Dos cuestiones son fundamentales para desarrollar un proyecto de cambio sustancial: la caracterización del poder político y la conformación del sujeto de cambio. De ello dependen las estrategias transformadoras, su consistencia práctica y sus bases teóricas. En primer lugar, hay que partir del reconocimiento del carácter doble (o triple) del Estado democrático europeo: a) instrumento […]
Dos cuestiones son fundamentales para desarrollar un proyecto de cambio sustancial: la caracterización del poder político y la conformación del sujeto de cambio. De ello dependen las estrategias transformadoras, su consistencia práctica y sus bases teóricas.
En primer lugar, hay que partir del reconocimiento del carácter doble (o triple) del Estado democrático europeo: a) instrumento de dominación de una oligarquía económico-financiera e institucional y garantía de la reproducción de su poder y la desigualdad; b) mecanismo de protección y bienestar social con las prestaciones y servicios públicos y expresión de cierto equilibrio social e intergeneracional, junto con instituciones y cauces representativos; entre medio, c) aparato de administración, regulación y gestión más o menos neutras, incluida la seguridad colectiva de la población. A ello hay que añadir, en el conjunto del marco institucional europeo, una mayor autonomía del poder económico-financiero e institucional, representado por Merkel y el Gobierno alemán, con la imposición de una estrategia liberal-conservadora, el debilitamiento de las garantías democráticas y sociales y la cristalización de dinámicas disgregadoras y de subordinación de las capas populares, sobre todo en los países más débiles del sur.
El llamado Estado de bienestar europeo o social y de derecho era el resultado del equilibrio, desigual pero estable, en el conflicto social y político entre las tendencias liberal-conservadoras y las progresistas y de izquierda, en la segunda posguerra mundial. Como se sabe, en cada Estado, especialmente en el sur europeo (por no hablar de la desigualdad mundial), la última característica, social y democrática, se debilita en detrimento de la primera, el poder oligárquico regresivo. En el ámbito europeo (y mundial), asistimos a un intento de consolidación del bloque de poder liberal-conservador con unas democracias débiles y un retroceso de los derechos sociales y democráticos. Esa involución es doble: socioeconómica y democrática-institucional.
En definitiva, los Estados y el poder político tienen un carácter doble: por un lado, el componente democrático-representativo, incluso el social (con instituciones de protección y bienestar social); por otro lado, su papel como instrumento de poder, dominación y control… de las élites dominantes. La ciudadanía, sus libertades y derechos, y las Constituciones están mediatizados por esa desigualdad de poder. Es un campo fundamental de la lucha política, no solo de la economía o la ideología, como tienden a expresar las posiciones deterministas o idealistas.
Por tanto, es unilateral la idea de no valorar al Estado (en la sociedad y la economía capitalista) como ambivalente, aunque sea democrático, social y de derecho. La posición defensora de su neutralidad es de raíz liberal. La consecuencia es que podría ser utilizado, por igual, por las fuerzas dominantes y por las alternativas. Así, se infravalora la conformación de un sujeto popular de cambio, con autonomía y relación conflictiva con el poder real. El problema es que el conflicto principalmente estaría en las relaciones económicas (y la cultura), no en las estructuras político-institucionales que serían ‘vacías’ o neutras para utilizar por los distintos agentes. Desde luego, las estructuras de poder local (ayuntamientos…) o de gestión social (servicios públicos…) son más maleables; sin embargo, las grandes instituciones (Gobierno central -alta burocracia y fuerzas de seguridad-, la Troika y el Consejo europeo o el G-20) están muy imbricadas y controladas por los ‘poderosos’.
Pero, en segundo lugar, la política (alternativa) no es exclusivamente gestión institucional neutra sino utilización de los recursos e instituciones en favor de las mayorías sociales y, sobre todo, empoderamiento de la ciudadanía, construcción de sujeto popular para condicionar al Estado y, al mismo tiempo, transformarlo. La representación popular y cívica debe aspirar a los dos componentes: mejorar la situación inmediata de la gente, y garantizar el avance de fondo a medio y largo plazo. Se puede utilizar la convencional expresión democrática ‘desde dentro y desde fuera del Estado’, o si se quiere, desde las instituciones políticas y representativas y desde la ‘calle’ o el tejido asociativo autónomo constituido en la propia sociedad. La sociedad, en gran medida, está institucionalizada, pero hay que distinguir el núcleo de poder oligárquico a cuestionar. El poder no solo es económico, las élites ‘dominantes’ también controlan el poder político-institucional (y el cultural-mediático). La tarea alternativa es la trasformación profunda económica y del ‘poder’ institucional, eso sí, conformando amplios electorados críticos y con instrumentos democráticos.
