Después de habernos cansado de oír y leer acusaciones tan duras como «sedición, insurrección, golpe de Estado, nazismo…», a las que se han sumado el muy beligerante discurso de Felipe VI y ahora la oligarquía financiera, además de veteranos y siniestros personajes del PSOE como Alfonso Guerra, la amenaza de una nueva escalada en la […]
Después de habernos cansado de oír y leer acusaciones tan duras como «sedición, insurrección, golpe de Estado, nazismo…», a las que se han sumado el muy beligerante discurso de Felipe VI y ahora la oligarquía financiera, además de veteranos y siniestros personajes del PSOE como Alfonso Guerra, la amenaza de una nueva escalada en la represión contra el bloque social y político soberanista e independentista parece inminente.
Si la gran banca con sede en Catalunya ha decidido pasar al ataque en toda regla, el monarca (al que sólo le faltaba el uniforme militar) ha confirmado, por si había alguna duda, su alineamiento con la derecha extrema del PP y su anuncio de la firme voluntad del régimen de recurrir a toda la fuerza necesaria para derrotar a la revolución democrática y pacífica catalana. Llegan, pues, tras la suspensión de la sesión parlamentaria del 9 de octubre por el Tribunal Constitucional a petición del PSC, momentos decisivos ante la posible declaración de independencia en una fecha todavía sin determinar, sin que, a la vista de las reacciones de Rajoy y el rey, vayan a tener mucho recorrido las propuestas de mediación internacional que están surgiendo en estos días.
Es cierto que el referéndum no se ha celebrado con todas las garantías deseables debido a las trabas de todo tipo empleadas por el Estado español, pero también lo es que incluso en esas condiciones de intimidación represiva creciente, como han reconocido observadores internacionales, más de 2 millones de personas votaron y una aplastante mayoría se pronunció a favor de la independencia[1]. Como bien sostiene en una entrevista publicada en el medio digital critic el que fue presidente de la Sindicatura Electoral finalmente disuelta, Jordi Matas: «me gustaría ver en qué país del mundo, con una represión tan dura y con amenazas como las que hubo el 1-O, hay una participación como la que hubo aquí»[2].
También hay que reconocer que no se superó el 50% del censo electoral pero igualmente es difícil sostener que de los 3 millones que habrían podido sumarse a votar en un referéndum legal con todas las garantías, una mayoría hubiera votado No a la independencia. Por eso, una vez más, la única forma de aclararlo sería a través de un referéndum pactado pero a esto es a lo que se siguen negando el bloque de poder y el tripartito que sustentan el régimen.
Una revolución democrática
Desde el pasado 20 de septiembre y, más tarde, frente a la violencia desplegada por las fuerzas del (des)orden españolas durante la celebración del referéndum del 1-O, una verdadera revolución democrática no ha dejado de extenderse por todo el territorio y en muy diferentes sectores sociales, como pudimos comprobar con la huelga general y social del 3 de octubre. Unas jornadas que, además, han ido acompañadas por avances significativos en el proceso de autoorganización, resistencia no violenta y empoderamiento popular que van más allá de lo que representan la Assemblea Nacional Catalana, Ómnium y otras organizaciones sociales y ciudadanas.
El temor del régimen se manifiesta, por tanto, no sólo ante lo que significa el desafío de unas elites políticas sino que es consciente de que se enfrenta a un movimiento popular que protagoniza esa aspiración rupturista y para el que la Constitución de 1978 ya no tiene legitimidad alguna. Con mayor razón cuando esa «comunidad política en resistencia» (como la ha definido David Fernández) se considera reforzada por el rechazo que a escala internacional ha sufrido el gobierno de Rajoy por su actuación represiva y violenta durante la jornada del 1-O.
Con todo, esta confrontación se está dando en un contexto en el que el enorme contraste entre el proceso destituyente catalán, por un lado, y el bloqueo institucional y la escasa movilización social y política en el resto del Estado, salvando movilizaciones como las de Euskal Herria y Galiza, por otro, es enorme. Porque si bien ha habido acciones de protesta en muchos lugares contra los ataques a libertades y derechos sufridos estos días, también es obligado constatar que el nacionalismo español dominante ha retomado un nuevo y peligroso impulso entre algunas capas de la población que sitúa a la defensiva a las fuerzas democráticas y rupturistas fuera de Catalunya.
Ésa es también la gran diferencia entre la divisoria democracia vs. autoritarismo -por encima del Sí o el No a la independencia- que se ha ido estableciendo desde Catalunya y la que, en cambio, el régimen y los grandes medios de comunicación tratan de imponer entre nacionalismo español y nacionalismo catalán en el resto del Estado español.
El nacionalismo español vuelve a la calle
En efecto, si la indignación en Catalunya se manifiesta como rechazo a lo que consideran maltrato por el Estado español de su derecho a votar y de su resistencia no violenta el pasado 1-O, estamos viendo cómo entre la población española se está fomentando un sentimiento de agravio identitario desde la derecha extrema cobijada dentro del PP, ya con Aguirre y Aznar asomando la cabeza, o en grupos abiertamente de ultraderecha. El grito «¡A por ellos!» en la despedida a las fuerzas de la policía y la guardia civil desplazadas a Catalunya desde distintas ciudades es una de las más lamentables manifestaciones de una catalanofobia que, por desgracia, tiene profundas raíces históricas. Recordemos, por ejemplo, lo que escribió Manuel Azaña en julio de 1937: «Una persona de mi conocimiento me asegura que es una ley de la historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años. El sistema de Felipe V era injusto y duro, pero sólido y cómodo. Ha valido para dos siglos»[3]. Un comentario que, por cierto, fue repetido con ironía por un dirigente socialista ya fallecido, Gregorio Peces Barba, cuando el 27 de octubre de 2011 declaró: «No sé cuántas veces hubo que bombardear Barcelona. Creo que esta vez se resolverá sin hacerlo».
