En el marco de la Convergencia Europea, no ha cesado de alentarse una revolución educativa capaz de afrontar los nuevos retos y desafíos planteados por la llamada «sociedad del conocimiento». Ahora bien, como ocurre con todas las revoluciones, podemos correr el riesgo de que la actividad legislativa revolucionaria destruya por completo aquello que pretendía legislar. Este artículo pretende llamar la atención del mundo académico para que, por lo menos, este desastre no se consolide con nuestra colaboración
1. Introducción.
Hace ya 5 años, durante el curso académico 1999/2000, asistimos todos, atónitos, al clamor de los estudiantes «contra la mercantilización de la Universidad». Incluso los militantes más optimistas quedaron perplejos ante el carácter masivo de las movilizaciones -pese a contar, por cierto, con la oposición activa tanto de los sindicatos como de todos los partidos políticos del arco parlamentario sin excepción-. El objetivo fundamental de los estudiantes era implicar a toda la comunidad universitaria en un debate que ya no podía dejar de plantearse: el Informe Universidad 2000 (más conocido como Informe Bricall) ponía definitivamente sobre la mesa todos los elementos para reflexionar sobre el conflicto que se avecinaba: y esta vez no era un conflicto de las distintas Facultades o Departamentos entre sí, sino un conflicto entre la Universidad en su conjunto y la pretensión de introducir, como patrón de medida desde el que juzgar la docencia y la investigación, una pauta enteramente extraña al quehacer teórico. Durante aquel año se intentó poner de manifiesto que se trataba de un conflicto que debía impeler a todo aquel que respetase la dignidad de su propia disciplina pues, en definitiva, lo que se consideraba que estaba en juego era el derecho de cada ciencia a seguir marcando autónomamente sus propias pautas.
Ni que decir tiene que la comunidad universitaria continuó inmersa en sus conflictos entre Departamentos y Facultades ignorando casi por completo las implicaciones que llegaría a tener la aplicación de esa pauta extraña. Cuando a finales de 2001 los medios universitarios parecían encontrarse por fin muy agitados y movilizados en contra del, por aquel entonces, Proyecto de Ley Orgánica de Universidades, los mismos estudiantes que habían impulsado las movilizaciones contra el Informe Bricall intentaron llamar la atención sobre el hecho de que la verdadera amenaza para la idea misma de Universidad no se encontraba en nada de lo que enfrentaba a los reformadores con sus opositores sino, por el contrario, precisamente en aquello sobre lo que parecían estar enteramente de acuerdo: la idea de que la Universidad debe «modernizarse» para poder «responder» mejor a los «retos y desafíos» que le plantea la «sociedad del conocimiento». En este sentido, intentaron oponerse al proyecto de reforma con la misma contundencia con la que se oponían a la contrapropuesta del PSOE -esbozada en un documento de su Secretaría de Educación, Universidad, Cultura e Investigación con el título Una universidad para la sociedad del conocimiento– o a los comunicados de la Conferencia de Rectores (CRUE). Intentaron señalar que el verdadero peligro lo representaba la nueva ideología en torno a la educación aparentemente compartida por todos: una nueva concepción de la Universidad presente en los informes para la reforma (evidentemente, no sólo en el español Informe Universidad 2000 sino en todos los que se han elaborado en los últimos años como, por ejemplo, el Informe Dearing en Inglaterra o el Informe Attali en Francia); en las nuevas leyes para la Universidad (en este caso la LOU); en los discursos de oposición; en los acuerdos de la OMC (especialmente el Acuerdo General del Comercio de Servicios, GATS en sus siglas en inglés); en lo referente a la educación superior de los planes de ajuste estructural que impone el FMI, etc.
