2. Algunas lecciones de las elecciones de 2017 No todas son concluyentes, pero sí algunas; empezando por la más evidente aunque las decisiones políticas de los dirigentes y gestores del actual proceso independentista se hayan empeñado en negar esa evidencia: su propuesta no tiene mayoría social, y menos aún si se formula en términos de […]
2. Algunas lecciones de las elecciones de 2017
No todas son concluyentes, pero sí algunas; empezando por la más evidente aunque las decisiones políticas de los dirigentes y gestores del actual proceso independentista se hayan empeñado en negar esa evidencia: su propuesta no tiene mayoría social, y menos aún si se formula en términos de unilateralidad, de confrontación con el estado y con el resto de España. No la tenía en las elecciones que ellos plantearon como plebiscitarias en 2015 y la tienen menos todavía hoy, después de haberla pretendido conseguir forzando la máquina en estos dos últimos años. En 2015, con una participación que fue entonces récord, de prácticamente el 75%, la suma de las formaciones «procesistas» (Junts pel Sí y CUP) solo consiguieron el 47,8%; alguien llegó a reconocer que no se había conseguido la mayoría social (Antonio Baños, públicamente), pero enseguida se tapó el fracaso con el argumento de la mayoría parlamentaria y el sofisma de que un 80% estaba por el «derecho a decidir». Se aceleró el ritmo de la unilateralidad y se evitó en última instancia convocar nuevas elecciones en octubre, cuando este hecho habría evitado el choque con el estado y la aplicación del artículo 155. Ese temor a las urnas generales se ha comprobado justificado: el 21 de diciembre la suma del «proceso» no sólo no ha subido, legitimando la aceleración, sino que ha descendido algunas décimas al 47,5, manifestando el rechazo mayoritario a la unilateralidad y a la independencia como objetivo político de hoy de la sociedad catalana. Pero es más, si no nos limitamos al arreón final de 2015-2017 y consideramos la evolución del voto desde el inicio del «proceso» en 2012 -con el adelanto de elecciones para capitalizar política e institucionalmente la exitosa movilización del 11 de septiembre- el apoyo social a las formaciones del proceso no ha parado de bajar. En 2012, CIU, ERC, la CUP, que se presentaba por primera vez, más el grupo promovido por Laporta y Uriel Bertrán – Solidaritat Catalana per la Independencia- sumaron el 49,15%. El 47,5 del 21 de diciembre ha de compararse con aquel punto de partida, en el que alguien pensó que se podía conseguir la mayoría social en favor de la separación, aún a costa de dividir la sociedad. La mayoría social no se ha conseguido, todo lo contrario; sin embargo, la sociedad catalana sí ha quedado dividida en dos por un conflicto de identidad nacional, cargado en exceso de peso emocional y que será más difícil de resolver que el conflicto político que por ahora se ha generado. La reconducción del conflicto político puede abrirse si quienes mantienen la mayoría parlamentaria, y tienen por tanto la iniciativa institucional, no se empeñan en mantener a Cataluña en un callejón político sin salida; la superación de la confrontación identitaria irá, en el mejor de los casos, para más largo.
