El Régimen del ’78 vigente en España La historia de España como estado-nación pone en evidencia la imposibilidad de crear un sentimiento de pertenencia transversal a las clases sociales e integrador de las diferencias territoriales que lo componen. Desde sus orígenes, los pueblos no castellanos se han resistido al establecimiento de una España homogeneizante, mediante […]
El Régimen del ’78 vigente en España
La historia de España como estado-nación pone en evidencia la imposibilidad de crear un sentimiento de pertenencia transversal a las clases sociales e integrador de las diferencias territoriales que lo componen. Desde sus orígenes, los pueblos no castellanos se han resistido al establecimiento de una España homogeneizante, mediante la defensa de los idiomas propios como lo más palpable en la construcción local de un conjunto amplio de instituciones y costumbres, todas las que participan en una política intrarregional, con dinámicas particulares y produciendo identidades diferenciadas a las que representa Madrid como centro político del país.
Hoy se puede afirmar sin equívoco que la Generalitat de Catalunya es anterior al orden constitucional generado en 1978, el que rige actualmente. El régimen del ’78 buscó restablecer (en parte) el legítimo poder local, perseguido y arrebatado por el franquismo, con el fin de mantener la estabilidad del sistema democrático naciente, de esta manera se configura el Estado de las autonomías, el cual devolvió parte de identidad propia a la política local.
Ahora bien, en el mediano plazo las insuficiencias del régimen del ’78 han revivido el conflicto alrededor de la coexistencia de dos visiones de país. Por un lado, está la visión de una España plurinacional, defendida por amplios sectores sociales progresistas; por otro, la España única, homogénea, con una lectura de la historia de España conservadora y lineal, que va desde el establecimiento de los visigodos (finalizado el Imperio Romano) a la unificación castellana y de ésta hasta nuestros días, ignorando las influencias árabes y judías, por ejemplo.
Nos encontramos ante un significante (España) cuyo contenido ha sido disputado desde sus propios orígenes, precisamente por la complejidad histórica de su formación, cuyo rasgo distintivo tiene que ver más con el catolicismo que con otras instituciones culturales como la lengua castellana.
Contexto de la política española contemporánea
Tras la llamada Guerra Civil se produce la derrota transversal de las fuerzas democráticas y, con ello, el proyecto de superación histórica de la institucionalidad del antiguo Reino de España se ve truncado. Tras esta derrota se instala, renovado, el relato de una nación de recorrido histórico lineal, cuyo fundamento está fuertemente ligado al componente católico, dando forma al llamado nacional-catolicismo impulsado por la Falange Española, que es la base ideológica de la dictadura. Se trata de un escenario que impone la imagen de España única, grande y libre como fermento del nacionalismo españolista, católico y anticomunista contemporáneo. Esta imagen define como antiespañola la visión plurinacional, un imaginario que no muere con Franco sino que sobrevive en los sectores conservadores ligados al poder económico y político.
Gracias a la restauración de la institución monárquica por parte del franquismo, el rol de Juan Carlos I se convierte en un verdadero resorte de continuidad en temas cruciales, como lo es la cuestión territorial. Tanto es así, que la constitución de 1978 sitúa al Rey en el mando supremo de las fuerzas armadas, siendo éstas las que tienen por encargo la preservación de la indisoluble unidad de España.
Pese a la represión y persecución hacia el sentimiento de las naciones, la necesidad de discutir un nuevo encaje territorial era un hecho si lo que se buscaba era legitimar el nuevo régimen; ahora, la cuestión sería mantener la expresión de este sentimiento dentro de márgenes planteados por Madrid.
El resultado de todo esto es el actual sistema autonómico que se traduce en la cesión relativa de competencias y funciones por parte del Estado central hacia territorios delimitados, lo cual permite reconocer a las naciones históricas como constitutivas de la geografía española. De este modo, coexisten los gobiernos autonómicos y el central; este último, cada cierto tiempo, debe establecer nuevos acuerdos sobre las posibilidades ejecutivas de los poderes locales.