En realidad, toda esta ideología compartida se basa en último término en el hecho de que, actualmente, la lucha por la competitividad económica es cada vez más deudora de la producción y gestión de determinados conocimientos (situación a la que, no sin cierto eufemismo, han venido a denominar «sociedad del conocimiento»). Por lo tanto, adaptar la Universidad para que responda a esta «demanda» parece una exigencia indiscutible si no se quiere «perder el tren» del «desarrollo» y la posición alcanzada en el mercado internacional (posición, evidentemente, siempre amenazada por la feroz competencia). Ciertamente, no podía deberse a un fenómeno paranormal el hecho de que se esté produciendo la misma reforma simultáneamente en todas las universidades de todos los rincones del planeta sin que académicos, decanos, rectores o incluso gobiernos parecieran poder hacer nada. De hecho, ya entonces, la convicción de la Coordinadora de Asambleas de Escuelas y Facultades era que oponerse a esa ideología compartida implicaba necesariamente, de un modo u otro, oponerse al proceso de globalización dirigido por las grandes corporaciones económicas a través de la OMC, el FMI o el BM, es decir, oponerse a las nuevas condiciones en las que las aventuras y desventuras de la competencia económica imponen revoluciones -auténticas revoluciones mundiales que se vienen encima sin que haya ley ni institución que pueda impedirlo- que tratan de subordinarlo todo al éxito en esa competencia y arrasan a su paso todo lo que no resulte de alguna utilidad para la consecución de esos objetivos.
Ahora que ya es demasiado tarde, caemos verdaderamente en la cuenta de hasta qué punto los estudiantes tenían razón con esas movilizaciones. Lo que se ha dado en llamar la «revolución educativa» puesta en marcha con el nuevo milenio, ha comenzado ya a sembrar de sal el suelo de la Academia, en un proceso que se nos dice que es imposible de detener. Ahora bien, si es posible o no es posible detener este proceso es una cuestión que exige primero comprender en qué consiste lo que está pasando, con qué elementos se está jugando, sobre qué instancias se está legislando. Es necesaria una reflexión capaz de sacar a la luz el lugar ciudadano sobre el que se asienta eso a lo que llamamos Universidad, Academia o Comunidad científica, de tal manera que queden claros ciertos límites que ninguna legislación puede traspasar sin destruir precisamente lo que en ese caso se trata de legislar.
2. Qué significa que la Universidad rinda un servicio a la sociedad.
La Universidad tiene un lugar en la ciudad. Representa, no cabe duda, una de las piezas de las que está compuesta la sociedad contemporánea, uno de los ingredientes necesarios para componer el tipo de ciudadanía con el que la civilización occidental está comprometida políticamente, fundamentalmente en el marco de lo que podría llamarse el proyecto de la Ilustración.
En la Universidad, se habla; pero también se habla de parte a parte en la ciudad, por todos los rincones sociales. El hecho de que las partes de que se compone una sociedad lleguen a acuerdos, compromisos o contratos mediante la palabra es lo que conforma ese espacio al que llamamos ciudad, un marco, en definitiva, para eso que llamamos ciudadanía. Ahora bien, la especificidad del hablar universitario es que está interesado en y orientado a lograr un efecto al que llamamos verdad. La Universidad es la sede del conocimiento, y el conocimiento no es sino esa capacidad que tiene la palabra para establecer un contrato o un compromiso con la verdad y no simplemente con los hombres, con los otros hombres. De la verdad no puede decirse que sea una parte interesada más de todas aquellas otras partes que ciudadanamente pueden llegar a acuerdos mediante las palabra. El que haya un lugar en el cual la palabra adquiera un compromiso con la verdad significa que en ese lugar no se va a decir lo que se dice por un acuerdo de intereses más o menos consensuado o discutido con las otras partes en litigio, sino que, por el contrario, se va a decir lo que se dice independientemente de cualquier interés que esté puesto en juego, es decir, que se va a decir desinteresadamente. A este negocio que consiste en no ser ningún negocio (o que consiste en ser un negocio con la única parte que no puede ser una parte interesada, la «verdad»), se le llama, desde antiguo, teoría, y se llama interés teórico a lo que de interesente tiene ese actividad desinteresada.