La ratificación de esa falta de mayoría social se ha producido después de un nuevo aumento de la participación, que ha rozado el 82%, cuyo análisis en detalle apunta que es muy improbable que la tendencia cambie. El aumento de la participación desde las elecciones de 2012 – en las que ya había subido nueve puntos con respecto a las anteriores y había marcado un primer salto superando en casi tres y medio la más alta hasta entonces producida en unas elecciones autonómicas (67,8, con respecto al 64,4 de 1984)- que ha proseguido en 2015 y 2017 fue en primera instancia en beneficio de los territorios de mayoría social nacionalista (el Bages, el Bergadá, Osona, los barrios del Eixample, de Gràcia, de Sarriá-Sant Gervasi de Barcelona….) que mantuvieron el diferencial de participación, por encima de la media, a su favor en 2012 y 2015. Algunos ejemplos, la participación en el Bages, el Bergadà, Osona, y los barrios citados de Barcelona, pasó de entre el 61% – Bages- y el 73,5% – Sarrià/Sant Gervasi- en 2010 al 78,2 y el 83,4% en 2015, que se produjo en aquellas mismas circunscripciones; en la de los territorios de predominio proletario y no nacionalista catalán -con presencia mayor pero no traducida políticamente, todavía, de nacionalismo español- como el Tarragonés, Baix Llobregat, Vallés Occidental o los barrios de Horta-Guinardó, Nou Barris, Sants-Montjuic y Sant Martí de Provensals, también fue creciendo la participación, para pasar de la horquilla del 54,1(Nou Barris) al 60,8 (Sant Martí) en 2010, a la de entre 72,2(de nuevo en Nou Barris) y 78,7 (esta vez en Vallés Occidental). La apelación plebiscitaria había movilizado por fin a los sectores contrarios a la independencia o al «proceso», pero los partidarios de este último siguieron no solo movilizándose sino que mantuvieron distancias. En las elecciones de 2017 el aumento de la participación ha vuelto a producirse en todos los sectores, pero esta vez ha sido más profunda en el sector contrario al «proceso»; al tiempo que este último parece haber llegado a su techo de movilización. El porcentaje de participación en el Baix Llobregat y el Bergadà ha quedado empatado en el 83 y pocas décimas, mismo porcentaje alcanzado en el Vallés Occidental, en Sabadell y Terrassa y rozado en el barrio barcelonés de Sant Martí (82,5); el diferencial de participación en territorios sociológica y políticamente distintos se ha reducido. Por otra parte, parece improbable que las cotas máximas de participación en territorios del «proceso» como Osona (85,6), Sant Cugat (87,2) o Sarriá-Sant Gervasi (86,7) – en la línea de los ejemplos considerados- puedan ser rebasadas significativamente en adelante; mayor posibilidad de crecimiento tiene la participación en el Tarragonés, donde todavía se sitúa en el 80,6, o L’Hospitalet, Santa Coloma de Gramanet y Nou Barris, que con el 78,3, el 78,6 o el 77,2% aún están muy por debajo de la media. Quien tenga interés y paciencia podrá comprobar que si ampliamos el número de ejemplos la conclusión se mantiene. No es extraño que la pos-Convergencia y ERC no quieran oír hablar de repetición electoral. Los datos que tenemos que considerar para interpretar la voluntad del pueblo no son las movilizaciones políticas del 9 de Noviembre y del 1 de octubre, por muy revestidas que estén de supuestamente refrendarias (su convocatoria unilateral anula esa condición), sino las elecciones al Parlament (acatadas por todos y en las que todos participan). A pesar de lo que han venido postulando los que a sí mismo se consideran soberanistas, la soberanía se ha ejercido en estas últimas negando que ellos representen a todo el pueblo; y quienes tienen la iniciativa, y la responsabilidad, de traducir ese ejercicio en una solución política catalana ha de tenerlo en cuenta, a menos que lo que se busque sea otra cosa y, en última instancia, burlar la realidad soberana en nombre de un interés político de parte.
La otra lección es que la anterior correlación de fuerzas se ha roto, pero no ha sido sustituida ni por un nuevo cuadro de protagonistas claro ni por una previsión de relaciones más o menos estables entre ellos, sean de amor o de odio. En el campo nacionalista catalán el predominio de CDC ha quedado roto y está claro que su heredero material, el PDECAT, no recuperará aquella posición; pero ni el intento de sustituirlo por una suerte de movimiento nacional unificado al menos en su liderazgo, ni la alternativa de ERC han quedado confirmadas el 21 de diciembre. Para empezar la coalición del 2015 no se ha mantenido, parece que porque ERC quiso medir sus fuerzas e ir al sorpasso tan ansiado desde hace tiempo (la pugna entre una formación y otra evocan la antigua confrontación entre la Lliga y ERC); sin embargo, la maniobra de Puigdemont – una suerte de «tarradellismo» a la inversa que habría sublevado a Tarradellas- ha desorientado y descolocado a ambas formaciones: al PDECAT anulando su personalidad incipiente a cambio de una supuesta resistencia electoral mayor de la que se temía. A ERC, bloqueando ese sorpasso, anulando el protagonismo de Junqueras, que desde la cárcel no tiene el margen de maniobra mediática que Puigdemont, y poniendo en evidencia la debilidad de fondo del liderazgo en ERC, incapaz de sustituir a Junqueras por alguien con suficiente credibilidad y fuerza interna y externa. Juliana ha escrito, con acidez, que Rufián y los republicanos que enviaron twits insultantes de presión a Puigdemont, en la esperpéntica jornada del 26 de octubre, para que diera marcha atrás en su decisión de convocar elecciones deben estar arrepintiéndose; en todo caso deberían hacerlo, las elecciones que se hubiesen convocado entonces las habría ganado ERC, incluso explotando a posteriori a su favor la decisión de Puigdemont, esa ocasión ha pasado y ERC ha entrado en una cierta inestabilidad que se ha reflejado en sus problemas internos de liderazgo. La situación de ambas formaciones ha quedado en el aire, y las relaciones entre ellos no parece que vayan a mejorar; quizás lo que más les una hoy es su esperanza de que Puigdemont de también su paso al lado y permita la normalización de la actividad partidaria; sin esta última, el «proceso», electoralmente tocado, puede entrar en barrena, por muchos estrambotes que se hagan.
