La muerte de Yasser Arafat significa el fin de una era, pero también el fin de las excusas de Ariel Sharon y George W. Bush. Durante los últimos años el Primer Ministro israelí y el Presidente de EEUU, dos líderes que se autodenominan hombres de paz y cuyas acciones parecen estar diseñadas para provocar guerras, […]
La muerte de Yasser Arafat significa el fin de una era, pero también el fin de las excusas de Ariel Sharon y George W. Bush.
Durante los últimos años el Primer Ministro israelí y el Presidente de EEUU, dos líderes que se autodenominan hombres de paz y cuyas acciones parecen estar diseñadas para provocar guerras, han sustituido un serio proceso de paz israelo-palestino por la demonización y marginalización de Arafat. Influido por Condoleezza Rice, quien dijo a Bush que Arafat es la razón del fracaso de una serie de negociaciones de paz, Bush aceptó totalmente la política de Sharon para aislar a Arafat.
Este enfoque no produjo ningún avance, sino sólo escalar la violencia. Las demostraciones de pesar de los palestinos por la muerte de Arafat demostraron por qué la estrategia no funcionó. Arafat, con todo su autoritarismo y otras numerosas imperfecciones, tenía verdadero apoyo. Es por eso, y no por temor o fraude, que los palestinos lo eligieron como su líder. Hablar por una parte de democracia y de negociaciones, y por la otra negarse a reconocer o tratar al líder electo de una de las partes es una burla a la idea de democracia y destruyó la credibilidad de Estados Unidos como un mediador honesto capaz de solucionar el conflicto.
La muerte de Arafat debe traer alguna claridad, aunque sea para dejar en claro el hecho de que la esencia del problema es diferente y más profunda que la personalidad del líder palestino. El problema fundamental es la brecha entre las aspiraciones del pueblo palestino -la mayoría del cual desea vivir en su propio estado soberano limitado por las fronteras anteriores a 1967 y no aceptará otra cosa- y lo que los gobiernos israelíes han estado dispuestos a conceder. Arafat simbolizó las aspiraciones de los palestinos; no las creó. Mientras que Arafat es considerado por Estados Unidos como un terrorista sin remedio, muchos palestinos creen que él sacrificó demasiado en aras de tierra y paz al acceder a los términos de Oslo. Entre los críticos se encuentran no sólo los extremistas de Hamas y Jihad Islámica, sino también palestinos más moderados, incluyendo intelectuales seglares como el difunto Edward Said. El futuro líder palestino tendrá que funcionar con los mismos parámetros políticos y puede que no tenga el mismo capital moral que Arafat poseía como líder fundacional del movimiento nacional palestino.
Ahora la administración Bush está diciendo que la muerte de Arafat abre el camino a la paz y para un estado palestino. Detrás de las altisonantes declaraciones, el enfoque parece ser el mismo mensaje fracasado de los últimos cuatro años. La pasada semana la Administración prosiguió con su política de ignorar a Arafat -más allá de la tumba. De enviar a un funcionario de alto nivel al funeral de estado de Arafat, como el Secretario de Estado Colin Powell, igual que hicieron los europeos, Estados Unidos hubiera extendido una rama de olivo al mundo árabe y se hubiera posicionado para comenzar a reconstruir la credibilidad entre los palestinos. En su lugar, la administración Bush envió a un funcionario menor en otra bofetada más a la sensibilidad palestina y árabe. Sharon, por su parte, se negó a que Arafat fuera enterrado en Jerusalén.
Estas muestras paralelas de pequeñez de espíritu no auguran nada bueno en favor de un acuerdo de paz. No obstante, en una aparición conjunta también de la semana pasada, otra pareja de almas gemelas, George Bush y el Primer Ministro del Reino Unido Tony Blair, se comprometieron a trabajar en pro de la paz en el conflicto israelo-palestino y para la creación de un estado palestino.
Pero Bush se negó a decir que tal estado se crearía en su segundo período; es más, incluso no estaba dispuesto a apoyar una conferencia internacional o nombrar a un enviado especial, tal como le solicitó Blair. En su lugar, dejó la responsabilidad a los palestinos y dijo que dependía de su habilidad para gobernarse democráticamente.
La elección democrática que los palestinos deben realizar en el plazo de sesenta días posteriores a la muerte de Arafat, puede que produzca un resultado muy diferente al que Estados Unidos espera: un líder palestino lo suficientemente dúctil como para implementar un acuerdo de paz bajo los términos dictados por Sharon, pero lo suficientemente fuerte y cruel como para imponer por la fuerza un acuerdo injusto. Es evidente la falla en esto: ningún líder palestino que abrace tal rendición podría ser elegido, muchos menos contar con el apoyo popular que necesita para reprimir a una facción mayoritaria de su propio pueblo.
En vez de una dirigencia dispuesta a ajustar sus condiciones para que se amolden a los términos muy desiguales que el gobierno de Sharon está dispuesto a ofrecer, una elección democrática en Palestina pudiera arrojar un resultado desagradable: la elección de Marwan Barghouti, un líder de la OLP que cumple cadena perpetua por asesinato en una prisión israelí. Entre los palestinos, Barghouti es considerado un luchador por la libertad y es muy popular, especialmente entre los jóvenes. Si decide ser candidato desde la prisión, Barghouti puede resultar muy difícil de derrotar; es más, sería difícil para cualquier palestino enfrentársele en unas elecciones. Si Barghouti resulta elegido crearía un dilema para las administraciones de Bush y Sharon, y revelaría la futilidad de que Estados Unidos o Israel intentaran escoger a la dirigencia palestina.
La muerte de Yasser Arafat realmente abre la puerta a una nueva generación y a un nuevo pensamiento entre los palestinos, los cuales se espera que pasen a formas no violentas de lucha. Desafortunadamente, Estados Unidos bajo George W. Bush e Israel bajo Ariel Sharon parecen decididos a derrochar la oportunidad que la historia ha puesto en sus manos. De hecho, la realidad puede que sea muy diferente y que mucho de lo que se ha hablado de paz sea meramente un acertijo. Al hablar de paz, pero ofrecer condiciones imposibles, Bush puede presentarse como un pacificador ante los moderados en Estados Unidos, mientras evita presionar a Sharon o sentir en casa la indignación de los sectores pro-Israel de línea dura. Por su parte, Sharon puede adoptar una imagen razonable y de cooperación con Estados Unidos, mientras evita cualquier posibilidad de creación de un estado palestino viable. Todo esto sugiere que una paz justa puede requerir de un cambio en el liderazgo de Estados Unidos e Israel, así como de una transición generacional en el movimiento nacional palestino.