En el despacho de la madrileña calle Atocha, número 55, se hallaban el 24 de enero de 1977 siete abogados, un estudiante de derecho y un trabajador represaliado de Telefónica, que laboraba como admnistrativo. A las diez y media de la noche un grupo de pistoleros de ultraderecha irrumpieron en el piso y descerrajaron 30 […]
En el despacho de la madrileña calle Atocha, número 55, se hallaban el 24 de enero de 1977 siete abogados, un estudiante de derecho y un trabajador represaliado de Telefónica, que laboraba como admnistrativo. A las diez y media de la noche un grupo de pistoleros de ultraderecha irrumpieron en el piso y descerrajaron 30 balas, que terminaron con la vida de Luis Javier Benavides, Francisco Javier Sauquillo, Enrique Valdevira, Serafín Holgado y Ángel Rodríguez Leal. Las otras cuatro personas resultaron gravemente heridas. Los abogados trabajaban para los sindicatos ilegales, sobre todo Comisiones Obreras, y también para el PCE y otros partidos de la oposición. Los criminales buscaban esa noche a un dirigente sindical de Comisiones Obreras y cabecilla en la gran huelga de transportes de 1977, Joaquín Navarro, quien se encontraba muy cerca, en el Café Brasilia tomando unas cañas, cuando escuchó el grito de las ambulancias (uno de los asesinos preguntó por «ese de las pecas, andaluz).
Reconstruye este episodio de la Historia Contemporánea de España un libro de 260 páginas, «La Matanza de Atocha», que dos hermanos, periodistas, Jorge M. Reverte e Isabel Martínez Reverte, acaban de publicar en «La esfera de los libros». El año 1977 fue de importantes huelgas en el metal, la construcción y el transporte, pero también de violencia y fuerte agitación política. El mismo día de los asesinatos de Atocha los GRAPO secuestraron al teniente general Emilio Villaescusa, quien ocupó durante el franquismo altísimos cargos en el escalafón militar. Esta organización armada ya secuestró un mes antes al abogado, empresario y político franquista, Antonio María de Oriol Urquijo. El 23 de enero de 1977 un grupo de ultraderechistas asesinó en Madrid al estudiante Arturo Ruiz, cuando participaba en un manifestación a favor de la amnistía. Al día siguiente, en la movilización de protesta por el asesinato del joven, un bote de humo lanzado por agentes policiales terminó con la vida de otra estudiante, María Luz Nájera.
Eran «años de plomo» y tras la escabechina de la calle Atocha el PCE, entonces ilegal, pidió hacerse cargo de la situación al ministro de Gobernación, Martín Villa, y al gobernador civil de Madrid, Juan José Rosón. En un momento en que el gobierno sólo podía fiarse de unos 200 policías, como le dijo la directora de Gabinete de la Presidencia del Gobierno, Carmen Díez de Rivera, al secretario general del PCE, Santiago Carrillo. De las declaraciones de personalidades conservadoras como el Decano del Colegio de Abogados de Madrid y presidente del Consejo General de la Abogacía Española, Antonio Pedrol Rius, podían inferirse las enormes dificultades para que se produjera un juicio con garantías. De hecho, «me río cuando dicen que la Transición fue un juego de niños», apunta la periodista Isabel Martínez Reverte, durante la presentación de «La matanza de Atocha» en la Librería Primado de Valencia. «La instrucción del caso fue penosa». Le correspondió al Juzgado número 1 de la Audiencia Nacional, cuyo titular era un magistrado ultra, Rafael Gómez Chaparro, que procedía del Tribunal de Orden Público (TOP) franquista.
«Fue el juez que más favoreció a los terroristas de extrema derecha», aseveran los autores del libro. Gómez Chaparro archivó anteriormente el «caso Montejurra», pese a la conmoción que generó. Dos personas resultaron asesinadas por grupos de extrema derecha (incluidos mercenarios neofascitas italianos y argentinos) en mayo de 1976, durante la romería carlista que se celebraba en el monte navarro. En la instrucción por los crímenes de Atocha, el magistrado concedió un permiso de fin de semana al ultraderechista Fernando Lerdo de Tejada en abril de 1979, que éste aprovechó para la huida. Nunca fue juzgado, y los delitos de los que se le acusaba prescribieron en 1997. Hoy continúa en paradero desconocido.
