Hace unos días la editorial Tierradenadie presentó en el Fòrum de Debats de la Universitat de Valencia el libro «Convocando al fantasma. Novela crítica en la España actual», coordinado por David Becerra Mayor, y en el que se analizan obras específicas o las trayectorias literarias de Rafael Chirbes, Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa, Alfons […]
Hace unos días la editorial Tierradenadie presentó en el Fòrum de Debats de la Universitat de Valencia el libro «Convocando al fantasma. Novela crítica en la España actual», coordinado por David Becerra Mayor, y en el que se analizan obras específicas o las trayectorias literarias de Rafael Chirbes, Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa, Alfons Cervera, Rafael Reig, Elvira Navarro, Fernando Díaz, Eva Fernández, Javier Mestre, Matías Escalera, Fanny Rubio y Juan Francisco Ferré.
En la crónica sobre el evento, realizada por Enric Llopis, se incide en la importancia de este ensayo de 500 páginas por cuanto pone en cuestión «el canon establecido, pero sin plantear un modelo cerrado, [sino que] realmente el ensayo es una invitación al debate». Un libro que trata de responder a la pregunta: «¿Existe acaso y es posible una novela crítica -disidente, contrahegemónica, de oposición- en el capitalismo avanzado, cuando éste muestra su rostro más totalizador?».
Para David Becerra el discurso dominante en la literatura (capitaneado por autores integrados como José Ángel Mañas, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes o Javier Cercas) ha borrado al capitalismo del relato, remitiendo los conflictos de los personajes al terreno de los problemas individuales o a lugares comunes, como el que responsabiliza a los ciudadanos de haber vivido por encima de sus posibilidades. De modo que la literatura antagónica de Rafael Chirbes o Belén Gopegui, por citar solo dos ejemplos, esa novela que cuestiona los fundamentos del poder y que es digna heredera del «realismo social» aparecido en las décadas 50 y 60 del pasado siglo, continúa siendo denostada como entonces. Si hace unos años se decía de estas novelas que estaban mal escritas, porque anteponían las consignas políticas al estilo literario, y dejaron de estudiarse en las universidades, hoy los suplementos literarios de los grandes grupos mediáticos -como «Babelia», de El País- barren contra los escritores «comprometidos» con argumentos parecidos como la pobreza de estilo, la falta de originalidad por los argumentos recurrentes o un supuesto anclaje en la realidad de hace cuatro décadas.
Es cierto, como en su día denunció Chirbes, que «la literatura, y en concreto la novela, se ha convertido en una esclava más del promiscuo harén de los que se conocen como grandes grupos mediáticos». Presentadores de televisión o periodistas estrella se convierten en novelistas, con la misma facilidad que los escritores devienen en asalariados de estos emporios, donde unos y otros publican columnas en sus periódicos, novelas en sus editoriales, o participan como tertulianos en sus emisoras de radio o cadenas de televisión. Que además la crítica, en su papel de revisora del tren de la literatura, vigila para que no se cuelen en los vagones de primera quienes deben ir en tercera de acuerdo a ese sistema de afinidades electivas. Un mecanismo que aparentemente parece dejar la puerta abierta a la lectura bajo la máxima de que todo se puede leer, de que «todo vale» (no estamos en una dictadura que censure textos y autores). Sin embargo, dice Constantino Bértolo, la realidad es que «no todo vale lo mismo, que lo que más vale es lo que más se hace valer, es decir, lo que más se promociona. Entretenerse escondería así su verdadero rostro: la aceptación de los valores dominantes». En otras épocas, los regímenes totalitarios contaban con los mecanismos necesarios para prohibir o impedir la difusión de determinados escritos, con mayor o menor éxito. Ahora el poderoso e impersonal mercado se encarga de proyectar el consenso literario sobre los escaparates de los medios hegemónicos. Lo que Bértolo denomina la inteligencia mercantil: la industria del ocio y sus servicios adyacentes. Detrás de una presunta calidad literaria, o estilos preferidos por los lectores, se ejerce una criba ideológica que se ajusta al proyecto social, económico y político que persigue la globalización neoliberal. Al tiempo que se ensalza a determinados autores y se imponen ciertas modas, se van eliminando espacios de debate, como la universidad, y se margina a cuantos se mueven fuera de los límites del canon. Prestigio y ventas, parecen ser los vectores de un buen escritor.
En medio de ese lodazal, el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum nos dice que el capitalismo ha convertido a la literatura en una simple niñera que se ocupa de los adultos cuando salen del trabajo. La lectura como entretenimiento supone o bien un abandono de nuestros quehaceres, o bien un divertimento para hacer más llevadera nuestra existencia o recrear nuestro ánimo. De lo que se desprende, en palabras de Bértolo, «que quienes, por mor de entretenimiento, nos incitan a la lectura, o bien quieren que dejemos de hacer aquello que tenemos que hacer, o bien, conscientes de algún descontento que nos atenaza, desean que satisfagamos nuestra carencia con un sucedáneo: la lectura, fomentando así la irresponsabilidad y el autoengaño».
Esta perspectiva nos enfrenta a un problema añadido el autor como marca y la novela como espectáculo constituyen en manos de los grandes grupos el inicio de una campaña, de un bombardeo mediático, con el que se dirige la lectura hacia los códigos establecidos por el poder. El acto de leer se circunscribe entonces al ámbito privado y personal de ocio y consumo. Cada vez son menos los lectores que consiguen escapar de esa espiral, quedando la mayoría atrapados en los gustos dictados por la industria, al igual que les ocurre a los jóvenes novelistas que, habiendo perdido el interés por la tradición literaria, desprecian en la misma medida que desconocen el pasado de su lengua.
El debate, por tanto, no se limita a denunciar el papel censor del mercado editorial, sino a ofrecer alternativas para escritores y lectores que rompan el círculo infernal en el que nos encontramos. Una de ellas, enunciada por Bértolo hace ya unos años, propone una visión de la lectura como un acto colectivo al que solo la comunidad puede otorgar sentido, y para lo cual las bibliotecas pueden jugar un importante papel, convirtiéndose en «espacios de lectura compartida, a medio camino entre la lectura colectiva (en voz alta) y la lectura privada. Espacio para el intercambio crítico de los juicios y gustos privados».
¿Qué futuro nos espera sin alternativas? Seguramente seamos capaces de plantear otras muchas.
Antonio Cuesta es coordinador de la editorial Dyskolo
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