas veces me he preguntado si era posible ligarse a una masa cuando nunca se había querido a nadie, ni siquiera a la familia, si era posible amar a una colectividad cuando no se había amado profundamente a criaturas humanas individuales. ¿No iba a tener eso un reflejo en mi vida de militante, no iba a esterilizar y reducir a puro hecho intelectual, a puro cálculo matemático, mi cualidad revolucionaria?

Carta de Antonio Gramsci a Julia Schucht (Viena, 6 de marzo de 1924)

El sociólogo Helmut Schelsky ha afirmado que la FER se proponía implantar una «tiranía profética» en cuya preparación Meinhof desempeñaba el papel de «sacerdotisa de la violencia». Seguramente la lectura de las pocas páginas de esta antología [Pequeña Antología] bastará para mostrar la implausibilidad de esa interpretación, la incoherencia entre la figura que él dibuja y las raíces filosóficas de Ulrike Meinhof. (Otros pensamos dicho sea de paso, que los catedráticos reaccionarios son levitas de una hierocracia parasitaria de letratenientes.

Manuel Sacristán (1976)

1. Sentidos y referencias.

Si el ser aristotélico se decía -e incluso se continúa diciendo- de muchas formas, hasta el inesperado punto, como solía contarnos José María Valverde desternillándose de risa, que una cadena radiofónica lleva su nombre (¡con mayúsculas!), el concepto de intelectual no queda rezagado en la cardinalidad de su densa y poblada polisemia respecto a la gran y más que compleja categoría ontológica. Dar cuenta y comentar dos de sus acepciones, opuestas en sentido y referencia, es una de las finalidades de este texto. La otra es esbozar un homenaje a dos trabajadores intelectuales, a dos maestros fallecidos. Por su magisterio, por el reconocimiento y la devoción no cegada a ellos debida.

Un adelanto.

El problema más serio respecto al término «intelectual», señalaba Francisco Fernández Buey [FFB] en un prólogo no firmado de 1974, era el que se planteaba a propósito del concepto gramsciano de «intelectual orgánico». El revolucionario sardo utilizaba esta expresión para designar a grupos de dirigentes políticos, sociales o político-culturales que interpretaban el sentir y las aspiraciones de las clases sociales ascendentes y se erigían en intérpretes y guías de cada una de ellas. Cada clase social ascendente, cada una de las clases no subalternas, segregaba grupos de «intelectuales» capaces de ejercer esta función, sin que fuera preciso que los miembros de esos grupos hubieran recibido una educación formal para este ejercicio de dirección ideal.

El concepto gramsciano tenía poco que ver con el usado normalmente al hablar de «intelectuales» como trabajadores no manuales. En este caso, «la característica intelectual iba referida a la división técnica del trabajo»; en el caso de la categoría gramsciana iba referida «a la articulación política, cultural, social e ideológica de las clases sociales». Empero, era evidente que entre uno y otro término existían relaciones, puesto que «[…] no hay nunca división técnica del trabajo que no sea de alguna manera división social del trabajo al mismo tiempo; y las clases sociales tienen que reclutar a sus intelectuales orgánicos -por lo menos en parte- entre las capas que monopolizan (en las actuales sociedades escindidas) el acervo intelectual de la sociedad».

El tema, señalaba FFB, era interesante para tratar de conocer la compleja dialéctica que se produce entre la clase obrera, las clases populares, y los «nuevos intelectuales». Togliatti había hecho una breve semblanza de Gramsci como prototipo de intelectual «de nuevo tipo» que se erige en portavoz de la clase obrera como clase emergente y dirigente de la sociedad moderna.

Este es, sucintamente señalado, el trasfondo político-cultural de este texto.

2. La evidencia.

No sería él, comentaba FFB en marzo de 2007, quien fuera a negar la evidencia. Personas que se decían de izquierdas e incluso revolucionarias en la década de los sesenta y/o setenta del pasado siglo, en España y en otros países, se habían hecho luego de derechas. Un hecho indiscutible. Se solía hablar de los casos más llamativos en el ámbito político. Gentes que un día fueron la izquierda de la izquierda habían pasado a ser la derecha de la derecha… e incluso, en alguna ocasión, la ultraderecha de la derecha. Jiménez Losantos es un ejemplo conocido.

