Traducido para Rebelión por Felisa Sastre
Título de una serie de seis artículos sobre el viaje a Palestina realizado por un profesor palestino-estadounidense. Se publican en dos partes, cada una de las cuales agrupa tres de los artículos.
1. En la oscuridad de la noche
Fue un largo viaje en avión: siete horas desde Estados Unidos a Frankfurt, una espera de varias horas en el aeropuerto y el trasbordo al avión que nos llevaría a Tel Aviv. Aunque Palestina es mi patria, no había vuelto desde hacía cinco años. La última ocasión en que estuve allí fue en 1999, en el momento álgido del Proceso de Paz de Oslo. Entonces todo el mundo estaba optimista, esperanzado en que décadas de un viejo conflicto llegaran a su fin y pudieran disfrutar de una vida normal como el resto de la humanidad. Habían regresado muchos emigrantes y Ramala, que iba a convertirse de hecho en la capital del futuro Estado palestino, vivía momentos de auge.
Pero esta vez no sabía en realidad qué me esperaba. El punto culminante de la paz había durado muy poco, y la región se había deslizado hacia un conflicto violento, erróneamente calificado como «Intifada», después de la provocativa irrupción de Sharon en la mezquita de al-Aqsa. Durante los últimos tres años y medio había contemplado innumerables imágenes de violencia y horror en la televisión. En la CNN había podido seguir durante horas las sangrientas secuelas de un atentado suicida en Tel Aviv. En la BBC y después en Al-Jazira, pude presenciar la serie de terroríficos ataques que los israelíes lanzaron sobre Gaza y Cisjordania, contra mi propio pueblo, mis amigos y mi familia. Cada vez que escuchaba que se había producido un ataque en Ramala, mi corazón se sobresaltaba, y de inmediato cogía el teléfono para llamar a mis padres y comprobar que se encontraban bien. Cuando me enteraba de que había tenido lugar un ataque suicida en Jerusalén, volvía el sobresalto, porque sabía que a continuación habría una incursión de «represalia» israelí. En una ocasión oí que helicópteros Apache israelíes habían bombardeado algunas dependencias de la Autoridad Palestina en Ramala, a unos 100 metros de la casa de mis padres. Llamé y mi anciana madre contestó al teléfono. Mi padre estaba fuera trabajando y ella estaba sóla. El bombardeo había cortado la electricidad en toda la ciudad y mi madre no podía encontrar velas desde su silla de ruedas. Podía oír el estruendo de las bombas a través del teléfono.
Mi mujer, con la que me había casado hacía cuatro años, viajaba conmigo sin saber tampoco qué podía encontrarse. No es palestina ni árabe y no había estado antes en Oriente Próximo. Yo tenía muchas ganas de que conociera mi país de origen pero desde que estalló la Intifada actual, por diversas razones, nos vimos obligados a posponer el viaje. A pesar de todas las garantías que le ofrecía, ella, como es lógico, estaba preocupada por su seguridad. Mi propio miedo secreto, sin embargo, era el que ella tuviera una primera impresión negativa de mi país al contemplar tanta destrucción y peligros. Tenía impresas en la mente las imágenes del bombardeo del complejo residencial de Arafat y del campo de refugiados de Jenín e imaginaba que nos encontraríamos una Ramala en ruinas. En fin, que íbamos retrasando el viaje una año tras otro a la espera de que la situación mejorara.
Pero, en su lugar, las cosas seguían empeorando. Cada año era peor que el anterior: tras la masacre de Jenín y el asedio de la Basílica de la Natividad en Belén, el gobierno de Sharon había comenzado a construir un Muro para mantener a los palestinos encerrados en sus ciudades convertidas en prisiones. Había visto muchas imágenes del Muro que parecía muy alto, medieval y amenazador. Como quiera que tengo algo de claustrofobia, temía que llegara el momento de verme frente a él. ¿Cuál sería mi reacción entonces? Así que, aunque los acontecimientos se iban a peor, finalmente decidimos que no había razón para esperar por más tiempo. «Vayamos a Ramala antes de que desaparezca del mapa».