Naturalmente que todo esto es, como suele decirse, «en teoría»; la Universidad será, luego, fácticamente lo que sea (o mejor dicho, se llamará «universidad» o «academia» o «comunidad científica» a cosas que no lo son). Pero, cuando se trata de legislar, no puede comenzarse por obviar lo que debe ser la cosa sobre la que se legisla. La Universidad, en tanto que sede por antonomasia de lo que se llama la «comunidad científica», se encuentra edificada sobre un terreno muy antiguo, en el que antaño se edificó la Academia platónica. Dentro o fuera de las ciudades, encontramos a la Universidad señalada siempre por una especie de khorismós, una especie de «abismo», que la separa, en primer lugar, de la conversación ininterrumpida que la ciudad mantiene consigo misma, y que, además, establece una especie de prohibición o de imperativo sobre la forma en la que va a ser legítimo hablar en el interior de su recinto. Es la herencia del platónico «no entre aquí quien no sepa matemáticas». El caso es que sin un friso de este tipo, que marque muy claramente la separación entre la Universidad y el resto de la ciudad, la Universidad desaparece, se convierte en otra cosa. Todo esto deriva, como veníamos diciendo, de la forma tan peculiar que tiene la Universidad de ser una de las «piezas» de las que se compone la ciudad. Sin duda que lo es, sin duda que es una pieza más entre otras, como lo prueba el hecho mismo de que es una pieza tan vulnerable como cualquier otra y en cierta manera, más vulnerable aún: la materialidad discursiva sobre la que necesita asentarse la teoría no tiene tanques ni misiles antiaéreos y, a veces, basta un mero truco legislativo alentado desde la OMC para dañarla hasta los cimientos. La Universidad es una pieza más de la ciudadanía, pero todo sucede como si la única manera de que una ciudad goce de esa pieza imprescindible fuera que la ciudad acepte, como una cuestión de principio (y que así lo recoja en el preámbulo de todas sus legislaciones al respecto), que lo peculiar de esa pieza es que no tiene que acomodarse a ninguna de las otras piezas que componen la ciudad; que esa pieza, más bien situada «en las afueras» o en cualquier caso separada del tejido de acuerdos y contratos ciudadanos por un friso intimidatorio, un advertencia o un abismo, es la pieza que corresponde a la razón, es decir, a una instancia desde la cual la palabra ya no es el vehículo para que las cosas se acomoden entre sí, sino para que, en todo caso, se acomoden a lo que deben ser.
A este respecto, la historia de la filosofía se encuentra de algún modo dividida entre dos convicciones contrapuestas, en las que, por extraño que parezca, platónicos, kantianos y materialistas caen -o deberían caer, porque luego vete a saber lo que se entiende por tales cosas- siempre del mismo lado, empeñados en recordar tozudamente la imposibilidad de mediar o de amortiguar o superar la separación entre la práctica en la que consiste hacer teoría y el resto de las prácticas que atraviesan una sociedad[1].
Se trata de la convicción siguiente: el curso de la realidad hace que las cosas encajen entre sí y se acomoden unas con otras; pero, incluso si se permitiera a lo real cursarse hasta el final, hasta sus últimas consecuencias, desplegando todas sus astucias, realizando todas sus componendas y todos sus apaños, consensuando todos los intereses y librando todas las batallas, el curso de la realidad jamás llegaría a hacer el trabajo de la razón. Es decir: ni la Historia, con todos sus movimientos, mentiras, carnicerías y matanzas, puede explicar al Derecho lo que es Justo; ni la Historia, con todos sus movimientos, carnicerías, matanzas, mentiras y mitologías puede explicar al Conocimiento lo que es Verdad.
Esa doble negativa encierra, por supuesto, el secreto más profundo del famoso khorismós platónico. Pero es también el motivo de que Grecia haya pretendido distinguirse, de entre toda la inmensa diversidad de culturas que pueblan la historia y la geografía, mediante una diferencia diferente a todas las diferencias[2]. Es también el motivo por el cual la historia heredera de esa distinción griega -lo que solemos llamar Occidente- pretende siempre -con toda la razón- estar como cabalgando en un abismo, como si tuviera un pie puesto en otro sitio que este mundo, desde el cual pudiera contemplarse todo lo demás[3]. Y es, por supuesto, el motivo de que la ciudad universitaria no pueda simplemente edificarse «a las afueras» de la ciudad, expuesta a que algún día el crecimiento demográfico la sepulte en su interior. Se precisa, más bien, de alguna suerte de friso legislativo para que, suceda lo que suceda, se conserve la separación y la distancia respecto del conjunto de tejidos sociales y ciudadanos.
