Impedir la asistencia de un representante popular a un Pleno parlamentario es impedírselo a un «trozo de pueblo». Por eso si una citación judicial coincide con el Pleno es exigible la suspensión de la citación, y no la del Pleno
Ni el Tribunal Supremo en Pleno puede conseguir el procesamiento o la inculpación de un diputado nacional o un senador sin permiso del Congreso o del Senado. Así lo establece el artículo 71 de la Constitución. La moda antipolítica y en cierto modo populista alimentada desde hace más de una década llevaría a pensar que ese precepto no es más que un «privilegio» de «los políticos», que podrían autoblindarse para eludir sus responsabilidades. Y brota de inmediato el argumento igualitarista. Pero esa visión, generalmente bienintencionada, adolece de falta de memoria histórica y de cultura constitucional. El «suplicatorio», es decir, la necesidad de autorización parlamentaria para perseguir judicialmente a uno de sus miembros, no es un mecanismo «de casta», sino un dispositivo importante a través del cual se atribuye al poder legislativo una capacidad de veto al poder judicial en defensa propia. No en defensa de un privilegiado, sino de una institución a la que se quiere dar la máxima autoridad.
Con el suplicatorio, en efecto, se da supremacía constitucional a la lógica parlamentaria frente a la lógica judicial. Las razones por las que un parlamento puede no conceder el suplicatorio no podrían ser (no deberían ser) «judiciales», es decir, como resultado de una valoración de la cámara legislativa sobre si existe o no delito por parte del diputado: ¡para eso están los jueces! Si hay petición de suplicatorio es porque el poder judicial, en el ejercicio de su competencia, aprecia la verosimilitud de los hechos que se atribuyen al diputado, comportando pues un pronóstico sobre su culpabilidad que no debe ser sustituido por quienes no tienen la competencia para juzgar. El suplicatorio no es un «antejuicio» del que el Parlamento fuera el tribunal. Responde a otras razones: está contemplándose la posibilidad de que, pese a la posible o probable existencia de una conducta aparentemente delictiva del parlamentario, el funcionamiento de la cámara vete o requiera una momentánea suspensión de la persecución judicial. Nada impedirá que en otro momento posterior el suplicatorio vuelva a solicitarse y concederse, o que cuando la persona concernida pierda la condición de diputado o diputada sea perseguido penalmente. Tengamos claro, pues, que la Constitución está permitiendo al Congreso y al Senado una posición de preeminencia frente al poder judicial cuya finalidad no puede torcerse en un mero rincón o «fúa» para cobijo de los parlamentarios, sino derivado de exigencias propias del funcionamiento parlamentario, es decir, del cumplimiento y ejecución de la voluntad popular allí representada. Y esto no es cualquier cosa.
Junto al suplicatorio, la inviolabilidad (es decir, falta absoluta de responsabilidad penal) por las opiniones manifestadas por los diputados en el ejercicio de sus funciones; la inmunidad (es decir, prohibición de detención por iniciativa policial salvo en caso de flagrante delito), y el aforamiento (es decir, la atribución de la competencia para investigar y juzgar penalmente a la Sala Segunda del Tribunal Supremo, y no al Juez de Instrucción u órgano de enjuiciamiento territorialmente competentes) son los instrumentos con los que la Constitución pretende preservar la autonomía del poder legislativo frente a las injerencias del ejecutivo y del judicial. En todos los casos en que deban entrar en juego estas garantías del estatuto parlamentario, la policía, el Gobierno o los jueces tendrán razones se supone que legítimas para actuar. Y sin embargo se concede la última palabra al Parlamento.
Es obvio que esto supone la atribución de una cierta posición de preeminencia, en el contexto de la separación de poderes. La pregunta es si se nos han olvidado las razones por las que esto quedó así establecido como una pieza no accesoria, sino fundamental del texto constitucional. No, no fue para defender a «los políticos»: fue para defender al soberano, es decir, al pueblo, cuya más directa e inmediata expresión es la Cámara de representantes, quienes en efecto son soberanos, sin más límites que la Constitución y sus procedimientos de reforma (el legislador no está limitado por la ley, en la medida en que tiene la competencia de cambiarla). Mandan. Son libres para decidir. No pueden estar limitados ni por una actuación policial al servicio del Gobierno, ni por una decisión judicial, sin más.