Aunque estoy establecido en Estados Unidos desde hace 15 años, soy palestino, cristiano árabe nacido en Jerusalén a principios de los años 70, ya bajo la ocupación israelí. Mis padres son originarios de las ciudades árabes de Yafa y Ramleh, en la actualidad prácticamente absorbidas por un Tel Aviv en rápido crecimiento. Ambos tuvieron que abandonar sus casas bajo el fuego israelí en abril de 1948 cuando los grupos terroristas judíos Irgun y Haganah atacaron sus ciudades. La mayoría de las familias árabes en aquella época estaban desarmadas y la defensa de las ciudades era ridícula, gracias a la política de los treinta años de ocupación británica. Mis padres, y sus familias, escaparon para salvar sus vidas y se establecieron en Ramala, convirtiéndose en unos más de los 800.000 refugiados palestinos expulsados en circunstancias semejantes. Un mes después, los sionistas proclamaron el Estado judío que denominaron «Israel». Mucho después, en 1967, Israel invadió a sus vecinos árabes y se apoderó de Cisjordania, con lo que completó su control sobre Palestina, y de esta manera mis padres volvieron a estar sometidos a ocupación. Aunque nacido en Jerusalén, residía en Ramala, y los israelíes me lo pusieron de manifiesto al darme un carné de identidad especial de color naranja, diferente del de color azul que tienen los residentes en Jerusalén, ciudad que los israelíes consideran su capital.
Documento de identidad israelí de color naranja para los palestinos de Cisjordania. Cualquiera que sea sorprendido sin llevar este documento de identidad es objeto de maltrato, encarcelamiento y/o multas. En esta «estrella amarilla de David» del moderno Israel figura «Religión: cristiano».
Uno constata que todo en Israel está codificado y discriminado con colores: distintos colores en los documentos de identidad; diferentes colores en las placas de matrícula de los coches; «Salas para árabes» en el aeropuerto, donde tuvimos que soportar cuatro horas de interrogatorios especiales sobre el viaje mientras los viajeros judíos pasaban los controles de seguridad en minutos; pasos de fronteras en el río Jordán especiales para turistas con el fin de que no vean las cotidianas sesiones de tortura que los palestinos comunes tienen que soportar cada vez que necesitan pasar el Jordán.
Los israelíes parecían estar orgullosos de estas discriminaciones cuando en la embajada nos informaron con arrogancia que, probablemente, mi mujer vería rechazada su solicitud de visado «por el hecho de estar casada con un palestino». ¿Cómo podría visitar mi mujer mi lugar de nacimiento si la etnia del marido era un requisito imprescindible? Además, ¿por qué habría de tener interés en visitar aquel lugar sumido en la guerra si no fuera por estar casada conmigo? Para conseguir su visado, mi mujer volvió sóla a la embajada, con una gran cruz bien visible, y lo solicitó haciéndose pasar por turista que iba a permanecer en Jerusalén. En esa ocasión lo consiguió.
Lo que hizo que el viaje nos produjera más miedo fue el asesinato, unos días antes de la fecha prevista de partida, del líder de Hamas, el Jeque Ahmed Yassin. Tras largas deliberaciones, horas de seguir los noticiarios de Al-Jazira, y múltiples llamadas a casa, decidimos arriesgarnos y seguir adelante. Los periódicos que nos dieron en el avión no eran muy tranquilizadores ya que informaban de las amenazas de Hamas y sugerían que sus represalias podrían consistir en un ataque al aeropuerto de Tel Aviv. Pero lo que nos preocupaba más, no obstante, era la respuesta previsible de Israel si Hamas picaba el anzuelo y llevaba a cabo las represalias.
El viaje, realmente, se volvió muy incómodo cuando abordamos el avión que nos llevaría a Tel Aviv. De pronto, yo era uno de los pocos árabes que viajaban en un vuelo atestado de pasajeros judíos. Todos tenían una extraña expresión en sus rostros, como si estuvieran vigilándonos, y de hecho nuestros vecinos nos miraban con frecuencia. Un anciano, sentado cerca de nosotros que viajaba sólo, parecía bastante comprensivo. Por dos veces nos pidió un bolígrafo para rellenar sus cuestionarios, y las dos veces se lo prestamos con una sonrisa. Después de aterrizar en Tel Aviv, mientras esperábamos a que se abriera la puerta del avión, intentó hilvanar una conversación con nosotros: «Es la primera vez que vienen a Israel?». Cometí el estúpido error de contestar que «no» y poco a poco comprendió que yo era palestino. Fue el primero en salir del avión y yo iba detrás de él. Al final de la escalera, esperaba un grupo de agentes de seguridad del aeropuerto. Con una inclinación de cabeza, aquel anciano dijo algo y lo que ocurrió seguidamente es que el guardia se plantó de un salto delante de mí, cortándome el paso. Los quince minutos siguientes fuimos interrogados en la misma pista, y no se nos permitió subir al autobús que llevaba a la terminal, mientras todos los que desembarcaban nos observaban.
