El encierro de más de 500 migrantes en la cárcel de Archidona es solo una muestra más de la caótica actuación del Gobierno, que se niega a emprender los cambios reclamados por las oenegés y los organismos internacionales
El traslado a la cárcel malagueña de Archidona de 532 personas que llegaron en patera a las costas de Cartagena obliga a revisar en retrospectiva la política migratoria del Gobierno español durante 2017. Un año en el que las cifras de migrantes se han situado a niveles de 2006. Los problemas, si se desatienden y se enquistan, acaban revelándose a través de imágenes drásticas. La estampa de los migrantes encarcelados en un penal ofrece varias lecturas. Por un lado, la incapacidad del Ejecutivo para gestionar el aumento del flujo migratorio, y también el desinterés por hacerlo: diversas organizaciones internacionales habían advertido a España de este repunte. Por otra parte, la cárcel malagueña supone la confirmación de una realidad, que es, a la vez, ideología: las condiciones arquitectónicas y organizacionales que el Gobierno considera óptimas para alojar a los inmigrantes sólo se pueden implementar dentro de una prisión.
Hace unos días, el ministro Juan Ignacio Zoido remató la polémica: «Archidona tiene mejores condiciones que cualquier CIE», dijo. Una defensa que, en realidad, esconde una confesión: el Gobierno asume las pésimas condiciones de los CIE y aun así sigue soslayándolas. ¿Es dejación, pereza o se trata de una voluntad política concreta? Las oenegés observan, alarmadas, las malas condiciones de recepción de las pateras, de asistencia y de acogida; critican la improvisación, la vulneración de derechos fundamentales y la cocción de un caldo de cultivo que redundará en un mayor rechazo de los migrantes por parte de la ciudadanía. Es el primer paso para que cualquier intento de abrir vías legales para la inmigración o de aplicar procedimientos de acogida más integradores sea tildado de irresponsable y sea, por tanto, condenado políticamente.
Quizás la emergencia humanitaria no era evitable, pero sí el caos y el hecho de que la administración haya quedado sobrepasada. Ya en abril, Cruz Roja auguró que las llegadas de pateras irían a más a lo largo del año e indicó que centros de refugiados como el de Puente Genil estaban a punto del colapso. En agosto, un informe del Centro Europeo contra el Tráfico Ilícito de Migrantes de Europol advertía de que la ruta española crecía mientras la italiana y la griega se detenían como resultado del tratado de la Unión Europea con Turquía. Estos nuevos trayectos implicaban importantes riesgos. Son rutas complicadas: la de Larache (Marruecos) a Cádiz requiere 16 horas de viaje. También en agosto, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) alertó: si el número seguía creciendo, España podía encontrarse con una gran emergencia. Esta misma organización, a día 22 de noviembre, sitúa en 19.141 las llegadas por la ruta del Mediterráneo oeste. En el mismo periodo de 2016, en cambio, habían tocado las costas españolas sólo 5.445 migrantes. La respuesta al incremento se encuentra girando la mirada hacia el este: la ruta italiana ha pasado, en ese mismo periodo, de las 168.578 llegadas de 2016 a las 114.673 de 2017; la ruta griega baja de 171.463 a 26.167 personas.
Al otro lado del Mediterráneo
Los movimientos migratorios se llaman flujos porque actúan como fluidos, como líquidos: si se tapona una parte, se expanden hacia otra y siempre acaban encontrando la salida, por compleja que sea. Por eso, ahora las embarcaciones recorren trayectos que van de Argelia hasta Murcia o Baleares. Desde Marruecos, Helena Maleno, investigadora experta en migraciones, trata de seres humanos y miembro del colectivo Caminando Fronteras, observa la evolución de este fluido en el norte de África. «En los primeros seis meses del año ha habido un aumento de magrebíes que salen desde Marruecos como no se veía desde hace cinco años: la mayoría por la vía del Estrecho, pero también desde Nador o Alhucemas», apunta. Son hombres jóvenes en su mayoría, muchos menores de 18 años. «Huían de la represión en el norte de Marruecos relacionada con el conflicto del Rif y de un empobrecimiento cada vez mayor de las clases populares», explica. Los productos básicos se han encarecido hasta la desesperación: en la región de Esauira murieron 15 personas en una avalancha durante un reparto de comida. Además, ante los problemas en el Rif, Rabat ha desplazado a parte de los efectivos policiales que vigilaban la frontera. Al mismo tiempo, desde la costa de Argelia parten las pateras que acaban en Murcia, Cartagena y Baleares. Los viajeros son mayoritariamente argelinos, según Maleno, y no personas en tránsito de países subsaharianos: «Huyen de la represión de otras etnias como los bereberes, y del empobrecimiento», anota.
