Basta con abrir cualquier periódico en cualquier parte del mundo para comprobar como la ética, la estética y los valores parecen configurarse a conveniencia de los dirigentes y centros de poder. En el colegio no es distinto, al abrir la puerta de clase uno se encuentra con alumnos que reproducen la estructura social, cúmulos de […]
Basta con abrir cualquier periódico en cualquier parte del mundo para comprobar como la ética, la estética y los valores parecen configurarse a conveniencia de los dirigentes y centros de poder.
En el colegio no es distinto, al abrir la puerta de clase uno se encuentra con alumnos que reproducen la estructura social, cúmulos de emociones e inseguridades con ansias de reconocimiento: reconocerse y sentirse reconocidos. De entre ellos nos tiende a llamar la atención el agresor, el alumno que busca ser el foco de atención de los demás, solo que la búsqueda de su reconocimiento se gesta en torno a las relaciones de abuso de poder. Es el acoso el que le confiere poder y estatus. De ahí que necesite cómplices, aplausos, «palmaditas en la espalda» porque sin ellas, sin su sentimiento de pertenencia, no es nada. El último escalón lo configura la indiferencia, el «esto no va conmigo», el silencio siempre cómplice de terceros.
Cierro la puerta del colegio y vuelvo a abrir la del periódico. Las imágenes de Israel y Palestina que han copado sus páginas estos días no podrían haber sido más antagónicas: por un lado, dignatarios mezclándose en Jerusalén Occidental, brindando por la apertura de la nueva embajada de Estados Unidos. Por otro, la carnicería en la frontera de Gaza con Israel: un número ingente de palestinos asesinados, la mayoría desde la distancia, por francotiradores israelíes.
La mayor parte de los medios israelíes se hicieron eco de la narrativa estatal oficial de defensa propia y soberanía. Un discurso que no es nuevo: lo que no sirve al Estado (en este caso Israel) es anti-ético. El ejercicio del poder (gobierno) motoriza el accionar ideológico, social, cultural y económico de todo un país. Pero esta acción necesitaba de un reconocimiento, «unas palmaditas en la espalda». Israel siempre ha considerado a Estados Unidos como su hermano mayor, el aliado más cercano, dispuesto a otorgarle el aplauso ansiado. Se trata de la misma pauta mantenida por el movimiento sionista desde sus inicios y, luego, por el Estado de Israel: aliarse a una potencia mundial que le otorgara apoyo e inmunidad en el medio internacional. En su momento, durante la primera mitad del siglo XX, su alianza con Gran Bretaña le propició el apoyo imprescindible para materializar su empresa colonial. La que en la actualidad mantiene con Estados Unidos no es nueva. Cabe ahora preguntarnos por nuestro lugar, nuestro posicionamiento ante este tablero. Las imágenes de dos narraciones que han mostrado los medios -por un lado la epopeya israelí, por otro la tragedia social- constituyen dos relatos antitéticos y contradictorios, que exigen una mayor concienciación crítica y por ende, una actuación. A nadie se le escapa que la UE tiene con Oriente Medio una importante deuda moral que pagar. El Consejo de Derechos Humanos de la ONU ha aprobado una investigación de la represión israelí mediante una resolución que ha contado con 14 abstenciones y dos votos en contra, los de Estados Unidos y Australia. En Europa, Reino Unido, Alemania, Eslovaquia, Hungría o Croacia han optado por la abstención. Por su parte la ciudadanía, grosso modo, parece estar en contra de la violencia de Israel. ¿Pero basta con eso? La práctica política del abuso indiscriminado y el Apartheid practicado por un Estado cada vez más teocrático bajo el control «del Gran Rabino» configuran a los ultraortodoxos, a pesar de ser una minoría, como casta dominante.
Ya lo hemos dicho antes, la v iolencia, el miedo y la humillación no son un discurso nuevo. Se trata del ideario de culto a los valores patrios, la sacralización del Estado y la confrontación violenta con un eficaz aparato de propaganda. La dominación y el poder controlan y exorcizan los movimientos que la cuestionan bajo la esperanza de transformarla, asimilarla y hacerla suya, mientras la cantidad de noticias y los fantasmas e interioridades de la realidad cotidiana conducen a la sociedad nuevamente al olvido. El verdugo depende de su víctima para ser el centro de los focos, para sentirse importante y superior a costa de la degradación del otro. Cuando comienzan las críticas intenta transformar la realidad y culpabilizar a la víctima. Al fin y al cabo, si su desprecio se agotara acabaría por convertirse en su igual, algo que le resulta insoportable de asimilar. Por ello nuestra crítica no debería quedarse en una mera desaprobación. Algunos para evitar ser cómplices con su silencio se adhieren a la campaña de la sociedad civil transnacional de Boicot, Desinversiones y Sanciones. Otros se movilizan y manifiestan intentando presionar a los gobiernos para que se posicionen de manera más contundente. La solución no es fácil -nunca lo es- no se trata de aportar soluciones únicas y unívocas. Cada uno tiene que encontrar la suya propia. Supongo que en esencia la respuesta estriba en no conformarse, no pasar la página del periódico para olvidarse y seguir sin hacer nada. Toda crítica debería remover piedras y montañas con el fin de escarbar en el odio, en el recorrido de sufrimientos construidos y quizá así encontrar también opciones de acción y esperanzas. Lo contrario simplemente supondrá abrir los ojos tenuemente para acabar cerrándolos con mayor intensidad. Siempre que permitimos una injusticia abrimos el camino a todas las que seguirán. Abrir y cerrar, al fin y al cabo todo se reduce a eso.
Cerrar el periódico… abrir los ojos
José Antonio Mérida Donoso, profesor doctor, historiador y filólogo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.