Finalmente en la terminal, el «lugar de nacimiento» reflejado en mi pasaporte, y una simple pregunta sobre mi conocimiento del hebreo fueron suficientes para identificarnos y para conducirnos a la infame «Sala para árabes», que ahora se había reducido a un pequeño rincón del aeropuerto. A pesar de llevar casados cuatro años y de lo que había aprendido sobre Palestina y el conflicto durante ese tiempo, mi mujer no daba crédito a la manera de tratarnos en el aeropuerto de Tel Aviv. Al principio, pensó que se estaban dedicando a comprobar nuestros pasaportes, un pensamiento fugaz ya que ella no podía saber lo vacío que estaba el aeropuerto y la cantidad de guardias de seguridad femeninos que estaban charlando sin hacer nada mientras se nos decía que teníamos que esperar. Después una fatigoso viaje de veinte horas se nos hizo esperar tres horas y media, sin permitirnos comer, hasta que al fin se nos escoltó hasta la salida del aeropuerto y se nos introdujo en un taxi israelí, a cuyo conductor dieron instrucciones para que no nos dejara bajar hasta que estuviéramos en el interior de Cisjordania. El conductor nos dejó en un punto de control apartado, cercano al aeropuerto pero a una hora de Ramala, en la oscuridad de la noche, y tuvimos de inmediato la sensación de entrar en una cárcel.
2. Una Ocupación invisible
Desde aquel checkpoint al borde de Cisjordania donde nos había dejado el taxi israelí, el camino hacia Ramala se deslizaba a través de valles sumidos en la oscuridad por las pendientes occidentales de Cisjordania, y atravesaba muchas nuevas colonias israelíes (supuestamente «asentamientos»). Tomamos un taxi para Ramala, el mismo que se había enviado para recogernos en el aeropuerto pero al que se le había prohibido hacerlo y se le había dicho que nos siguiera.
El taxista estaba preocupado por tener que volver por aquella carretera entre colonias, que aunque estaban iluminadas con brillantes luces presentaban un aspecto lúgubre y parecían tranquilas y somnolientas como si toda la gente estuviera escondida en el interior de sus casas. Todas las colonias estaban rodeadas por alambradas de púas que encerraban grandes parcelas de tierra (arrebatadas a las aldeas árabes vecinas). La entrada a cada una de ellas estaba fuertemente vigilada por personal armado en camiones o tanques. Estaba claro que aquellos colonos israelíes aunque se mostraran seguros en público vivían sumergidos en el miedo.
Poco después, finalmente, llegamos a una vieja (y no tan bien pavimentada) carretera que enlazaba las aldeas árabes. En el cruce se alzaba una torre de vigilancia que en la penumbra de la noche, recordaba a un castillo embrujado de Transilvania. «Ese es el puesto de control en el que un francotirador palestino mató a diez soldados israelíes. Ellos lo tienen cerrado ahora». Nuestra primera noche en Palestina se presentaba llena de misterio.
Afortunadamente, la vieja carretera entró en la ciudad palestina de Bir Zeit, sede de la famosa Universidad y con almazara milenarias. Al fin, encontraba un ambiente familiar. Al contrario que la carretera que unía las colonias israelíes que bordeaba las zonas habitadas, ésta conducía directamente a la antigua ciudad y aunque las luces de las calles no eran tan brillantes, la gente del pueblo estaba en las calles, sus tiendas abiertas, los niños jugaban y de los restaurantes al aire libre salía una ruidosa música. La ciudad entera estaba viva y aquella noche no se respiraba miedo en el ambiente. Aunque el conductor tenía temor a que alguien nos atacara por llevar placas de matrícula israelíes en su coche, no nos sucedió nada.
