Utilizamos a los animales como ideas para ampliar aspectos de nosotros mismos y los convertimos en refugios para cosas que sentimos y que a menudo no podemos expresar. Sin embargo, quizá el mayor consuelo está en saber que las vidas de los animales no se trata de nosotros en absoluto. Hace mucho tiempo, cuando tenía […]
Utilizamos a los animales como ideas para ampliar aspectos de nosotros mismos y los convertimos en refugios para cosas que sentimos y que a menudo no podemos expresar. Sin embargo, quizá el mayor consuelo está en saber que las vidas de los animales no se trata de nosotros en absoluto.
Hace mucho tiempo, cuando tenía nueve o diez años, escribí un ensayo en la escuela sobre qué quería ser de grande: «Seré un artista y tendré una nutria como mascota», anuncié con confianza, antes de añadir: «Siempre y cuando la nutria esté feliz». Cuando mi profesor me regresó mi cuaderno de ejercicios, había escrito un comentario: «Pero ¿cómo podrías saber si una nutria es feliz?». Me indigné. Sin duda, pensé, las nutrias estarían contentas si tuvieran un lugar suave para dormir, pudieran jugar, ir a explorar, tener una amiga (que sería yo) y nadar en los ríos para cazar peces. Los peces eran mi única concesión a la noción de que las necesidades de una nutria podrían no coincidir con las mías. Nunca se me ocurrió que podría no entender las cosas que querría una nutria o no comprender gran parte de lo que podría ser una nutria. Creí que los animales simplemente eran como yo.
Era una niña extraña y solitaria con una compulsión temprana y omnipresente de buscar criaturas salvajes. Quizá esto tenía que ver con perder a mi gemela en el nacimiento: era una niña pequeña que quería la mitad que le faltaba, sin saber lo que buscaba. Volteaba rocas para encontrar ciempiés y hormigas, seguía a las mariposas entre las flores, yacía boca abajo en los prados respirando el perfume de las raíces y la descomposición, hipnotizada por la visión de minúsculos insectos del tamaño de los signos de puntuación mientras seguían su laborioso camino atravesando la hierba. Examiné detenidamente guías de campo tratando de aprenderme los nombres de todas esas criaturas… me parecía lo más educado, como saber los nombres de mis compañeros de clase en la escuela. Vista de cerca, la profusión de vida en unos cuantos metros cuadrados de vegetación me asombraba; cambió radicalmente mi sentido de la escala y amplió mi mundo más allá de los modestos conocimientos del salón de clases y mi hogar.
Llegué a sentir que las criaturas que conocía en los campos y bosques alrededor de mi casa eran como una familia secreta, aunque pasé mucho tiempo persiguiéndolos y atrapándolos sin pensar mucho en cómo los hacía sentir eso. No solo estaba averiguando cómo lucían los animales, sino que también probaba mi capacidad de navegar ese espacio peligroso entre el daño y el cuidado que consistía, por una parte, en entender cuánto poder llegaba a tener sobre las cosas y, por la otra, cuánto poder tenía sobre mí misma, sabiendo que podría lastimarlos fácilmente. En casa tenía insectos y anfibios guardados en una creciente colección de acuarios de vidrio y viveros dispuestos en los estantes de los dormitorios y las ventanas. Más tarde se les unieron un cuervo huérfano, un gavilán herido, un cachorro de tejón y un nido de pardillos que se quedaron sin hogar a causa de la poda de un vecino. Cuidar de todas estas especies me enseñó mucho sobre la cría de animales, pero en retrospectiva mis motivos eran egoístas. Rescatar animales me hizo sentir bien conmigo misma; rodeada de ellos, me sentía menos sola.
Mis padres aceptaban maravillosamente estas excentricidades, y soportaban con gracia el que hubiera semillas esparcidas por la cocina y excrementos de ave en la sala. Pero las cosas no eran tan fáciles en la escuela. En términos de la psicología del desarrollo, la cognición social no era mi fuerte. Una mañana dejé la cancha en medio de un partido de baloncesto para identificar el llamado de algunas aves cercanas, y me desconcertó la rabia que esto indujo en mi equipo. Cosas como esa seguían pasando. No era buena con los equipos. Ni las reglas ni cualquiera de los chistes y complicadas lealtades de mis compañeros. Como era de esperar, los demás me molestaban. Para suavizar esta creciente y mordaz sensación de diferencia con mis compañeros, comencé a usar a los animales para desaparecer. Concentrándome lo suficiente en los insectos o poniéndome binoculares en los ojos para ver las aves silvestres de cerca, descubrí que podía trasladarme a otra realidad. Este método de refugiarme de las dificultades fue una característica permanente de mi infancia.
