Fue todo lo leal y todo lo lamentable que se puede ser con el sueño palestino. Poseo una grabación en cinta de Arafat, sentado conmigo en las montañas frías y oscuras de las afueras del puerto libanés de Trípoli en 1983, donde el Anciano -siempre lo llamaron el Anciano, mucho antes de que lo fuera- […]
Fue todo lo leal y todo lo lamentable que se puede ser con el sueño palestino. Poseo una grabación en cinta de Arafat, sentado conmigo en las montañas frías y oscuras de las afueras del puerto libanés de Trípoli en 1983, donde el Anciano -siempre lo llamaron el Anciano, mucho antes de que lo fuera- estaba sitiado por el ejército de Siria, otro de los hermanos árabes que quería encabezar la causa palestina y acabó luchando contra los palestinos en lugar de contra los israelíes. Peor aún, los sirios habían sobornado a algunos de sus palestinos para que se unieran a ellos en el asedio. Apenas un año antes, Arafat y su OLP habían resistido un cerco de 88 días en la capital de Líbano, Beirut, por parte del Ejército israelí, encabezado por el ministro de Defensa Ariel Sharon. La suerte de Arafat volvía a desmoronarse una vez más. En la grabación se oyen silbidos y, de vez en cuando, a lo lejos, proyectiles que se estrellan contra la montaña. Ayer volví a escucharla, con el sonido del viento crujiendo al micrófono:
-Arafat: No me separaré de mis guerreros de la libertad mientras se enfrentan a la muerte y a los peligros de la muerte… Es mi deber estar junto a mis guerreros de la libertad, mis oficiales y mis soldados.
-Fisk: Hace un año, usted y yo hablamos en Beirut Oeste. Ahora estamos en la cima de una colina ventosa de las afueras de Trípoli, a 80 kilómetros de la frontera de Israel, o la frontera de Palestina, y la gente de Al Fatah se está rebelando.
-Arafat: Verá, le daré otra prueba de que somos un hueso duro de roer. Espero que recuerde lo que dijo Sharon al principio de esta invasión. Soñaba con que, al cabo de unos tres o cinco días, habría liquidado o aplastado a la OLP, a nuestro pueblo, a nuestros guerreros de la libertad… y aquí seguimos. El asedio de Beirut, las batallas del sur de Líbano, ese milagro, 88 días, la guerra más larga entre árabes e israelíes… Y después de todo eso seguimos en esta guerra de desgaste contra el Ejército israelí, no sólo los palestinos, sin duda, nosotros y nuestros aliados (…) nuestros aliados, los libaneses, participan en esta guerra de desgaste y estamos orgullosos (…) estoy orgulloso de contar con esta valiente alianza.
-Fisk: ¡A 80 kilómetros de Palestina!
-Arafat: ¿Qué importa estar a 80 kilómetros o a 80.000?Aun solo metro de la frontera de Palestina, ya me encuentro muy lejos.
A 80.000 kilómetros de Palestina. Arafat era un soñador, lo cual era una característica muy popular entre los palestinos, que sólo podían encontrar esperanza en los sueños. Incluso en los primeros tiempos, si se le exigía un compromiso, Arafat podía sentarse a hablar con los israelíes e insinuar incluso una aceptación de la división de Palestina. «Viviré aunque sea en un metro cuadrado de mi tierra», solía decir; las dimensiones geográficas no eran su fuerte. Sin embargo, si uno de los adláteres más descabellados de la OLP abochornaba a los palestinos -y al mundo- asesinando a un inocente, Arafat salía a escena para impedir una tragedia mayor, de modo que logró forjarse un prestigio gracias a los crímenes de su propia organización. Así, el asesinato a manos de palestinos de un pensionista judío minusválido, de nombre Leon Klinghoffer, a bordo del crucero secuestrado Achille Lauro en 1985, fue supuestamente eclipsado por el gesto humanitario de Arafat al conseguir la liberación de los 300 pasajeros restantes.
No obstante, fue su mayor error político -su respaldo a Saddam Hussein tras la invasión iraquí de Kuwait en 1990- el que le dio su mayor victoria, y también la más vacua. Igual que el rey Hussein de Jordania, quien también se había negado a apoyar la pax americana del presidente Bush padre, Yasser Arafat estaba lo bastante débil para firmar una paz con Israel; los acuerdos de Oslo -el tratado de paz más inestable desde el de Versalles- fueron el cebo para atraerlo. Yasser Arafat creyó que le estaban dando Palestina -un Estado, sellos, aerolíneas nacionales, prestigio, admiración, Jerusalén Este y un ejército-, pero no le estaban ofreciendo nada semejante. Muy al contrario, Oslo resultó ser una oferta de colaboración: le pedían a Arafat que patrullara Gaza y Cisjordania en nombre de Israel, igual que el general Lahd, el oficial renegado del Ejército libanés, gobernaba el pequeño feudo israelí del sur de Líbano. Su cometido no era el de representar a su pueblo, sino el de controlarlo. Por ello adoptaron los israelíes tan deprisa el mantra de «¿Puede Arafat controlar a su pueblo?».