Tras aquellas 24 horas de viaje sin interrupción y de falta de descanso, nuestra primera noche de vuelta a casa resultó muy deprimente. Lo primero que llamó nuestra atención al entrar en la casa de mis padres fue un gran agujero de bala que había en la puerta, recuerdo que los soldados israelíes habían dejado durante su registro de viviendas en la incursión que realizaron en abril de 2002. Aunque el conserje les ofreció las llaves, y les explicó que el dueño de la casa estaba de viaje, los soldados se empeñaron en disparar en la puerta. El disparo estaba lejos de la cerradura, y había traspasado las dos hojas de la puerta, una de ellas supuestamente a prueba de balas, después explotó en muchos fragmentos, cuyas huellas se podían ver en la pared opuesta del cuarto de estar. Los fragmentos más grandes atravesaron la pared, la parte trasera de un armario situado en la otra habitación y siguieron hasta la ventana del otro lado de la casa cuyos cristales rompieron.
Es evidente que el disparo de aquel proyectil «dum-dum» no fue hecho para abrir la puerta, ni fue un disparo de advertencia, fue disparado para mostrarnos quien mandaba, quien podía disparar a cualquier puerta, pared o habitación. Por fortuna, mis padres estaban en esos momentos fuera, ya que en caso contrario podrían haber pensado en abrir la puerta.
Pese a aquella espeluznante entrada, el resto de nuestra estancia fue relativamente tranquila y sin sobresaltos (gracias a Dios). La tan esperada represalia de Hamas no se llevó a cabo, ni vimos los habituales enfrentamientos en televisión. Personalmente, tenía grabadas imágenes muy vívidas de la primera Intifada que había presenciado antes de partir para Estados Unidos a finales de los 80. Entonces, asistíamos a enfrentamientos casi diarios en el centro de Ramala entre los soldados israelíes y jóvenes («tipos») que les lanzaban piedras. A menudo los soldados hacían uso de fuego real de mortífero efecto.
También con frecuencia, los soldados golpeaban a cualquiera que consiguieran agarrar en las cercanías tras los enfrentamientos, entre ellos a dos de mis hermanos que fueron golpeados por el simple hecho de encontrarse en el lugar equivocado en el momento inoportuno. Sin embargo, ahora en el año 2004, no presenciamos ningún incidente semejante. De hecho, difícilmente se veía a algún soldado israelí en el centro de Ramala. Preferían situarse en los bien defendidos checkpoints de las afueras, desde donde podían controlarnos desde lejos sin arriesgar sus vidas.
No es preciso decir que la situación no siempre había estado tan tranquila. Todo el mundo en Ramala hablaba horrorizado de «la incursión», cuando el año 2002 los soldados israelíes derribaron el complejo oficial de Arafat, establecieron el toque de queda en la ciudad, registraron una a una todas las casas (robando dinero y joyas de paso) y aterrorizaron a la población. Fueron momentos muy difíciles para la gente de allí. La mayoría de los edificios oficiales de la ciudad fueron destruidos. Lo que vimos durante nuestro viaje era el resultado de dos años de rápida reconstrucción. Todos nos decían también que ahora Ramala era uno de los lugares más tranquilos de Cisjordania y Gaza. Otros lugares, especialmente Gaza, Nablus, Jenín y los campos de refugiados no son tan afortunados.
Por ejemplo, el segundo día de nuestra estancia, estaba viendo la CNN por satélite cuando informaron de que un niño palestino de 12 años había sido asesinado en «un campo de refugiados de Cisjordania», así de escueto. No mencionar el nombre del chico, es lo habitual en la CNN, pero en esta ocasión la cadena de televisión ni tan siquiera informó del lugar donde se había producido el incidente, «un campo de refugiados», como si dijeran «¿a quién le importa el lugar?» . Volví a escucharlo una segunda vez: queríamos saber si ese campo de refugiados se encontraba cerca de Ramala- información que para nosotros resultaba de vital importancia para decidir si era seguro salir ese día. Dejamos la CNN y nuestra única posibilidad de obtener información era al-Jazira, en donde no sólo identificaron el lugar donde se había producido el suceso: el campo de Balata en Nablus, sino que dieron los horrendos detalles del mismo, y cómo el pobre chico estaba jugando en la terraza de su casa cuando le abatió el proyectil israelí.