El proceso era más amplio y más profundo. Afectaba también a intelectuales de lo que se conoció como la izquierda moderada o «socialdemócrata». Para hacerse una idea de lo sucedido bastaba con comparar lo que decía el (ahora fallecido) «compañero Miguel», en la Escuela de Verano del PSOE de 1976, con lo que solía decir en aquellos años don Miguel Boyer. De propugnar la nacionalización de la banca, las eléctricas, la siderurgia y cien corporaciones más, a la FAES de José María Aznar. Ese era el camino seguido. No sólo por él… y en apenas treinta años.

El transformismo de los intelectuales era tan antiguo y repetido que volver sobre el asunto podría resultar tedioso si no fuera porque «en ese paso hay implicadas algunas tragedias que a veces se olvidan». El autor de La gran perturbación recordaba una de las más sangrantes, la conversión de Mussolini: de paladín del socialismo maximalista italiano a fundador del partido fascista.

Tragedias aparte, el tema era tan insípido -aunque no incoloro ni inodoro- que los intelectuales europeos que se habían mantenido leales a la izquierda «siempre escribieron sobre el transformismo de los otros con ironía o sarcasmo». FFB recordaba tres casos. El de Gramsci, definiendo a Marinetti y a los futuristas italianos como niños que se habían divertido coqueteando con los trabajadores para acabar volviendo al redil de la propia clase «cuando pintan bastos»; el de Brecht, redactando el libro de los tuis para distinguir entre intelectuales e intelectualines en la crisis; el de Lukács [2], ironizando sobre «la falta de columna vertebral de los intelectuales tránsfugas como una ventaja fisiológica que permite al susodicho agusanarse ante el Poder».

Nada nuevo bajo este sol demediado, las novedades eran otras. En aquellos años y en aquella España, había dos que convenía subrayar.

La primera consistía en agrandar hasta lo irreconocible el propio pasado revolucionario-antifranquista para luego, «bajo la apariencia de estar haciendo razonable autocrítica, poner a caldo, por antiguos», a los compañeros que sí fueron de izquierdas y seguían siéndolo. La operación solía dar buenos dividendos en la sociedad del espectáculo. Las personas jóvenes, que no tenían por qué saber lo de izquierdas que «el agrandado» había sido en su juventud, recibían el mensaje y solían o podían pensar: los intelectuales que siguen ahí, que resisten son unos dogmáticos de tomo y lomo. En suma, lamentaba FFB, «el viejo truco de la autocrítica que en el fondo es sólo retórica para criticar a la izquierda real, a la izquierda socialmente coherente». Seguían siendo intelectuales orgánicos… pero de otros grupos o clases sociales.

La otra particularidad recurrente en la sociedad española de aquel tiempo consistía en llamar intelectual «a cualquier cosa». En este nudo, los medios de desinformación de la derecha política (que el añorado profesor de la UPF denominaba razonablemente de intoxicación de masas), jugaban un papel preponderante. Primero desprestigiaban a los pocos intelectuales serios que había y luego elevaban a la categoría de intelectual «al tránsfuga que en el pasado fue, a lo sumo, un politicastro o un escribidor de catecismos». Subido a los altares de la intelectualidad, se o lo ubicaban a continuación en la lista de los objetos consumibles, un atributo frecuente en la sociedad del espectáculo. Así se hinchaba la nómina de los supuestos intelectuales que fueron rojos y entonces eran más bien azulados.

Una de las consecuencias perversas de la situación era que al final el ciudadano/a acababa creyéndose «lo que dice el intelectual que dice que fue de izquierdas» y lo que decían «los medios de la derecha del politicastro convertido en intelectual por arte de birlibirloque». La otra prensa, los otros medios que no se querían de derecha-derecha, solían hacer eco. Resultado: se iba perdiendo cualquier concepto serio de las palabras «intelectual» e «izquierda».

Su posición de fondo la iba a decir drásticamente en dos frases. La primera sonaba así: él no había conocido a ningún intelectual serio «que fuera de izquierdas de verdad, y que al mismo tiempo dijera de sí mismo que era un intelectual y de izquierdas». Le bastaba con ser «rojo» y con tener, además, pensamiento propio. La segunda decía así: la nómina habitual de los intelectuales de izquierda que se pasaban a la derecha en nuestro país estaba hinchadísima, pues se tendía a llamar intelectuales a muchos que no lo eran y se tendía a considerar de izquierdas a otros tantos que sólo lo fueron en su trabajada y reconstruida imaginación. En cambio «paralelamente se recorta (a veces hasta el doloroso olvido) la lista de quienes, con los distingos de rigor, se han mantenido leales a los valores de la izquierda que defendieron en el pasado».