Isabel Martínez Reverte, periodista que ha desarrollado su carrera profesional en Televisión Española, recuerda la importancia del juicio, «el primero al que se enfrentaba la extrema derecha en este país». «Sirvió para que mucha gente viera que ya no eran impunes». A finales de febrero de 1980 concluyó el juicio oral contra los acusados. La Audiencia Nacional condenó a los autores materiales, José Fernández Cerrá y Carlos García Juliá, a sendas penas de 193 años de prisión. Sin embargo, el primero salió en libertad condicional tras cumplir 15 años de condena en el penal de Herrera de la Mancha, mientras que García Juliá aprovechó la libertad condicional (también después de pasar 15 años en prisión) y un permiso para irse a vivir a Paraguay. También fueron condenados Francisco Albadalejo Corredera como inductor del crimen (falleció en prisión en 1985); el excombatiente de la División Azul, Leocadio Jiménez Caravaca, quien se benefició de la amnistía de noviembre de 1977; y Gloria Herguedas por encubrimiento y tenencia ilícita de armas.
El libro «La matanza de Atocha» pone el foco en uno de los protagonistas de aquella noche del 24 de enero de 1977, Joaquín Navarro, uno de los dirigentes de la primera huelga del transporte que paralizó el país. En el libro de memorias «Aprendiendo de los trabajadores» desgrana sus vivencias, que ha compartido en la Librería Primado. Estuvo en Francia, en Alemania, trabajó en el sector del transporte de viajeros y se formó como dirigente comunista, un liderazgo que ejerció posteriormente en el PCE y Comisiones Obreras. La camada ultra le buscaba esa noche. En el despacho tenía una especie de cuarto donde recibía a los trabajadores («el chiringuito de Navarro», lo denominaba la abogada Cristina Almeida). En pleno franquismo, «las empresas estaban acostumbradas a no tener problemas», recuerda el sindicalista de Comisiones Obreras. El presidente del Sindicato Vertical de Transportes y Comunicaciones era Vicente García Ribes, procurador en las Cortes franquistas desde 1941. Su hijo, el abogado Juan García Carrés, fue asimismo dirigente del sindicato vertical durante la dictadura. Por su participación en la asonada del 23-F, en la llamada «trama civil», García Carrés fue condenado a dos años de prisión.
Ésta era la nómina con la que tenía que batallar cotidianamente Joaquín Navarro. «Las negociaciones de la época eran muy duras, la gente no tiene ni idea de cómo actuaba la patronal de entonces; no había día que no me enseñaran la pistola», explica Navarro. «Le eligieron como líder destacado para darle un escarmiento», de ahí que los asesinos de Atocha preguntaran por «ese andaluz de las pecas», agrega Isabel Martínez Reverte. «Les molestaba». La periodista y escritora califica la dictadura como «un régimen de corrupción, y en aquel momento veían que se les desmontaba el chiringuito». Sobres, prostitutas… Un sindicato corrupto, que propinaba palizas y negociaba con la pistola encima de la mesa. El secretario del Sindicato Provincial del Transporte de Madrid, Francisco Albadalejo Corredera, fue condenado por su implicación en los asesinatos de Atocha.
«Los abogados que murieron allí no sólo eran laboralistas, se dedicaban al movimiento ciudadano», explica Joaquín Navarro. Ese día tenían una reunión. Terminaban de marcharse los sindicalistas de Comisiones Obreras del Transporte, y los abogados todavía tenían que discutir asuntos urbanísticos y otros relacionados con el movimiento vecinal. Navarro se despidió de ellos deseándoles suerte. En la calle, el sindicalista escuchó la llegada de las ambulancias, subió al despacho y allí se encontró con un charco de sangre. Puede que también buscaran a Ángel Rodríguez Leal, administrativo del despacho y sindicalista previamente depurado de Telefónica. Era otro al que habían mostrado la pistola. La capilla ardiente se instaló en el salón de la Purísima del Colegio de Abogados, en el Palacio de Justicia de Madrid. Miles de personas se aglomeraban en los alrededores el 26 de enero de 1977. «Puños, flores y silencio», titulan los autores el capítulo dedicado al entierro, una manifestación multitudinaria en la que participaron más de cien mil personas. El PCE organizó los funerales. Era, también, un paso largo e imparable hacia su legalización. Una escultura de bronce del pintor Juan Genovés, en la madrileña plaza de Antón Martín, recuerda hoy a los asesinados.
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