Desde otro punto de vista, la tranquilidad y quietud de que disfrutamos durante nuestra estancia fueron muy decepcionantes. Tal como he dicho antes, todo estaba en calma sólo porque los soldados de ocupación habían decidido no entrar en el centro de la ciudad. Si hubieran querido reafirmar su autoridad lo hubieran podido hacer en cualquier momento en Ramala sin oposición alguna, ya que la policía de la Autoridad Palestina, reincorporada justo un mes antes, tenía prohibido llevar armas. La gente, incluso, se negaba a obedecer sus órdenes en la dirección del tráfico. En resumen, los israelíes entran en las ciudades de forma ocasional, para detener a los líderes de la resistencia o la gente que les molesta. Así que la mayor parte del tiempo, prefieren permanecer fuera de nuestras ciudades porque es una manera más barata de controlarnos. En lugar de enviar grandes refuerzos de soldados para enfrentarse a potenciales situaciones de lucha urbana, su estrategia consiste en construir un Muro enorme para mantenernos en pequeños enclaves y dejar pequeños destacamentos de fuerzas armadas en sus lugares de paso. Les resulta una solución más barata gracias a la complicidad del Gobierno de Estados Unidos al transferirles fondos de los contribuyentes estadounidenses para financiar ese Muro medieval.
Las consecuencias de esa política puede resumirse en una palabra «asfixia». En vez de oprimir a los palestinos mediante proyectiles y violencia, como han venido haciendo en el pasado, la opresión israelí ha tomado una forma más administrativa e institucional. El centro de Ramala sólo tiene un superficie de unos kilómetros cuadrados. Se puede ir de un extremo al otro, de un checkpoint a otro en unos minutos, pero sin autorización de los carceleros israelíes no se puede salir de esos límites. La sensación real es asfixiante. Semejantes restricciones de movimientos sofocan lo que queda de la economía palestina y contribuyen al aumento del ya enorme paro existente.
Pero todavía resulta más significativo el que los palestinos, ahora confinados en sus respectivas ciudades, ni tan siquiera puedan ver a sus opresores. No hay a quien culpabilizar, nadie a quien odiar- al menos de forma visible. Los niños palestinos pueden protestar y manifestarse todo cuanto quieran, pero no hay quien les escuche. Mientras estuvimos allí, Israel estaba muy atareada en la construcción de su Muro de Segregación, precisamente a las afueras de Ramala, en varias aldeas de la zona occidental, a pesar de las supuestas «sentencias» del Tribunal Supremo israelí que ordenaban detener la construcción. Esas aldeas se encontraban en el interior del territorio de Cisjordania, en tierras árabes, y el Muro, como siempre, separaba a los campesinos de la mayor parte de sus tierras y de sus pozos de agua. Vi en la televisión cómo los soldados israelíes expulsaban a los aldeanos de sus tierras y acallaban sus pequeñas protestas. Un puñado de voluntarios internacionales, e incluso israelíes, defendían a los campesinos. Lo verdaderamente sorprendente era que allí estaba yo, un palestino, contemplando delante del televisor cómo se oprimía a sus vecinos y no podía tan siquiera ir allí a ayudarles a protestar porque los checkpoints israelíes nos separaban.
En relación con el Muro, al principio me sentí entusiasmado al enterarme en EE.UU. de que el Tribunal Supremo había ordenado detener su construcción. «Al menos todavía existe alguna justicia allí», pensé ingenuamente. Pero después de verlo con mis propios ojos, comprendí la letra pequeña del asunto. Lo que el Tribunal Supremo israelí ordenaba era detener la «construcción» pero no la «preparación»- un término, en apariencia más inofensivo, que en el lenguaje israelí incluye cosas como las expropiaciones de tierras de las aldeas, la demolición de las casas palestinas que se encuentran en el trazado del Muro, la excavación de zanjas, el minado de los campos, y el llevar bloques de hormigón para dejarlos en el sitio.