Ha habido otros movimientos. Otras compuertas que se han ido cerrando y desplazando el flujo. Con el acuerdo entre Libia e Italia, el país africano se comprometió a blindar su frontera sur y evitar que se empleara su territorio como lugar de tránsito y lanzadera hacia Europa. La investigadora de Caminando Fronteras no ha detectado, por el momento, un trasvase hacia la ruta española de las personas que viajaban por la parte libia: «Las nacionalidades que iban por la ruta libia no son las mismas que las de aquí», señala, pero no descarta que ocurra en los próximos meses. Sí ha notado, en cambio, que personas que se cansaban de esperar en Argelia o Marruecos y se marchaban a la ruta libia, ahora han descartado aquella como una opción rápida. El resultado son varias vías en funcionamiento cuyo destino final es la Península Ibérica: Orán, Nador, Alhucemas, Tánger o Larache. El resultado, también, son 19.141 personas que han logrado atravesar el mar más mortífero del planeta hasta tocar suelo español este año, y 161 que han perecido en el intento.
¿Debería estar España sobrepasada?
Pese a la coyuntura geopolítica que empuja a los migrantes a tomar el camino del Mediterráneo occidental, España continúa lejos de las cifras de Italia y Grecia. No obstante, se aborda el asunto con una estrategia discursiva que abona la idea de la invasión. Carlos Arce, portavoz de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (APDHA), opina que España sigue siendo una «zona residual». «Las cifras son muy bajas y cualquier movimiento provoca una diferencia porcentual importante», y esto, añade Arce, abre la puerta a articular retóricas alarmistas. La ausencia de planificación y la escasísima dotación de recursos para afrontar la asistencia y la acogida de los migrantes obligan a la improvisación y generan una imagen de caos y de emergencia que, a su vez, sirve para justificar medidas más duras contra la inmigración, para instalar en la ciudadanía una sensación de incertidumbre y alarma, y para esbozar un culpable: el inmigrante irregular. Gracias a esta pócima, la ultraderecha europea está nutriéndose de apoyos. Habiendo un chivo expiatorio, el caos acaba favoreciendo –a la hora de componer el mensaje– al mismo causante de ese caos. El Estado se coloca en el lugar de víctima y pide protección -es decir, votos- y apoyo a los ciudadanos.
A pesar de las advertencias de los organismos internacionales, explica Arce, España no estaba preparada para gestionar a 500 personas como en el caso de Murcia: «No se puede entender que se desborde el Estado y tenga que sacarse decisiones de la manga que acaban vulnerando derechos fundamentales». Las vulneraciones comienzan desde la llegada a puerto. En el caso de los 500 de Cartagena, como recuerda Juan Guirado, portavoz de Convivir sin Racismo, se encontraron sin un apoyo legal válido. «Había siete abogados de oficio. No llegó a cinco minutos el tiempo que dedicaron a cada uno. ¿Así puede asistir legalmente con garantías?», pregunta. El Gobierno tampoco puede acogerse en este caso a la excusa de lo imprevisible. Guirado explica que no se quiere reconocer una ruta (Murcia, Almería y Alicante) que su asociación lleva documentando siete años. En consecuencia, no existen mecanismos de acogida integrados: «No hay medios, protocolos ni organización».
Las repercusiones de una política que niega el problema –y, de forma colateral, lo endurece– se han visto en distintos puntos del país durante este año. Son las imágenes del descontrol. El 11 de noviembre llegaron al puerto de Málaga tres pateras con 157 personas a bordo. No había dónde atenderlas y se habilitó el pabellón de Ciudad Jardín como albergue de emergencia. Esta primera asistencia básica, en puerto, la cubre Cruz Roja. Después, según el procedimiento habitual, la Policía Nacional debe encargarse de ellos, pero no lo hicieron. Las oenegés recibieron el mensaje de que estas personas habían quedado en la calle, abrigados con las mantas de Cruz Roja. Cuenta Arantxa Triguero, de Málaga Acoge, que se tuvieron que movilizar, llamando al Ayuntamiento, para buscarles algún lugar en el que alojarse: «Estas personas han hecho un trayecto bastante traumático hasta llegar aquí y después los dejan en la calle», se queja.