La apuesta por la utilización de las instituciones es funcional con el proceso electoral actual de convertir el movimiento de protesta en electorado indignado y la constitución de una nueva élite representativa y política (Unidos Podemos y los aliados y confluencias), reforzando su gestión institucional y/o desde las instituciones parlamentarias. Era necesario y positivo este proceso complementario de representación institucional del movimiento popular y el conjunto de bases sociales indignadas. Todo ello frente a las tendencias ‘movimentistas’ que infravaloraban esta función básica de la gestión política e institucional. Y también frente a ideas ‘extremistas’ o anti-institucionales, bien desde un pensamiento embellecedor de las potencialidades populares o de cierto marxismo ‘revolucionario’ y su consideración del Estado como Estado ‘burgués’ a destruir por la alternativa de los ‘soviets’, la ‘comuna’ o el ‘empoderamiento individual sin Estado’…
Sin embargo, de esa crítica justa al izquierdismo e idealismo no se puede pasar al embellecimiento del actual Estado y la actividad institucional o, lo que es lo mismo, a la infravaloración de la tarea de la activación popular, con esa combinación que desde décadas tienen los movimientos sociales: activación cívica y presión desde fuera del poder y presencia institucional (incluso con las fórmulas sindicales de cogestión o concertación social).
Hay que superar el determinismo, y también la simple separación de esferas: capitalismo (relaciones económicas de dominación) e instituciones-cultura (Ilustración-Estado de Derecho), a utilizar por la ciudadanía. El análisis de su interacción debe ser concreto. Son fundamentales y positivos muchos aspectos de la Ilustración -incluso del liberalismo político- (por ejemplo, las clásicas libertad, igualdad y solidaridad, aparte de la democracia y el laicismo…). Pero el significado de la heterogénea tradición de la Ilustración es, cuando menos, contradictoria respecto del desarrollo capitalista y la construcción del nuevo Estado liberal o representativo del siglo XIX: tiene puntos de conexión con el poder económico capitalista, aunque también admitan avances sociales y democráticos derivados de las luchas populares (y tuviese el componente antiautoritario frente al Antiguo Régimen). La Ilustración y el derecho también dan prioridad a la propiedad privada, al orden social y económico con subordinación de las mayorías ciudadanas, a la ‘estabilidad política’ y la responsabilidad de ‘Estado’. O sea, son ambivalentes desde el punto de vista de un proyecto igualitario-emancipador.
Por ello, tal como explica otro autor de referencia, Viçens Navarro, insisto en su reforma sustantiva y la ‘democratización’ del Estado, rehuyendo de formulaciones tajantes e irrealistas como la de ‘crisis orgánica del Régimen’ que puede dar la impresión falsa de un hundimiento inminente y generalizado de la estructura de poder dominante. Se puede hablar de ‘crisis’, incluso se puede denominar como ‘sistémica’, ya que afecta a los campos social, económico e institucional. Pero en una acepción del concepto crisis no como derrumbe del sistema o el Régimen, sino como su dificultad para cumplir sus funciones básicas y posibilidad de cambio, en la medida de que se constituyen fuerzas transformadoras.
En realidad, ante la amplia y profunda deslegitimación de la clase política gobernante, por sus políticas regresivas y autoritarias, lo que se ha producido de momento es, sobre todo, la transformación de la representación política con la expresión institucional de las nuevas fuerzas del cambio. La ‘ventana de oportunidad’ no hay que interpretarla de forma determinista por la apertura o cierre del poder, sino como reequilibrio de fuerzas que abre nuevos procesos transformadores. Es una relación comparativa entre poder continuista y fuerzas del cambio y, por tanto, cambiante.
En definitiva, el nuevo republicanismo institucional es una actualización de un fenómeno que se produjo a finales de los años setenta por el eurocomunismo (enfrentado parcialmente al bloque soviético) y desde finales del siglo XIX por la socialdemocracia en diferentes momentos, con su tesis de la neutralidad del Estado y la incorporación plena a las instituciones políticas y parlamentarias del movimiento ‘obrero’ o popular, con un papel subsidiario.
A pesar de sus limitaciones, las aportaciones de Gramsci sobre la hegemonía cultural y política de las fuerzas populares, que Fernández Liria destaca, podría equilibrar esa tendencia economicista e institucionalista a la vez. Pero, sobre todo, exige un nuevo enfoque sobre el poder y su transformación, tal como refleja esta cita suya: Sin asegurarse el monopolio del ejercicio de la violencia, la democracia no tiene ninguna posibilidad de hacerse oír (El marxismo hoy. La herencia de Gramsci y Althusser, 2015: 116).
La dirección de Podemos y sus alianzas se ha legitimado por la construcción de una nueva y amplia representación político-institucional, a partir de un movimiento popular externo y crítico con la clase gobernante y con demandas a las instituciones políticas y económicas. Una vez acabado este ciclo electoral y si, como parece, no consigue conformar un Gobierno alternativo de progreso, se pondrá en primer plano la necesidad de una estrategia de activación cívica y su combinación con la acción política desde las instituciones representativas (parlamentos) y la experiencia gestora en otras instituciones locales y socioculturales. Es decir, desde fuera del gran poder político-institucional y gestor (más si contemplamos el contexto europeo y mundial) y como condicionamiento a las instituciones. Para ello habrá que reforzar la dimensión democrática o republicana y el carácter social progresivo, en favor de las mayorías populares.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid (autor de Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos. UOC).
@antonioantonUAM
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