Vuelve así al primer plano un nacionalismo español que tiene una larga historia y que, salvo, y solo parcialmente, durante la II República y los años 1976-1980 en la lucha común contra el franquismo, se ha ido construyendo en términos reactivos frente a los nacionalismos periféricos a partir sobre todo del desastre del 98. A lo máximo a lo que han llegado algunas de las variantes del mismo ha sido a ofrecer formulaciones como Nación de naciones, si bien siempre reafirmando la superioridad de la nación española frente a las otras identidades nacionales, reducidas solo a su dimensión cultural. Por no hablar de la reivindicación oportunista de un «patriotismo constitucional» a lo Habermas que durante un tiempo llegó a emplear incluso el PP y que se limitaba a la defensa de la concepción esencialista de la nación española vigente en la Constitución de 1978.
Justamente la posibilidad de ir más allá de esas ideas de España fue puesta a prueba con el debate en torno al nuevo Estatut catalán para, finalmente, verse frustrada tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut en julio de 2010 en lo que fue una verdadera ruptura del pacto constitucional que establecieron las elites española y catalana en 1978.
Por eso no cabe sorprenderse que frente al mal llamado desafío catalán resurja ahora con fuerza la variante más agresiva del nacionalismo español, la de una extrema derecha, ya con Aznar a la cabeza, dispuesta a apoyar el recurso al artículo 8 de la Constitución, invocado recientemente por la ministra de Defensa. Un ultranacionalismo que hace tiempo que se expresa con fuerza en ámbitos como el deportivo y que se sigue beneficiando de la ausencia de una ruptura con elementos y lugares de memoria vinculados al legado franquista, así como, sobre todo, de la falta de voluntad de la mayoría de la izquierda española de oponer al mismo otra idea de nación española compatible con el reconocimiento en condiciones de igualdad de las otras naciones existentes dentro de este Estado.
Así se comprende que aquél haya ido creciendo a la sombra de la socialización política de sucesivas generaciones en torno a una idea de España que no ha dedicado ningún esfuerzo al conocimiento de la historia, la cultura y la lengua de las naciones periféricas. Más bien, ha ocurrido lo contrario, como bien muestran las nuevas series históricas difundidas por televisiones públicas y privadas.
Corremos así el riesgo de que en los próximos tiempos se desencadene una interesada dinámica de enfrentamiento entre pueblos fomentada desde el Estado ya que, como bien alertaba hace años Amin Maalouf, «la gente suele reconocerse en la pertenencia que es más atacada (…). Esa pertenencia (…) invade entonces la identidad entera. Los que la comparten se sienten solidarios, se agrupan, se movilizan, se dan ánimos entre sí, arremeten contra los de enfrente«[4].
Por nuestros derechos y libertades, por la ruptura democrática
Empero, pese a su distanciamiento e incomprensión ante el movimiento democrático que se desarrolla en Catalunya, persiste en amplias capas populares dentro del Estado español una manifiesta oposición a los recortes en derechos y libertades que Mariano Rajoy, a la cabeza de un PP corrupto, ha ido impulsando con mayor intensidad que su antecesor, Rodríguez Zapatero, desde su retorno al gobierno en noviembre de 2011. Es esa voluntad de lucha común por los derechos y libertades arrebatadas la que debería ayudar a tender puentes entre los pueblos de todo el Estado frente a un régimen, con Felipe VI a la cabeza, dispuesto a imponer un estado de excepción permanente en Catalunya que, en el caso de que se lleve a cabo, será sin duda utilizado como amenaza frente a cualquier forma de protesta y disenso en otras partes del Estado.
Por eso sería muy oportuno que desde Catalunya las fuerzas soberanistas e independentistas reafirmen en momentos como el actual un mensaje como el que les sugería Toni Domènech[5], recientemente fallecido, en un artículo publicado en marzo de 2014: en él que apelaba a la fraternidad republicana entre los pueblos frente a un régimen monárquico corrupto. Porque si «España se rompe» es porque este régimen no reconoce el legítimo derecho a decidir del pueblo de Catalunya y trata de impedirlo con la violencia.
Evitar el «enfrentamiento entre pueblos», como se decía en el Manifiesto promovido por Madrileñ@s por el derecho a decidir y se está expresando desde otras iniciativas similares; comprender desde un lado y otro que podemos y debemos compartir la aspiración común a ejercer nuestras libertades y derechos frente a la escalada represiva del Estado español y a su negativa a reconocer el derecho a decidir de los pueblos, es hoy un deber ineludible. Es, además, la condición necesaria para impedir un cierre por arriba de la crisis del régimen y para seguir manteniendo abierto un horizonte de ruptura democrática constituyente, republicana y antiausteritaria.
Notas:
[1] Resultado del referéndum del 1 de octubre: votaron 2.286.217 personas (43% del censo). Votaron sí: 2 044 038 votos (90,2%); votaron no: 177 547 (7,8%); voto en blanco: 44 913 (2%); votos nulos 19 719.
[2] «Desprès de l’1-O, el treball entre els independentistes i els Comuns és importantíssim», www.elcritic.cat/entrevistes/jordi-matas-despres-de-1-o-el-treball-entre-independentistes-i-comuns-es-importantissim-18300 (versión en castellano en http://www.vientosur.info/spip.php?article13084 )
[3] Memorias políticas y de guerra. II, Crítica, Barcelona, 1978, p. 184.
[4] Identidades Asesinas, Alianza editorial ,1999.
Jaime Pastor es politólogo y editor de Viento Sur.