Lamentablemente, no hay una alternativa clara, ni en términos de mayoría política ni en los de mayoría social, que pueda sacarnos de ese limbo en el que los promotores del «proceso» nos han instalado. Los partidarios de la independencia unilateral no suman más que el 47,5 y seguirán restando si se empeñan en la aventura; pero el 52,5 no es una cantidad política homogénea, ni en los mínimos. Frente al bloque independentista no hay otro bloque; en Cataluña no hay hoy dos bloques, aunque haya disyuntivas de identidad nacional y de nacionalismos. El denominado bloque del 155 no existe, es un insulto propagandístico. Tampoco existe un bloque constitucionalista como tal; sí una serie de formaciones que defienden, o aceptan, que la resolución del conflicto se ha de hacer dentro de la legalidad y mediante un compromiso político que se exprese en términos constitucionales, por más que cada uno considerará estos últimos de manera diferente. El gran protagonista y el ganador relativo del 21 de diciembre, Ciudadanos, puede ser durante tiempo el principal partido de la oposición -sobre todo de la oposición a la independencia- pero no está en condiciones ni de gobernar por sí mismo ni de liderar un pacto político y una mayoría política alternativa; lo que no niega que tendrá que ser una pieza fundamental del pacto y de la alternativa. Aparte de él, ninguna otra formación por sí sola está tampoco en condiciones, ni mucho menos, de constituir la alternativa y ni siquiera de tomar iniciativas con posibilidades de prosperar si no se abandona la confrontación identitaria que nos marca el eje nacional. Estamos en un maldito embrollo.
Y la izquierda, sobre todo. En la situación anterior a la etapa en que vivimos, la disyuntiva estaba entre el nacionalismo catalán centrista – «pal de paller»- y la izquierda configurada en la transición, en la que sobresalía el PSC -con posiciones locales muy consolidadas pero con dificultades para desarrollar una política general, una deficiencia que se sublimaba considerando los valores municipalistas de la formación- flanqueado por la interminable crisis del PSUC, sus epígonos y sus formaciones-coaliciones de supervivencia. Si el panorama de la izquierda catalana tenía interrogantes al empezar el siglo XXI, y estos se pusieron en evidencia para mal en la experiencia del tripartito, la situación actual puede empeorar aunque ya sea francamente mala. El PSC ha parado el retroceso electoral y el desorden político en el que había caído desde la derrota del 2010; se ha mantenido, contra pronóstico, como la formación de izquierda que todavía tiene un mayor apoyo: sus votos, casi 610.000, casi doblan a los de En Comú-Podem, y superan holgadamente la suma de los de éstos y los de la CUP. Lo ha conseguido Miquel Iceta recuperando y machacando la propuesta federalista, defendiendo que es la única solución a la vez del conflicto político territorial y del conflicto identitario y añadiendo un discurso del «sentido común» que ha tenido su mejor impacto en el debate parlamentario, en la discusión entre partidos, aunque ha resultado un discurso menos fuerte – no me parece adecuado decir que débil – en el debate social y finalmente en la campaña electoral. Se ha evidenciado además, que aquella caída había encontrado ya un suelo y que el PSC mantiene una base de apoyo importante entre las clases trabajadoras, aunque haya retrocedido en ellas.