La diferencia crucial con un sistema federal radica en que en España se contempla, en situaciones de excepción, el despojar de autonomía a un gobierno local por el tiempo que se considere oportuno: en un párrafo redactado con escasa claridad, un artículo de la constitución otorga esa facultad al senado. Es decir, existe una subordinación de facto de aquellas unidades llamadas autónomas, aun existiendo un gran margen de maniobra. De hecho, es posible poseer un margen de maniobra total en temas cruciales, cuestión que permite que en estos territorios el nacionalismo no se embarque en la deriva independentista, como se da en el caso de País Vasco y Navarra.
A simple vista, se trata de una organización de la política pública amigable con la autodeterminación, pero es en realidad una solución adoptada durante la transición para solventar la coexistencia de Las Españas sin acabar con el orden anterior. Por un lado, se satisfacía la posición conservadora que no dejó de tener como referencia el relato del régimen anterior (España es una sola entidad, aunque exista pluralidad). Por otro, se dio espacio al autogobierno para hacer frente a la potencial expresión política que tendrían los nacionalismos catalán y vasco en la determinación de los asuntos políticos centrales. Estos últimos quedaron finalmente en manos de dos partidos de nivel estatal, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Partido Popular (PP) dada la correlación de fuerzas en el congreso de los diputados.
La integración de Catalunya en España
La reconfiguración del mapa político ocurrida con el fin del régimen de Franco implicó que Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) perdiera gran parte de su peso relativo anterior, lastrada como fue tras la persecución de la dictadura (como le ocurrió a toda izquierda española que, entre otras reivindicaciones, no abandonó la visión plurinacional). Lo anterior daría pie a un diálogo fluido entre el nacionalismo moderado y de derecha, representado por Convergència i Unió (CIU), y el PSOE. Esto ocurrió en gran parte gracias a la figura de Josep Tarradellas (ERC), quien a su vuelta del exilio (desde donde ejercía el cargo de president de la generalitat) ‘resume’ en su propia persona la reconciliación que la transición necesitaba, en medio de un escenario de impunidad de los crímenes y olvido de las demandas históricas. Para los representantes del periodo, estos fueron grandes logros dentro de los pequeños márgenes que permitía la precaria democracia naciente.
Los acuerdos autonómicos corrieron en paralelo con un periodo de apertura al mundo y de gran expansión económica, que pretendía dejar atrás la España autárquica de Franco. El PSOE se alza como fuerza hegemónica y dirigente en el Estado (y con mucha fuerza en Catalunya), permitiendo una intensa relación con el líder histórico de CIU, Jordi Pujol, durante los casi veinte años que dura su mandato al frente de la Generalitat.
1992 es un año de gran importancia para España. Atrás quedan los tiempos de hablar de naciones: gracias al estado de las autonomías, los nacionalismos de nuevo tipo habían dejado atrás el independentismo y optaban por el pragmatismo. Aquel año España parece alcanzar la estrella más alta de su autoestima gracias a los Juegos Olímpicos de Barcelona y a la Exposición Universal de Sevilla, desde donde proyectó la imagen de una España que hoy es conocida mundialmente. Comenzaba a crearse el concepto de lo que hoy es llamado Marca España, que parecía reunir un consenso mayor que la bandera rojigualda y el himno sin letra. Se trata del signo de una idiosincrasia española prefabricada, de playa, flamenco, tapas y toros, orientada a atraer el turismo masivo, sin representar en ningún caso la complejidad de España, que más bien vino a remarcar el carácter comercializable de la identidad construida, sobre lo que coincidían de las élites desde Catalunya a Madrid.