Por supuesto, no podía. Hamas había sido una creación israelí para contrarrestar el poder de Arafat -en los tiempos en que la OLP eran los superterroristas de Oriente Medio- y éste no iba a lanzar una guerra civil en Palestina para beneficio de Israel. Así pues, se aferró al poder no con autoridad, sino con dinero, pagando a sus terroristas y a sus compinches, desoyendo con indulgencia a los grupos que se escindían de la OLP mientras prometía seguridad, paz, prosperidad, un Estado y todas esas cosas que Oslo no le daría.
Su lealtad a sus compinches fue parte de su fracaso. Al negarse a que palestinos más jóvenes y cultos dirigieran su red de relaciones públicas, se rodeó de portavoces incompetentes de mediana edad que proclamaban a voz en grito su indignación, pero en un inglés incomprensible (un error que no cometieron los propagandistas israelíes). Cuando Israel incumplió los acuerdos de retirada, sobre todo durante el mandato de Beniamin Netanyahu, Arafat suplicó la ayuda de Estados Unidos para cumplir con una agenda en la que no creía nadie más que él. «Eso es responsabilidad de las partes implicadas», le respondió el Departamento de Estado estadounidense, dejando así todas las decisiones a la más poderosa de las dos partes, Israel.
Arafat no pudo proteger a su pueblo de las incursiones militares israelíes ni de los bombardeos, y no pudo proteger a los israelíes cuando los palestinos empezaron a lanzar atentados suicidas en la sociedad de Israel. No pudo impedir la creación de asentamientos ilegales sólo para judíos en tierra árabe, y no pudo obtener ni una mínima parte de Jerusalén como capital palestina, ni un metro cuadrado en el que vivir dentro de la ciudad. No logró obtener permiso para que un solo refugiado palestino regresara a vivir en el hogar del que expulsaron a su familia en 1948. No pudo defender sus propias fronteras nacionales. No le permitieron controlar su propio aeropuerto. Al final sólo logró abandonar el edificio en ruinas en que vivía comenzando el largo proceso de su fallecimiento.
Igual que tantos otros líderes árabes, Arafat gobernó con los sentimientos más que con la razón -George Bush, hijo, es su equivalente más cercano con su guerra contra Iraq-, y eso lo llevó a arrebatos de retórica que eran tanto una panacea para su pueblo como un insulto para su elite culta. A Edward Said, el más brillante de los eruditos palestinos, lo sacaban de quicio los perfectos disparates de Arafat, así como su gobierno vano y dictatorial (Arafat prohibió los libros de Said y los palestinos que querían leerlos tenían que comprarlos en Israel).
«El pueblo lo quiere, desde luego», me dijo Said una tarde en Beirut, mientras tocaba el piano para calmarse tras otro discurso de Arafat. «Ha salido al podio y les ha prometido un Estado palestino, y ellos han aplaudido y han jaleado, han pataleado con los pies. Alguien le ha preguntado cómo sería ese Estado y Arafat ha señalado a un niño de la primera fila y ha dicho: ´Si queréis conocer la respuesta, tenéis que preguntarles a todos los niños palestinos qué desean´. Y el público ha enloquecido de nuevo. Ha sido una contestación muy aclamada. Pero ¿de qué demonios hablaba? ¿Qué ha querido decir?»
Sólo Hanan Ashrawi era capaz de darle su opinión a Arafat. «Creo que yo era la única que podía llamarlo y decirle que se equivocaba», me comentó una vez. «Le decía: ´Señor presidente, esto está mal, no funcionará´. Y después sus asesores venían y me decían: ´¿Cómo puede hablarle así al presidente? ¿Cómo se atreve a criticarlo?´. Pero alguien tenía que hacerlo.»
Hubo otra conversación, más profunda, entre Said y Arafat, en 1985, cuando los dos hombres debatían sobre Haj Amin Al Husseini, el gran muftí de Jerusalén que apoyó el alzamiento de 1936 contra los británicos y que siempre creyó que los sionistas se apoderarían de tierra palestina para crear un Estado de Israel, pero que acabó en Berlín durante la guerra, exhortando a Hitler a impedir la emigración de judíos a Palestina y alentando a los musulmanes bosnios a que se unieran a las SS. Según Said, el líder de la OLP le puso la mano en la rodilla y la apretó con fuerza. Y Arafat dijo: «Edward, si hay una cosa que no quiero, es ser como Haj Amin. Siempre tuvo razón, pero no consiguió nada y murió en el exilio».
¿Qué dirán de Arafat? Los israelíes no dieron su permiso para que Haj Amin fuese enterrado en Jerusalén. Ariel Sharon ya ha dicho que esa misma regla se aplicará a Arafat. En la muerte, al menos, Arafat y Haj Amin serán iguales.
© The Independent 2004
Traducción: Laura Manero Jiménez