Pensé que había puesto fin a ese hábito conforme llegaba a mis 30 años. Había sido halconera durante muchos años, lo cual sorprendentemente me enseñó mucho sobre la inteligencia emocional. Me enseñó a pensar con claridad en las consecuencias de mis acciones, a comprender la importancia del refuerzo positivo y la amabilidad para intercambiar confianza, para saber exactamente cuándo se había cansado un halcón o cuándo prefería estar solo. Y, sobre todo, para entender que el otro integrante en una relación podría ver una situación de manera distinta o podría estar en desacuerdo conmigo por sus propias buenas razones. Estas fueron lecciones sobre el respeto, el poder y otras mentes que, me da vergüenza confesar, tardé demasiado en aplicar con la gente. Las aprendí primero de las aves.
Cuando tenía 37 años, murió mi padre y de repente olvidé todas esas lecciones. Quería ser tan feroz e inhumana como un azor. Así que viví con uno. Cuando lo observaba ascender y cazar en las laderas cercanas a mi casa, me identifiqué tan de cerca con las cualidades que vi en el ave que me olvidé de mi pesar. Pero también olvidé cómo ser una persona y caí en una profunda depresión. Un halcón resultó ser un modelo terrible para vivir como ser humano. Una vez más, había intentado escapar de la dificultad emocional llenando mi mente con una criatura. Fue un fracaso, un error que reveló en retrospectiva la lección más profunda que los animales me han enseñado: con qué facilidad e inconsciencia vemos otras vidas como espejos de la nuestra.
Los animales no existen para enseñarnos cosas, pero eso es lo que siempre han hecho, y gran parte de lo que nos enseñan es lo que creemos saber acerca de nosotros mismos. El propósito de los animales en los bestiarios medievales, por ejemplo, era darnos lecciones sobre cómo vivir. No conozco a nadie que ahora piense en los pelícanos como modelos del autosacrificio cristiano, o en los acoplamientos imaginados de víboras y peces lampreas como una exhortación alegórica para que las esposas se enfrenten a maridos desagradables.
Pero nuestras mentes todavía trabajan como bestiarios. Nos emocionamos ante la noción de que podríamos ser tan salvajes como un halcón o una comadreja, y tener la ferocidad interior de ir tras las cosas que queremos; nos reímos de los videos de animales que nos hacen anhelar una vida tan alegre como la de un cordero que salta. Una fotografía de la última paloma mensajera hace palpable la pena y el miedo de nuestra propia extinción inimaginable. Utilizamos a los animales como ideas para extender y ampliar aspectos de nosotros mismos, y los convertimos en refugios simples y seguros para cosas que sentimos y que a menudo no podemos expresar.
Ninguno de nosotros ve a los animales con claridad. Nos han influido demasiado las historias que les hemos asignado. Toparnos con ellos es un encuentro con todo lo que has aprendido sobre ellos, desde avistamientos anteriores en libros, imágenes y conversaciones. Incluso los estudios científicos rigurosos han hecho preguntas sobre los animales de una manera que refleja nuestras preocupaciones humanas. A finales de la década de 1930, por ejemplo, cuando los etólogos holandeses y austriacos Niko Tinbergen y Konrad Lorenz remolcaron modelos que lucían como halcones volando por encima de unos polluelos de pavo, estaban tratando de probar que estos pájaros nacían con una imagen fija de un ave de rapiña voladora en sus mentes que los obligaba a congelarse de terror. Aunque investigaciones posteriores han sugerido que es muy probable que los pavos jóvenes realmente aprendan a qué le deben temer a partir de otros pavos, el experimento previo todavía es valioso por lo que dice sobre los temores humanos. A mí me parece que estaba moldeado por las inquietudes históricas de una Europa por primera vez amenazada por la guerra aérea a gran escala, cuando se hacían declaraciones de que «el bombardero siempre pasará», sin importar cuán estrecha sea la defensa nacional.