La segunda de las cláusulas escondidas es que cada una de las órdenes está relacionada con el Muro en una u otra aldea, por ejemplo en Abu Dish, de forma que mientras se para allí su construcción continúa a toda velocidad por otras zonas. Se han previsto centenares de kilómetros de Muro en Cisjordania y el Tribunal «Supremo» de Israel los examina centímetro a centímetro. («Supremo» en qué, me pregunto). Este sistema de impartir «justicia» se asemeja más a una forma de extorsión de los pobres campesinos, cuyas tierras han sido arrebatadas, a quienes se obliga a gastar grandes cantidades de dinero en tasas judiciales, una astuta forma de que las víctimas financien a sus opresores.
Cuando se haya terminado el Muro, se llegará a una situación todavía mas absurda: la gente que se verá encerrada en los enclaves-prisión se pudrirá sin tener a los culpables a la vista, mientras los israelíes seguirán con sus tareas cotidianas despreocupados y podrán «olvidar» las desgracias de los palestinos que se encuentran en sus patios traseros. De esta manera, ¡los ocupantes se convertirán en invisibles para los ocupados, y el ocupado invisible para el ocupante!
3. Checkpoints y Muros
Cuando fui por primera vez a Estados Unidos para mis estudios universitarios, no pueden imaginar el impacto que me produjo, durante mis primeras vacaciones de Semana Santa, el viaje a Florida- de unas 24 horas-, al comprobar que nadie nos paraba para pedirnos el documento de identidad o para preguntar a dónde íbamos. En Cisjordania, en el trayecto de unos diez kilómetros de Ramala a Jerusalén, hoy los viajeros deben detenerse dos veces en los puntos de control israelíes. Aunque ya había visto checkpoints con anterioridad, en este último viaje los procedimientos establecidos en esos dos puntos de control eran absolutamente surrealistas.
Antes, podíamos llegar con nuestro propio coche a Jerusalén. Ahora los coches raramente pueden hacerlo. En su lugar, tenemos que tomar un taxi hasta al primer checkpoint, bajar y hacer cola de pie y, tras pasar el control, tomar otro taxi hasta el segundo puesto, atravesarlo andando y tomar el tercer taxi hasta Jerusalén. Los taxistas se niegan a pasar los checkpoints porque no cobran dinero alguno por el tiempo de espera en las largas colas. Por todo ello, si uno tiene la suerte de disponer del permiso correspondiente, el viaje completo lleva más de una hora. La mayoría de los palestinos que viven en Cisjordania no tienen autorización para hacerlo, aunque puedan necesitarla desesperadamente para trabajar, estudiar o ir al hospital. Hasta 1993, Jerusalén era el centro económico de Palestina y mucha gente que vivía en Ramala trabaja allí. Ahora, el bloqueo israelí asfixia a la ciudad y toda Cisjordania.
Cada uno de los checkpoints parece una zona militar, en la que existe una torre de vigilancia, una zona peatonal y dos carriles para coches: uno de ellos en el que se producen largas esperas para los coches palestinos y el otro reservado a los israelíes con el paso libre. Las distintas zonas están separadas por alambradas de púas y bloques de hormigón. Toda la zona alrededor de los puntos de control está patrullada de forma permanente por jeeps del ejército israelí que vigilan a los palestinos que intentan saltarse esa tortura. El emplazamiento de los checkpoints puede ser totalmente arbitrario, por ejemplo, el segundo de acceso a Jerusalén, está situado justo en mitad de una zona de viviendas en Beit Hanina, hasta el punto de que algunas casas se encuentran tan pegadas al paso de control que las ventanas del segundo piso están a la altura de la torre de vigilancia. En la otra parte, un pequeño concesionario de coches se encuentra a caballo entre los dos lados de la línea divisoria.