Defender este planteamiento hoy día no ayuda a ganar amigos entre la opinión pública. Y ello se debe a un preocupante proceso de deterioro de la imagen de los parlamentos en nuestra sociedad. Todas las encuestas exhiben un escasísimo aprecio ciudadano por los parlamentos. Es casi seguro que la causa principal de este deterioro está en el mal uso que tanto el PSOE como el PP hicieron de sus mayorías absolutas cuando las tuvieron. También ha contribuido una percepción del Parlamento como una cámara hueca en la que no se representa al pueblo, sino que más bien hay una «representación escénica» de decisiones tomadas fuera de sus muros: en las sedes de los partidos, en los despachos ministeriales, o en reservados de restaurantes. Todo eso puede ser verdad, pero si una decisión quiere convertirse en ley debe pasar por el ojo de aguja de un parlamento compuesto por miembros elegidos en sufragio universal, igual, directo y secreto, lo que no ocurre con ninguna otra institución ni poder de hecho o de derecho. Si hablamos de democracia, hablamos de parlamento, y viceversa. La revitalización de la lógica parlamentaria, y no su merma, habría de ser una reivindicación de quienes somos sus dueños. Hacen falta parlamentos fuertes y resistentes, diputados que se crean con convicción su función. Hace falta una información de la actividad parlamentaria capaz de poner en cuestión los consolidados tópicos sobre su ineficacia. Y hace falta un alto grado de exigencia de una dación de cuentas a quienes ponemos allí para tomar decisiones. Si el diputado se siente más un delegado del partido que un representante del cuerpo electoral, todo se pervierte. Si es la ley electoral la que lo favorece, propiciando una suerte de amortización del poder por parte de los partidos, su reforma debería ser una de las prioridades que incesantemente debiéramos alentar. Si el poder legislativo se percibe como acosado y colonizado por otros poderes privados, entonces hace falta quimioterapia y una regeneración democrática diferente a la que se consigue en las tiendas de cosmética.
Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con Cataluña? (se preguntará quien haya iniciado la lectura de este artículo pensando en Puigdemont/Junqueras y en Llarena)…
No mucho, porque ni la Constitución ni ningún Estatuto ha previsto un suplicatorio para la persecución judicial de los diputados autonómicos. Probablemente esto se deba a la asimetría entre el poder judicial y los parlamentos autonómicos: el primero es un poder de todo el Estado, los segundos agotan su poder en una parte del territorio. Lo cierto es que un Tribunal Superior de Justicia (ante los que están aforados los parlamentarios regionales), o el Tribunal Supremo, en ciertos casos, pueden investigar y enjuiciar a uno de sus miembros sin pedir permiso al Parlamento. Otra cosa es que esto signifique que la lógica parlamentaria no ofrezca ninguna resistencia al funcionamiento de la Justicia. Una investidura, un Pleno parlamentario, la aprobación de una Ley, son actos democráticamente trascendentales (¿sí o no?), y parece razonable procurar hasta el límite de lo posible que la lógica judicial no altere un ápice la conformación de la mayoría popular resultante de las elecciones. Por eso la Ley no considera causa de inhabilitación ni suspensión la inculpación de un diputado. Por eso permite que un investigado penalmente que no haya sido aún condenado pueda presentarse a unas elecciones, aunque por la lógica judicial esté en prisión provisional.
Impedir la asistencia de un representante popular a un Pleno parlamentario es impedírselo a un «trozo de pueblo», y han de ser poderosísimas las razones para hacerlo. Por eso si una citación judicial coincide con el Pleno es exigible la suspensión de la citación, y no la del Pleno. Por eso no es, no puede ser objetivo ni de un juez ni de un ministro de Interior interferir en una decisión de investidura decidida por el Parlamento. Por eso un supuesto riesgo de alteración del orden público derivado del apoyo al preso no parece, sin más, suficiente para justificar la denegación de un permiso al diputado preso para asistir al Pleno, con la correspondiente merma para el Parlamento, salvo que se aprecie un temor real de que con motivo de su presencia en el Pleno el diputado pueda reiterar su conducta delictiva (cosa más que improbable, porque votando en el Parlamento no se puede delinquir). Incluso aunque, al paso, usted pueda aplaudirle o abuchearlo.
Aunque usted pueda odiar al diputado y esperar una condena ejemplarizante después del correspondiente juicio, que entre otras cosas lo inhabilite, mientras eso sucede, ese diputado somos nosotros. Esa es la clave. Eso es lo que justifica que el régimen general deba plegarse, hasta lo posible, a la lógica parlamentaria. En los tiempos de la denostada transición esto se tenía claro. Pero si se olvidan las razones, todo queda convertido en privilegio de casta, y entonces, como tal privilegio, la regla es interpretarlo y aplicarlo restrictivamente. Y en esas estamos.
Miguel Pasquau Liaño (Úbeda, 1959) es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog «Es peligroso asomarse». http://www.migueldeesponera.blogspot.com/