El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) exigió un plan coherente a España la semana pasada. No hay recursos humanos ni materiales ni planes para asistir a los refugiados en la demanda de asilo (recordatorio: el Ejecutivo cumplió sólo con el 11% de la cuota de acogida que le correspondía: estos dos datos, vinculados, sugieren que no se trata de dejación, sino de una política activa e intencionada). El organismo acusó a España de no habilitar lugares para hacer el primer reconocimiento y tildó de «horrible» el estado de los calabozos. Calabozos llenos. CIE atascados y en condiciones deplorables. Y el Estado, en vez de diseñar una política realista, pone parches y bordea la legalidad, por ejemplo, dispersando a los migrantes, al margen de su voluntad, después de que un juez haya decretado su libertad.
«Si los grupos son grandes, para no dejarlos concentrados en el mismo sitio, los reparten», anota Noelia Martínez, abogada de Murcia Acoge. A veces, se les traslada a centros de acogida, pero en muchas ocasiones, simplemente, «se hace por descentralizar el problema». El criterio es alejarlos entre sí, sin más. Los cogen y los sueltan en localidades diferentes. Sin embargo, ¿es legal alargar la detención de una persona después de que se decrete su libertad? «Jurídicamente, eso no está contemplado en ningún sitio», responde la abogada, «y el problema es que no somos capaces de saber qué criterio están usando en cada momento».
El victimismo del Estado
El Estado se erige como víctima de un ataque sorpresivo y, para ello, se envuelve en un caparazón léxico y retórico: «asalto a vallas», «inmigrantes ilegales», «irregulares», «oleadas masivas», «efecto llamada». Estas formulaciones las emplea el Gobierno, pero también Ciudadanos, que, tanto en el conflicto catalán como en este caso, construye su proyecto político espoleando y profundizando prejuicios arraigados en la sociedad española.
Pero si un discurso que criminaliza quiere ser comprado por la ciudadanía y por los medios de un país democrático, debe ofrecer una contraparte que dé la idea de una actitud benefactora por parte del Gobierno. Interior ha anunciado un nuevo modelo de CIE y usa unas imágenes que, según critica Caminando Fronteras, parecen estar promocionando un resort. Las palabras importan en el caso de la inmigración porque crean opinión y deciden elecciones. Por eso, la cárcel de Archidona es la única cárcel del mundo que no tiene celdas, sino «habitaciones». El Gobierno ha rebautizado temporalmente el penal. Ahora, dicen, es un CIE. Según la ley que regula el funcionamiento de estos centros (en su artículo 1.2), no pueden tener carácter penitenciario. De modo que, desde Interior, en vez de cumplir la norma, cambian las palabras. En cambio, como denuncian las oenegés, en Archidona siguen pautas carcelarias. Y no solo aquí, también en los propios CIE.
Más carencias. El programa de acogida de emergencia del Gobierno, como denuncia Sergio Barciela desde Cáritas, no soluciona el problema, sólo lo prorroga. «Solo cubre tres meses, estas personas se quedan luego en la calle, sin una respuesta. El proceso habilitado para poder determinar qué hacer con ellos es insuficiente, deficitario y carente de unas garantías mínimas», analiza. El 14% de las intervenciones de Cáritas se centran en personas de fuera de la UE que han quedado en situación irregular y tienen problemas para acceder a un puesto de trabajo y a un hogar. La cifra, señala Barciela, llega a los 82.000.
La política migratoria española falla porque se construye a espaldas de la realidad. Así lo ve Carlos Arce, de APDHA: «Se establece sobre premisas que son falsas: que todo el mundo quiere venir a España y que todos se van a quedar aunque estén en la miseria». En primer lugar, España es un país de tránsito para los migrantes que llegan en patera: «Dentro de las diez primeras comunidades extranjeras que viven aquí, ninguna proviene de países subsaharianos», desarrolla.
Lo realista sería admitir el carácter de autorregulación de los flujos migratorios y, en consecuencia, abrir vías de acceso legales y seguras. «España, aun teniendo una normativa muy agresiva con la inmigración, es un ejemplo de cómo la inmigración evoluciona de manera natural», argumenta Arce. Tras las numerosas llegadas con el boom del ladrillo, estalló la crisis: «Las personas que habían venido aguantaron dos años, periodo que coincide con las prestaciones sociales vinculadas al empleo; cuando pasó ese tiempo, España empezó a perder población. Se fueron solos, no porque los echaran».
Ante las últimas llegadas a la región de Murcia, el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, ha tomado dos decisiones: abrir una cárcel y convocar a la embajadora de Argelia para exigirle más control en sus costas. En ninguna de las dos existe un gramo de autocrítica. El problema es argelino, no español. El flujo migratorio en la ruta del Mediterráneo occidental seguirá creciendo, pero el Gobierno no parece dispuesto a emprender los cambios que reclaman las oenegés y los organismos internacionales. Por un puñado de votos.
Esteban Ordóñez es periodista, creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
@estebanOrdnz