La transición y su contexto económico fue capaz de componer una España que dejó como obsoletas las reivindicaciones históricas sin resolverlas, o al menos eso muestra el resurgimiento contemporáneo del independentismo. Es una época en la que España se encuentra ad portas de un cambio radical: durante los años 80 pasa a ser parte de la UE para, posteriormente, adoptar el nuevo sistema monetario europeo. Para ello debe renunciar a parte importante de su soberanía y someterse a duras pruebas económicas, con la finalidad de alcanzar una armonización con los países desarrollados del entorno, condicionando su futuro económico y social. Esto se materializa en el proceso de desindustrialización y la imposibilidad de maniobrar la política monetaria. Por su parte, la segunda condición establece límites de gasto para mantener el equilibrio en las cuentas públicas, pues la financiación del déficit queda en manos del mercado de capitales, los que, a su vez, piden bajas tasas de inflación.
De esta manera se cierra el círculo argumental del proyecto de una Unión Europea social-liberal liderado por la socialdemocracia, coartada perfecta para las medidas de austeridad que perseguirán sincronizar la función del Estado a los incentivos teóricos del mercado (salarios moderados y tamaño reducido del sector público). No obstante, durante estos años de expansión económica nada podía salir mal en tanto que los ingresos públicos se dispararon, y todavía no era evidente que el Estado del Bienestar español sufría deficiencias graves debido al contexto político europeo, sino hasta que se produjo la crisis. En definitiva, se había dado luz a una constitución (la del 78) que aseguraba derechos y dejaba espacio a la expresión propia de las naciones, pero que no contaba con una base política y económica real.
Estos procesos, primero, generaron las condiciones para la crisis y luego agudizaron sus efectos en los países del sur de Europa, ya que no hubo un debate amplio que adaptara la política económica y social a la nueva coyuntura. Es así como, en primera instancia, se abrió un espacio para la deslegitimación del régimen del 78 y de la propia UE, debido a la baja intensidad democrática que demostró el sistema cuando, de un día para otro, los partidos de régimen (PSOE y PP) decidieron priorizar el pago de la deuda por sobre el gasto social mediante de una reforma al artículo 135 de la constitución española (la misma que, para la cuestión catalana, parece intocable) por presiones de la UE.
El independentismo actual: herida social y herida territorial
En paralelo, un evento adicional profundizó la desconfianza de la ciudadanía hacia el sistema democrático español. En 2010 tiene lugar la suspensión del estatuto de autonomía de Catalunya por parte del Tribunal Constitucional a instancia del PP. Dos cuestiones definen ese acuerdo, que contaba con el apoyo mayoritario de los catalanes en referéndum: se reconocía a Catalunya como nación, y se otorgaba un mayor número de competencias económicas, con acento en los asuntos tributarios (permitiendo una mejor gestión de los recursos propios de la región).
La respuesta de la ciudadanía catalana a esta suspensión fue una masiva movilización de 1,1 millones de personas (según la guardia urbana), la más grande en la historia de la democracia española, quedando instalado un lema que circula y expresa el sentimiento independentista de este tiempo: Espanya ens roba. Es un hecho que desde Catalunya se produce un traspaso de recursos mayor al que luego reciben por parte del estado en forma de inversiones o gasto público, interpretado por sectores como un robo a uno de los territorios de mayor desarrollo económico de España, pero que en realidad tiene su origen en el carácter solidario de la redistribución de los recursos que recauda la hacienda pública.
Esta gran movilización marca el resurgimiento del movimiento independentista del momento actual, que en adelante presionará por un referéndum de autodeterminación, dividiendo a la sociedad española y catalana en torno a las dos visiones sobre España, así como también, reflotando la discusión sobre la organización territorial actual y el andamiaje postfranquista que sostiene el estado de cosas vigente. Resulta evidente que el independentismo contemporáneo tiene un fuerte arraigo ya no solo en un sentimiento identitario histórico sino que, además, existe un problema de administración de los recursos del sector público, por lo que no todas las fuerzas progresistas adhieren al independentismo ni presentan las mismas soluciones.