Para ir a Belén en Cisjordania, la carretera más corta atraviesa Jerusalén pero no es accesible a los palestinos, quienes normalmente deben soportar cuatro horas de viaje por una peligrosa de montaña, a mitad de camino del Mar Muerto, para llegar a la ciudad. A pesar de disponer del permiso correspondiente, nuestro viaje a Belén fue casi igual de penoso, puesto que nos llevó cerca de tres horas y media. Fuimos allí al Viernes Santo y pronto nos encontramos con que Israel prohibía la entrada en Jerusalén los viernes- día de culto religioso musulmán- antes de las dos de la tarde a los hombres palestinos menores de 45 años con el fin de evitar que se reúna mucha gente para orar en el más santo lugar islámico en Palestina (la mezquita de al-Aqsa). En el segundo puesto de control de Jerusalén, los soldados se negaron a dejarme pasar, aunque permitían a mi mujer que lo hiciera. De nada sirvió que yo fuera cristiano, ni que no fuéramos a visitar Jerusalén sino a atravesarlo para ir a Belén, ni el disponer de una autorización en la que constaba que el fin del viaje era «una festividad religiosa cristiana». No se puede utilizar argumentos racionales cuando el otro cree que su rifle M-16 es el que toma la decisión.
Decididos a ir, ambos permanecimos de pie esperando, al lado de un número creciente de palestinos que, como nosotros, querían entrar en Jerusalén. Algunos abandonaron y se fueron con el propósito de rodear el checkpoint, pero otros nos avisaron del peligro de las patrullas israelíes en las carreteras adyacentes. Aquel día, como casi todos los viernes de los cuatro últimos años, a muchos palestinos se les negaba el derecho a rezar el Viernes Santo en Jerusalén, por cuya Vía Dolorosa Jesucristo había caminado 2000 años antes. Mientras permanecíamos allí, con las imágenes recientes del Templo Baha’í que habíamos visitado en Haifa el día anterior, no pude por menos que reírme de las declaraciones de Israel al considerarse «protectora» de las minorías religiosas como los drusos y baha’íes mientras persiguen, de hecho, a las principales mayorías de cristianos y musulmanes. Para mayor ironía, los soldados que nos impidieron pasar en el punto de control eran drusos.
Cuando finalmente nos dejaron pasar, y tras tomar el tercer taxi, llegamos al checkpoint de Belén, que presentaba grandes diferencias con los de Ramala y Jerusalén. Al pasar por el Monasterio de San Jorge (Mar Elias), que se encuentra a mitad de camino entre Jerusalén y Ramala, atravesamos colinas que recordaba en otra época cubiertas de frondosos pinares y campos de olivos. Ahora, sin embargo, estaban desertificadas y deforestadas. La colina de la derecha- que pertenece a Cisjordania y que en otros tiempos pertenecía a la antigua aldea de Beit Jala ( La Gilo bíblica)- estaba ocupada ahora por la colonia sionista de «Gilo», a la que la CNN con frecuencia se refiere como a «una barriada de Jerusalén», y desde la que habitualmente se llevan a cabo ataques contra Beit Jala. A la izquierda vimos otra colonia, la de «Har Homa», construida en 1996, justo en pleno «proceso de paz», mientras los líderes israelíes negociaban con Arafat sobre la devolución de Cisjordania y solicitaban el privilegio de anexionar a Israel «las colonias ya existentes».
Digno de señalar es el hecho de que los mismos checkpoints permanentes se fueron estableciendo no durante los periodos de violencia sino en 1993, al inicio del «Proceso de Paz» de Oslo. Así, en lugar de construir puentes entre los pueblos, el «proceso de paz» trajo un nuevo grado de separación entre los árabes y los judíos. En los años 70 y 80, durante mi período de crecimiento, recuerdo que manteníamos frecuentes y amistosas relaciones con israelíes cuando visitábamos a amigos judíos de mi familia y veíamos a turistas israelíes en Ramala. Este tipo de relaciones se ha convertido en imposibles con los checkpoints. La generación de niños que ha crecido en los años 90 sólo puede ver a la otra parte desde detrás de las barreras, ya sean niños que lanzan piedras, o soldados ocupantes o colonos. Desde este punto de vista, no resulta sorprendente que el Proceso de Oslo haya dado lugar a un situación de mayor violencia que la derivada de los conflictos anteriores a Oslo.