Conocer ese fragmento de la historia y saber que los polluelos de pavo domesticados se congelan de miedo cuando los halcones vuelan por encima de ellos los convierte en criaturas más complicadas que dejan de ser solo aves de corral o carne lista para el horno. Cuanto más tiempo dedicamos a investigar, observar e interactuar con los animales, más cambian las historias que relacionamos con ellos y se hacen relatos más complejos que pueden alterar no solo lo que piensas del animal, sino también quién eres. Mi noción de hogar se ha ampliado al pensar en lo que ese concepto podría significar para un tiburón nodriza o una golondrina; mi noción de familia cambió después de conocer los sistemas de cría de pájaros carpinteros: varios machos y hembras crían juntos un nido. Las vidas diversas de las criaturas me hacen sentir que no hay una sola manera correcta de expresar preocupación, de sentir lealtad, de amar el lugar en el que vivimos ni una forma única de moverse por el mundo.
No puedes saber cómo es ser un murciélago tan solo con cerrar los ojos a imaginar tener alas membranosas mientras buscas tu camino a través de la oscuridad escuchando tu propio eco, que te responde a partir de las formas que te rodean. Como el filósofo Thomas Nagel explicó, la única manera de saber cómo es ser un murciélago es ser murciélago. Pero ¿y la imaginación? ¿El intento? Eso es algo bueno e importante.
Te obliga a pensar en lo que no sabes acerca de la criatura: qué come, dónde vive, cómo se comunica con los demás. El esfuerzo genera preguntas no solo acerca de cómo ser un murciélago es diferente, sino de lo diferente que puede ser el mundo para un murciélago. Pues lo que un animal necesita o aprecia de un lugar no siempre es lo que necesitamos, apreciamos o incluso notamos. Los ciervos de Muntjac se han comido el matorral donde los ruiseñores una vez anidaron en los bosques cerca de mi hogar, y ahora esos pájaros se han ido. Lo que para mi ojo humano es un lugar de belleza natural, para un ruiseñor es algo parecido a un desierto. Tal vez por eso me impacienta el argumento de que deberíamos valorar los lugares naturales por sus beneficios terapéuticos. Es verdad que el caminar un rato en un bosque puede ser beneficioso para nuestra salud mental. Pero valorar un bosque debido a eso tergiversa qué son los bosques. No están allí solo para nosotros.
Durante algunas semanas, he estado preocupada por la salud de mi familia y mis amigos. Hoy he mirado la pantalla de una computadora durante horas. Me duelen los ojos. El corazón también. Con la necesidad de respirar aire fresco, me senté en el escalón de mi puerta trasera abierta y vi una graja, una especie sociable de cuervo europeo, que vuela hacia mi casa a través del aire gris de la tarde. Recurrí al truco que aprendí cuando era niña, y todas mis emociones difíciles disminuyeron al imaginar cómo podría sentirse la presión del aire frío contra sus alas. Pero mi más profundo alivio no viene de imaginar que puedo sentir lo que siente la graja o saber lo que sabe la graja… en vez de eso, siento un placer lento al reconocer que no puedo hacerlo.
Estos días me consuela emocionalmente entender que los animales no son como yo, que sus vidas no se tratan de nosotros en absoluto. La casa que está sobrevolando tiene significado para ambos. Para mí, es el hogar. ¿Para una graja? Un punto de paso en un viaje, una colección de azulejos y pendientes, útil como una perca o una cosa sobre la cual arrojar nueces en el otoño para hacer que se rompan y dejar que salga la pulpa que tienen adentro.
Y también hay algo más. A medida que pasa por encima, la graja inclina la cabeza para mirarme brevemente antes de volar. Y con esa mirada siento un pinchazo en la piel que corre por mi espina dorsal cambia mi noción de dónde estoy. La graja y yo no hemos compartido ningún propósito. Durante un breve momento nos percatamos la una de la otra; eso es todo. Cuando miré a la graja y la graja me miró, me convertí en una característica de su paisaje tanto como el ave se convirtió en una característica del mío. Nuestras vidas separadas coincidieron durante ese momento, y toda mi ansiedad se desvaneció en aquel instante fugitivo: cuando un pájaro en el cielo, de camino a algún otro lugar, me devolvió al mundo enviando una mirada a través del espacio que nos separa.