Esto es, el movimiento independentista catalán, como otros fenómenos europeos de distinto tipo, se encuentra fuertemente ligado a la precarización generalizada de la sociedad, lo que queda en evidencia cuando se observa el inédito crecimiento del voto independentista en los años de la crisis. Es sintomático que, en paralelo, surja el movimiento de los indignados el año 2011 simultáneamente en Madrid y Barcelona, al tiempo que se destapan escándalos de corrupción de gran envergadura que afectan justamente a los partidos del régimen en aquellas comunidades donde gobernaron durante toda la democracia. Es una combinación de ambos fenómenos la que hace estallar la indignación, puesto que crisis y corrupción van de la mano en medio de un sistema de especulación inmobiliaria.
Hasta aquí se han presentado tres elementos explicativos del conflicto catalán: el tipo de transición que tuvo lugar posterior a la muerte de Franco, que constituyó el estado de las autonomías gracias diálogo sin memoria con una parte del nacionalismo; la conformación de un débil estado social en el marco de la UE; y la posterior crisis surgida del propio modelo de desarrollo español. En esta coyuntura, el mapa político sufre cambios de gran importancia, el movimiento de los indignados genera las condiciones para el surgimiento de Podemos mientras que los partidos de orden (PP, PSOE y CIU) enfrentan un declive electoral sin precedentes, tal como ocurre en toda Europa. Poco tiempo después, el Rey Juan Carlos I abdica luego de que, por primera vez, su figura resultara contraproducente con la opinión pública.
Todo empeora cuando la gestión del resurgimiento del independentismo en Catalunya (junto con la gestión de la crisis) queda en manos de un partido de la derecha conservadora, con fuerte pasado franquista, como es el PP, cuando asume el gobierno en 2011. Es por dichos elementos que, en un primer momento, se da la espalda al conflicto para luego judicializarlo, cuando se consideró ilegal realizar consultas a la ciudadanía, debido a que trastoca la indisoluble unidad de España. Esta falta de voluntad política ha dado la idea de que el gobierno de Rajoy (PP) es una fábrica de independentistas pues, lejos de iniciar un debate sobre la cuestión territorial, lo que pretendió es españolizar a los niños catalanes (en palabras del exministro de educación), reformando la ley de educación que, dentro de todas sus deficiencias, había devuelto su lugar en las aulas el idioma catalán. En esta línea,el PP insiste en instalar sensación que en la escuela catalana se adoctrina contra España y que el castellano se encuentra amenazado en Catalunya, argumento que le vale para explicar el aumento del independentismo.
Por su parte, desde la Generalitat se ha potenciado la indignación legítima del pueblo catalán por los ataques constantes a su identidad con el relato de Espanya ens roba, de poca consistencia si consideramos que la corrupción y el mal manejo de la crisis han afectado al conjunto de la ciudadanía española. No sería del todo errado pensar que el descontento social fue tomado como bandera por un partido corrupto (Convergència) que convivió muy cómodamente con el resto de partidos estatales y aplicó con prisa las medidas de austeridad impuestas por el PP, a las puertas de un fuerte declive electoral.
El exlíder de CIU, Artur Mas, decidió abrir el debate y liderarlo desde su condición de president de la Generalitat, lo que provocó un cambio radical en las prioridades del gobierno autonómico, brindando la oportunidad de esconder su gestión económica antisocial. Es así como desde las instituciones catalanas se comienza proyectar la idea de que los problemas de Catalunya se derivan de su convivencia con España, el independentismo se complejiza, alejándose del nacionalismo histórico de CIU y, por tanto, dejando de ser una cuestión propia de la burguesía catalana.
Este viraje por parte del sector de Mas produce la ruptura de CIU, Unió (partido democratacristiano de la coalición) emprende otro camino a causa de que, si bien es crítico con el encaje territorial actual, no comparte vía hacia la independencia que se impulsó desde Convergència, denominado procés (proceso hacia la independencia en una serie de pasos de ruptura con España). Mientras que Convergència se vio obligada a reconstituirse con otro nombre con el fin de mantener algo de credibilidad, dado que se encontraba asolada por casos de corrupción.