El punto de control de Belén, consiste en unas enormes instalaciones militares cercanas a la carretera, entre las dos colonias. Comparado con él, el de Ramala parece una barricada improvisada. La carretera está cortada al paso de vehículos, por lo que tuvimos que bajarnos y caminar por un largo camino peatonal, paralelo a la carretera, rodeado de alambradas con púas. El camino rodea la carretera y los edificios y está vigilado por varias cámaras. Al final del mismo, nos encontramos en un largo túnel a cuyo extremo los soldados esperaban para comprobar nuestra documentación (por dos veces). Al otro lado de la calle, vimos a unos 15 jóvenes palestinos, con la cara contra la pared y las manos sobre la cabeza. Al parecer, habían intentado evitar el checkpoint.
Al salir del túnel, una sensación de tranquilidad nos embargó durante unos pocos pasos al encontrar a los dos lados de la calle unos hermosos olivares pertenecientes a las ciudades de Beit Sahur y Beit Jala. Pero no duró mucho. A sólo unos 100 metros del puesto de control nos topamos con la sombra de una enorme sección del Muro de Segregación que está construyendo Israel. A ambos lados de la calle, el Muro separa a los habitantes de Beit Jala y Beit Sahur de sus olivares, que en efecto han sido anexionados a la colonias de Gilo y Har Homa.
Después de pasar unas horas en la Iglesia de la Natividad en Belén, hicimos una pequeña escapada a Beit Sahur y a un monasterio que hay más allá. En la carretera nos encontramos con otra parte del enorme Muro que se construye para encerrar a Belén por el Este. Al volver del monasterio a la puesta de sol, se nos informó de que el checkpoint de Belén cerraba a las seis de la tarde, varias horas antes de lo que nuestro permiso nos permitía permanecer en Jerusalén. Así que la única manera de salir de Belén era intentar correr el riesgo de atravesar la frontera cerca de Beit Jala. Nuestro taxista nos dejó allí, asegurándonos que sería fácil encontrar un taxi en el otro lado y que nos llevaría a Jerusalén a través de la colonia de Gilo. Atravesamos una zanja y caminamos por una calle oscura. A un lado se veía un puesto militar israelí de vigilancia. Nos movimos lentamente para evitarlo y vimos otra torre en el lado contrario. Se oían ladridos de perros en la oscuridad de la noche y la calle estaba desierta, salvo un jeep militar que patrullaba. Seguimos andando tranquilamente, rogando que la patrulla no nos diera el alto. Era casi como si intentáramos escapar de una cárcel de alta seguridad. De todo nuestro viaje, ese episodio fue el más espantoso, porque yo me imaginaba a los soldados disparando contra nosotros y colocando explosivos en nuestros cuerpos para presentarnos como «terroristas suicidas». La zona estaba tan oscura y aislada que podrían haberlo conseguido.
Al fin, encontramos un taxista árabe que tenía placas de matrícula israelíes y que estaba dispuesto a llevarnos hasta el checkpoint de Ramala, a través del nuevo Jerusalén oeste judío y las colonias de alrededor. El taxista estaba decidido a sacar provecho de la situación y nos pidió cuatro veces lo que costaba el trayecto, pero felices de escapar de allí, accedimos. El taxi tomó una de las nuevas «carreteras de circunvalación» que enlazan las colonias del suroeste de Cisjordania con Jerusalén, con túneles que pasan por debajo de las zonas de población palestina. Por el túnel, y pasado un checkpoint llegamos a las barriadas de Katamon y Talbieh- antes zonas árabes de Jerusalén Oeste-, despobladas en 1948. Desde allí, el taxi tomó otra carretera de circunvalación, esta vez construida sobte un viaducto de gran altura que sobrevuela las aldeas árabes de al-Jib y Bir Nabala, para conectar las colonias al norte de Jerusalén. Desde aquella alta y amurallada carretera no se distinguía señal alguna de vida árabe, incluso cuando alcanzamos su tramo más alto. Nuestras fantasías de estar escapando de una prisión de alta seguridad, quedaron interrumpidas de pronto por el chirrido del coche al detenerse para que nuestro taxista nos dejara en el punto de control de Ramala.
Dr. Saber Zaitoun es el seudónimo de un palestino-estadounidense, que se encuentra en la treintena. El Dr. Zaitoun creció bajó la ocupación israelí y fue a Estados Unidos por primera vez para completar sus estudios durante la primera Intifada. Está casado, y en la actualidad es profesor en una Universidad de la Costa Este. Para más información sobre su viaje a Palestina, por favor consulten: www.triptopalestine.com