La visión periodística de la historia tan extendida, el presentismo y la tendencia a convertirlo todo «en espectáculo, en titular o en publicidad» tenían mucho que ver con lo indicado. Era ya evidente para cualquier lector habitual de periódicos y semanarios culturales que la responsabilidad de la hinchazón de aquella nómina y del ninguneo de los otros no correspondía sólo a lo que ya entonces se venía llamando «la caverna». Entre otras publicaciones, también EL PAÍS, el diario donde FFB publicaba su reflexión, tenía su responsabilidad en ello.

Cabía preguntarse en voz alta si en vez de seguir hinchando el globo de los tuis y de los politicastros que se pasaban a la derecha, no sería mejor hacer algo, para honrar a los intelectuales de izquierdas que se habían mantenido leales, sin dogmas, sin fanatismos y sin ismos, por principios poliéticos, y no por cálculos de intereses basados en una supuesta y sofisticada teoría de la decisión racional. Sobre todo, honrando a aquellos que habían seguido trabajando, escribiendo y actuando a favor de «los de abajo», de las personas más explotadas y vulnerables, y sin mayor impacto mediático. Lo que quedaba de aquella izquierda digna de ese nombre «debía mucho a éstos, mujeres y varones», a personas como él, es justo y necesario añadir. «Eran los intelectuales que habían enlazado los ideales social-comunistas o libertarios de la izquierda de ayer con las luchas de hoy en favor de la democracia participativa, de la diversidad en la igualdad, de la economía social ecológicamente fundamentada, de los anhelos de los anónimos a los que un día llamamos pueblo».

Honremos, pues, concluía, lo que estos últimos habían hecho como intelectuales de verdad y reconozcamos el valor de su resistencia ético-política, de paso que debíamos dejar ya de hinchar el globo del transformismo.

Es momento de dibujar algo más el segundo de los objetivos del presente texto: abonar el recuerdo, honrar la memoria, el compromiso, la sabiduría, las múltiples enseñanzas y el gran y poliédrico legado de dos trabajadores intelectuales que lo han sido de verdad, arriesgando como pocos desde una perspectiva comunista democrática en la lucha antifranquista, con las duras consecuencias que eso suele tener, en los tiempos de la (hasta hace poco) Inmaculada transición-transacción y en los posteriores años de abandono, vuelta a casa, revisión y, en casos más que frecuentes, estudiada y bien remunerada ubicación. El actual conseller de Cultura catalán, Ferran Mascarell, es uno de los casos más paradigmáticos [3].

Casi no es necesario explicitar los nombres de estos dos intelectuales-mucho-más-que-intelectuales. Están en la mente y en el recuerdo de todos nosotros. Son los autores de El orden y el tiempo y Leyendo a Gramsci, dos grandes aproximaciones sobre alguien que, como cualquier otro mártir, y tal como ellos dijeron y sintieron, siempre fue «digno de amor». El trabajo capilar que Gramsci propugnó aspiraba a la irrupción de valores alternativos, de una nueva cultura, de un mundo más justo y humanizado. Eso era, de hecho, el marxismo para ambos: otro tipo de hacer intelectual no teoricista, «la conciencia crítica del esfuerzo por crear un nuevo mundo humano» [4].

Notas

[1] Un neologismo brechtiano resultante de las siglas de un juego de palabras sobre «intelectual»: «Tellekt-Ual-In».

[2] A propósito del izquierdismo del joven Lukács, Manuel Sacristán escribía un pasaje de necesario recuerdo en una entrevista de José María Mohedano para Cuadernos para el Dialogo (de 1969, posteriormente recogida en Intervenciones políticas, Icaria, Barcelona, 1985): «[…] [el abandono de poblaciones enteras al hambre en los años veinte del siglo XX en la URSS] sucedía por los años en que el joven Lukács, el joven Marcuse, el joven Korsch y otros jóvenes escritores burgueses deliraban, en su sarampión de pseudomarxismo hiperrevolucionario, acerca de la «acción revolucionaria» instantánea y espiritual y otras gloriosidades semejantes. Mientras tanto, los hombres se morían de hambre y los funcionarios, que al menos tienen esa superioridad sobre los intelectuales burgueses pseudomarxistas, procuraban conseguir algo de trigo para que aguantaran un poco más».

[3] Y el de otros también. Algunos ejemplos: Andreu Mas-Colell, Rafael Grasa, Pedro Arriola, Celia Villalobos,… y así siguiendo.

[4] M. Sacristán, Papeles de filosofía, Barcelona, Icaria, 1984, p. 396.

Fuente original: Con-ciencia social nº19, 2015