En este contexto de declive de CIU y de apertura para el debate desde las instituciones, por un lado toma protagonismo ERC (que había quedado al margen desde el retorno a la democracia) y, por otro lado, irrumpen las CUP, un conjunto de partidos de izquierda anticapitalista. Ambos retoman anhelos truncados por la dictadura fascista, como la república y la justicia social. Además, toman fuerza dos asociaciones autónomas de los partidos, que reúnen al conjunto de la sociedad civil bajo la bandera de la independencia. Viejos y nuevos actores que conforman un movimiento complejo, heterogéneo e interclasista; en algunos sectores académicos se habla de que en Catalunya se vive un momento populista, que convoca en torno al catalanismo a todas las voluntades dispuestas a defender un estado republicano e independiente.
No obstante, por el lado no independentista toma relevancia Ciutadans (Ciudadanos en el resto de España), partido de derecha neoliberal que crece en desmedro del PSOE y PP catalanes. Alejados de esta esfera, nace Podemos Catalunya y, por otro lado, ElsComuns, ambos de alta afinidad que, junto con Esquerra Unida, intentan huir de la categoría identitaria como eje político, abogando por un referéndum pactado cuyas preguntas no sean sí o no, sino que frente a un sí a la independencia haya una propuesta de una España federal con mayor fortaleza el estado social, pasando necesariamente por un proceso constituyente.
Esta propuesta es la que mayor oposición despierta en el seno del régimen del ’78, pues algo así haría inevitable discutir sobre la monarquía y la relación con la UE, a lo cual se niegan de manera categórica los sectores que ostentan el poder. La estrategia del PP, con el apoyo de Ciudadanos y el PSOE, ha sido de tipo jurídica, de defensa acérrima y literal de la constitución mediante todos los canales legales a su disposición, desdibujando la separación de poderes y llevando al sistema democrático del ’78 a niveles de descrédito sin precedentes. Peor aún, debido al proceder del PP para la suspensión el estatuto de autonomía, que había sido aprobado por Catalunya y el Estado (en algo que prometía décadas de paz en torno al tema), se ha generado una crisis de legitimidad de la cual no parece haber retorno.
En este escenario, resulta preocupante la agudización de las posturas nacionalistas de ambos lados, con la distinción que detrás del nacionalismo español habita un fascismo cuya simbología y discurso no ha tenido un ajuste de cuestas real con los valores democráticos, como sí ocurriera en Alemania. Esta agudización se produce gracias a un círculo vicioso entre ambas posiciones contrapuestas, cuyos líderes han estado más bien interesados en no perder su electorado ni sus asientos. Es decir, ha sido más rentable a corto plazo mantener viva la discusión sobre la independencia de Catalunya, por sobre el problemático cambio estructural que está sufriendo España (y Europa) producto del aumento de la pobreza y la desigualdad en los últimos años. Cuestión que ha situado al cambio político representado por Podemos (único partido a nivel estatal que defiende la plurinacionalidad) en un lugar marginal de la discusión, suponiendo una fuerte amenaza para los aires de cambio que viene experimentando España.
En momentos en que la autonomía de Catalunya se encuentra intervenida por parte del Estado (mediante la aplicación del artículo 155 de la constitución) como respuesta a la simbólica declaración de independencia, los líderes de los partidos y asociaciones independentistas están encarcelados, y hay convocadas unas elecciones autonómicas anticipadas (21D), sin duda una verdadera situación de excepcionalidad. La cuestión catalana no tiene solución a corto plazo si los resultados confirman la existencia de dos bloques enfrentados, con votos por debajo de la mayoría absoluta. Frente a estas circunstancias, una tercera alternativa sería un bloque de izquierdas que pudiera formar gobierno, lo que supondría un abandono temporal del problema territorial como prioridad, para comenzar a revertir las políticas neoliberales que, al mismo tiempo, genere las condiciones para el diálogo. Esto dependerá del papel de partido minoritario, pero crucial (según dicen las encuestas) de la coalición que incluye a Podemos Catalunya.
Rocío Guerrero es economista y colaboradora del Grupo de Análisis Internacional de Nueva Democracia
Columna publicada en http://fundacioncrea.cl y www.eldesconcierto.cl
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