Si consideramos toda su trayectoria electoral desde 1980 -siempre referida a las elecciones catalanas- el PSC mantuvo durante quince años un contingente de apoyo en torno a los 800.000 votos, conseguidos fundamentalmente en el área metropolitana y en los barrios populares de las principales ciudades. El declive de CIU y la candidatura de Pascual Maragall, cuya gestión del ciclo olímpico había satisfecho a las clases medias y a las burguesías catalanas, produjo el salto de 1999 cuando el PSC derrotó por poco en votos a CIU y consiguió casi igualar la cota de 1,2 millones (obtuvo en números redondos 1.183.000) a pesar del descenso de la participación. Fue una situación excepcional que pareció abonar el discurso de la transversalidad que tanto complacía a Maragall, pero resultó una situación prestada, la inconsistencia de la gestión del tripartito y la sustitución de Maragall por Montilla devolvió al PSC a su realidad de la cota de los 800.000 en las elecciones de 2006. El éxito era prestado. Tomemos un ejemplo altamente significativo. Casi la mitad del incremento de votos entre 1995 y 1999, unos 380.000, se consiguieron en Barcelona, L’Hospitalet, Saballe y Terrassa (se podría ampliar la muestra, pero no hace falta) donde se consiguieron 152.000 más; pues bien los avances del PSC guardan una estrecha correlación con el retroceso de CIU sumado con el de las candidaturas del campo pos-PSUC, (ICV y EUiA que se presentaron por separado): en Barcelona el PSC ganó casi 114.000, un poco menos que la pérdida sumada de CIU (72.000) y ICV-EUiA (51.800); en L’Hospitalet el avance socialista, 16.000, también estuvo en correlación las pérdidas convergentes y de su rival en la izquierda (6.900+13.400); igual que en Sabadell (avance de 12.000 y pérdidas de 12.400, también en este caso en su mayor parte de las formaciones pos-PSUC, 8.200) y en Terrassa (10.200, frente a 8.600 repartidos de manera más pareja entre CiU, 3.500 y las otras dos formaciones, 5.000). Es evidente que el PSC se benefició tanto de la crisis comunista como del declive convergente y avanzó en territorios sociales diferentes, de clases medias, entre los que tenía menor implantación desde siempre. El desastroso fin del tripartito se expresó en la pérdida de esos contingentes nuevos, que regresaron a sus orígenes – incluyendo aquí a ERC- y también en un pérdida del apoyo histórico, expresión inequívoca de que la gestión socialista en coalición al frente de la Generalitat no satisfizo a su base social fundamental.
Con Iceta al frente y en el contexto de la movilización política general, el PSC ha recuperado casi cuatro quintas partes de su electorado histórico en las elecciones catalanas, aunque todavía lejos de lo conseguido en las generales donde su voto se incrementaba en un cincuenta por ciento, en promedio, llegando casi a doblarse en las elecciones de 1982 (Felipe González) y de 1996 (contra Aznar) en las que se sumaban dos factores: la movilización de base electoral propia que no participaba en las catalanas y la afluencia de voto «útil» procedente tanto desde el centro-derecha y las clases medias como desde el PSUC o sus epígonos (sobre todo en 1982). Ha parado la caída y ha remontado un poco, pero sigue lejos de recuperar la posición que había tenido y tampoco parece probable que lo pueda volver a hacer en este tiempo histórico. A pesar de todo su esfuerzo, Iceta no ha podido resolver los problemas que ha venido acumulando el PSC: la pérdida de atractivo del placebo que supuso el «socio-liberalismo»; el retroceso entre las generaciones más jóvenes que tiene que ver con ese desdibujamiento ideológico y la impotencia política que de él se deriva; la incapacidad de romper el discurso nacionalista hegemónico y su aceptación parcial, por omisión o por acción; el excesivo peso de la vida de aparato sobre la vida en sociedad del partido, su burocratización y envejecimiento militante; la desarticulación del grupo dirigente, iniciado en la década de los noventa, agravado con la gestión maragallista y rematado con la fuga de una parte del «maragallismo» hacia el «proceso». No ha podido, ni está en sus manos, remontar la crisis ideológica y de credibilidad política de la socialdemocracia, no solo del PSOE, iniciada con la sustitución de su programa histórico por la política