Traducido para Rebelión por Germán Leyens
«La Intifada palestina terminó, y los palestinos han perdido» – proclamó el columnista judío-estadounidense Charles Krauthammer en el Washington Post[i] (18 de junio de 2004). La resistencia armada se ha ido reduciendo; no hay ataques contra civiles israelíes; los palestinos han sido puestos de rodillas, gracias al asesinato de la dirección palestina y al Muro que ha encerrado a los revoltosos nativos en sus guetos, escribió el incondicional sionista. ¿Es verdad? ¿Ha terminado la resistencia y se ha rendido la Tierra Santa ante los victoriosos? Bueno, hasta cierto punto:
Palestina no puede ser separada de un contexto mayor: la batalla por Palestina comenzó en Jerusalén y Gaza, pero ahora ruge en Faluya y Kerbala, a pesar del nombramiento de un agente de la CIA como gobernante de «Irak independiente»; antes de volver a Jerusalén, la guerra contra la dominación judeo-estadounidense probablemente se extenderá a Teherán, Damasco e incluso a las capitales europeas. Pero no puede sorprender que la Intifada en Palestina haya perdido ímpetu.
El poder militar del estado judío no tiene rival en Medio Oriente y más allá. Armado hasta los dientes, equipado de las más recientes armas estadounidenses y de armas de destrucción masiva nucleares, químicas y biológicas, es probablemente capaz de enfrentarse a cualquier ejército del mundo. Todo hombre y mujer israelí sirve en el ejército, y sus éxitos militares son el requerimiento necesario para toda carrera, del ministro al peluquero. Esta sociedad militarizada de colonos se impuso fácilmente a una población nativa totalmente desarmada.
El arma usual de un palestino es una roca recogida en la ladera de su cerro; los famosos ‘atacantes-suicidas’ constituyeron más bien manifestaciones de su indomable espíritu que una amenaza para Israel; poco más que una molestia desde el punto de vista militar. Accidentes normales de la ruta matan más israelíes que los palestinos. Ninguno ha tenido entrenamiento militar; aislado del mundo exterior, un palestino no puede obtener armas fuera de las contrabandeadas por colonos renegados; no sorprende que no puedan derrotar a las hileras aceradas de tanques y los misiles aire-tierra guiados por láser.
Además, los judíos tienen una poderosa arma secreta a su disposición – su disposición para arruinar el país. Sus bien planificados pozos artesianos destruyeron las vertientes de agua y convirtieron la Tierra Santa en un desierto reseco. Esta semana, caminé a lo largo del curso de agua de Ghor (Arugot, en hebreo), que solía ser una corriente perenne. Hogar de la cabra de montaña y del leopardo, la vertiente se secó cuando el vecino kibbutz de Ein Gedi hizo una perforación, colocó una tubería y se apoderó del agua para embotellarla y venderla en Tel Aviv. Las suaves laderas de Samaria han sido desfiguradas por nuevas carreteras a los nuevos suburbios judíos. En el norte de la franja de Gaza, un verde campo de fragantes huertos se convirtió en el negro páramo de Mordor con humeantes restos de árboles quemados. Sobre la tierra arruinada, los colonos se imponen a los nativos.
Y, a pesar de todo, la declaración de victoria de Krauthammer es prematura. La confrontación de inmigrantes-contra-nativos por el dulce suelo de Palestina me recuerda «Corazón de Caballero» [Knight’s Tale], este primer fruto de Chaucer, que habla de dos hermanos, Arcite y Palamón, locamente enamorados de la hija del rey, Emilia, ‘fresca como mayo con flores renacidas, toda suave y reverente, su cuerpo bañado por agua de pozo’.
Para conquistar su mano, Arcite apeló al Dios de la Guerra, y Palamón rogó a la Diosa del Amor. En el torneo decisivo, Arcite, inspirado por Marte, derrotó a Palamón sumido en el amor, pero su destino no fue casarse con la bella doncella; después de su victoria militar, se desplomó y murió repentinamente. El Dios de la Guerra pudo darle la victoria, pero sólo la Diosa del Amor pudo entregar la doncella. El buen rey cedió su hija al Caballero derrotado, y ‘con toda bendición y alegre melodía Palamón contrajo nupcias con Emilia’ concluye Chaucer. Así el bardo inglés profetizó un evento inesperado para el duro Krauthammer: la gente que ama su tierra la poseerá, aun si sus adversarios logran la victoria militar.
<>Porque la tierra debe ser amada como Emilia fue amada por Palamón, como una mujer es amada por un hombre; y ese amor se encuentra más allá de la capacidad de la mayoría de los judíos. Algunos de ellos ven en Palestina un símbolo de la promesa de Dios al pueblo de Israel o un augurio de días mesiánicos, pero semejante amor simbólico está condenado al fracaso. De la misma manera, mi amigo socialista francés se casó con una muchacha rusa, porque ella simbolizaba al comunismo y a Dostoievski, pero su matrimonio se rompió bajo la pesada carga del simbolismo.>
Mi amigo político inglés se casó para ocultar sus preferencias sexuales; se sentía cansado de explicar a los votantes por qué no se casaba. De la misma manera, muchos judíos se sintieron tentados de abrazar el sionismo porque estaban cansados de explicar por qué no poseían un país propio. Pero el cansancio constituye una pobre base para un matrimonio, y una mujer real y un país real no existen para servir de excusa.
Los peores de todos son los Krauthammers, los judíos estadounidenses que creen que un suelo que no araron y que no sembraron puede pertenecerles porque poseen la escritura, como el chalet de verano que casi nunca visitan – no conocen el amor, sino los celos del sultán impotente hacia su esclava comprada y pagada.
Los colonos demostraron su falta de genuino amor cuando se retiraron del Sinaí en los años 80. Al abandonar esos sitios después de una breve estadía, destruyeron todo lo que podían, dinamitaron todas las casas y arrasaron todos los jardines y viñedos plantados por manos nativas e importadas. Y ahora, al discutir el retiro de Gaza, los colonos juran que obliterarán toda forma de vida en sus tierras antes de entregarlas a los odiados nativos. No es como se trata al país que se ama: un poeta desplegó su ternura hacia la mujer amada como una alfombra bajo sus pies cuando ella lo abandonó, y le deseó que fuera feliz con su nuevo hombre, ‘amada tanto como él la amaba’.
Por cierto, los palestinos nunca dañaron sus casas y sus jardines cuando fueron obligados a partir, y las hermosas casas antiguas y jardines en Talbieh y Ain Karim testimonian del amor hasta el fin de sus dueños. No sólo su fe en un eventual retorno les impidió quemar sus árboles y sus casas antes de huir a los campos de refugiados en Líbano y Gaza – sino su amor desinteresado por la tierra y los árboles.
La Tierra Santa es un proyecto común de nuestro Señor Dios y de su pueblo. La creó y su pueblo la cuidó, construyó sus terrazas, cavó alrededor de los olivos y rindió culto a su Dios en sus elevaciones. Tal como el derrotado Palamón conquistó a su hermosa Emilia, los vencidos heredarán su país; mientras los victoriosos en la batalla perecerán a menos que se rindan ante la Diosa del Amor, del amor al país y su pueblo.
[i] http://www.washingtonpost.com/wp-dyn/articles/A50910-2004Jun17.html