de defensa ilustrada de la «economía de mercado» por parte del keynesianismo. Las cosas en la izquierda ya no serán como a mediados del siglo XX y el relanzamiento de la izquierda transformadora no parece que pueda pasar simplemente por la «reconstrucción» de sus organizaciones históricas; aunque tampoco pasará contra ellas. Y tampoco está en manos del PSC resolver los cambios de la sociedad catalana, el avance combinado de la terciarización y la precarización, que ha erosionado y reducido sus bases sociales tradicionales; a él y al otro heredero de las organizaciones históricas, el comunismo dividido y en parte amalgamado con el ecologismo, lo que queda del PSUC, de Iniciativa de Esquerra Unida i Alternativa. Sobre la reactivación de la izquierda y su recomposición y reformulación, sobre su capacidad para volver a ser referente alternativo, planea el cambio interno de nuestra sociedad, que favorece «a priori» las políticas centristas, mesocráticas, o populistas. Y también ha incidido -de momento de manera coyuntural, espero que solo haya sido así- una campaña electoral débil en la que su disposición al pacto y la negociación – alma de la propuesta federal- ha podido dar una imagen de condescendencia o de menor intransigencia ante el nacionalismo catalán, frente al antagonismo firme, dinámico, del otro nacionalismo, el español, que ha defendido explícitamente Ciudadanos. Una parte de su electorado obrero y popular sin duda ha votado esta vez a Ciudadanos, ni que fuera por considerarlo como el voto más útil para frenar el «proceso». Ese voto puede resultar también prestado, ya se verá; de todas maneras no veo como el PSC puede llegar a recuperar la posición perdida en 2010. Difícilmente podrá ser la formación dominante en el país y tampoco en el campo de un izquierda que se renueva, con un horizonte de crecimiento generacional que no tienen hoy por hoy los socialistas; a pesar de ello, ocurre algo similar a lo dicho sobre Ciudadanos, siguen siendo y serán parte fundamental de la solución del conflicto político que hoy vivimos y de la renovación de la izquierda que se desarrolla zarandeada por las turbulencias de ese conflicto.
En la historia no hay creación, hay continuidad y los cambios que se consolidan siempre se producen con una combinación de lo viejo y lo nuevo. Frente a la crisis de las organizaciones tradicionales de la izquierda la novedad ha sido la emergencia, relativa ya que en realidad incluyen no pocos elementos de continuidad, de dos propuestas: la CUP y los «comunes». Las dos se presentan, al menos en parte, como productos de las movilizaciones de ruptura que se desarrollaron entre el rechazo a la guerra de Irak y el 15 M; algo hay de ello como experiencia iniciática, pero hay también mucho de reconversión directa o indirecta de propuestas ya existentes. El origen diferente de esos precedentes los condiciona, en algún caso para bien, y los divide entre sí, de manera antagónica, al tiempo que tiende a remitirlos a campos diferentes, al del nacionalismo en el caso de la CUP, al del socialismo – en el sentido más amplio del término- en el de los Comunes-Podemos. Su trayectoria electoral, la evolución de su apoyo social en estos años de intensa y creciente movilización política que se ha expresado finalmente en movilización electoral, plantea importantes interrogantes sobre la relación entre lo que quieren ser y lo que son y sobre sus posibilidades de futuro. Más dudas e incertidumbres, a añadir en el horizonte de la reactivación de la izquierda. Mucho está por hacer y todo es posible, pero queda mucho trecho para que empiece a ser probable. Insisto, esa reactivación no puede pivotar solo sobre lo que aparece como nuevo, y no lo es tanto, despreciando lo viejo y la tradición; si no suma, viejo y nuevo, tradición e innovación, en un proyecto que sea fundamentalmente social -de clase decíamos antes- la izquierda transformadora tendrá poco que hacer en una sociedad terciarizada y precarizada, todo lo más a actuar de manera subordinada, o de conciencia crítica a la espera del cambio de los tiempos.
Nota edición.
Para la primera parte de este análisis: «La izquierda en Cataluña, reflexión a partir del voto (I)». http://www.rebelion.org/noticia.php?id=236560
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.