La Historia no puede explicar al Derecho lo que es justo. Es verdad que hay que ser un poco platónico para decir esto. No ha sido, por poner un ilustre ejemplo, la Historia la que ha dado la razón a Sócrates contra el tribunal que lo condenó. Sócrates tenía razón contra el tribunal y la seguiría teniendo si la Historia entera hubiera apoyado sin reservas a éste último. O puede que no, puede que Sócrates no tuviera razón, pero, entonces, no la tendría, igualmente, con independencia de lo que el oleaje de la Historia opinara al respecto. Lo que para los platónicos, los kantianos y los materialistas no ocurrirá jamás es lo que pasa en el relato hegeliano del juicio de los atenienses: Sócrates acaba por tener razón a fuerza de tenerla por entero el tribunal que le condenó. Según Hegel, bastaba dar al tribunal todo el tiempo de la Historia para que su sentencia inicial, alargada hasta sus últimas consecuencias, hasta todas sus consecuencias, condujera al triunfo ineludible de Sócrates. Los hombres pueden equivocarse, pero el absoluto no. Un hombre que se enfrenta a su ciudad puede o no estar equivocado; pero si acaba por tener razón contra la ciudad no será porque le lleve la contraria, sino porque, al hacerlo, obliga a la ciudad a agotar por entero sus razones (es decir, a dar de sí todo lo que puede dar, que nunca es suficiente para la Historia). El conjunto de las conversaciones que una ciudad mantiene consigo misma, si se le deja discurrir hasta el final, si se le da suficiente tiempo, el tiempo que quiera tomarse la Historia hasta consolidar eso que se llama el espíritu de un pueblo, no puede equivocarse. No puede estar equivocado, a no ser que a fuerza de decir hasta el final todo lo que tiene que decir, el espíritu del pueblo se transforme él mismo en su contrario. Es de este modo como el espíritu absoluto avanza a través de los pueblos, contra los pueblos y sin piedad ni compasión por ellos, a fuerza de darle a los pueblos toda la razón. Y es así como, en Hegel, la totalidad de lo real acaba siempre por tener razón contra cualquier realidad. Así pues, algunos hombres (como por cierto Fidel Castro) han clamado a los tribunales: «condenadme, la historia me absolverá». Es éste, en realidad, el nervio más profundo de todo idealismo y el más mínimo desliz al respecto contiene ya todo un sistema hegeliano latiendo en su interior. Por el contrario, otros hombres, como Sócrates, se limitaron a alegar algo que tenía que ser eternamente justo o eternamente injusto independientemente de que lo que dijera la Historia: pues no es la Historia la que debe juzgar a la razón, sino la razón la que debe juzgar a la Historia. Y en la radicalidad de esta convicción a la que podríamos llamar «socrática» -y de la que hemos hecho depender el nervio mismo de todo «materialismo» por razones demasiado largas de explicar aquí [4]– está, sobre todo, incluida la advertencia de que, a estos efectos, la totalidad de lo real tampoco tiene ningún privilegio especial sobre las realidades particulares.
El que la Historia no pueda explicar al Derecho lo que es justo significa que ni siquiera la totalidad de lo real está en condiciones de explicar a la razón lo que ésta exigía en el fondo, verdaderamente, sin saberlo. El todo de la realidad nunca será para la razón un tribunal más alto o superior destinado a juzgar en última instancia. En todo caso, el todo de la realidad, será siempre, para cualquier kantiano, para cualquier platónico, para cualquier materialista, el acusado. Y el acusado no puede enseñar nada al tribunal de la razón, no puede, ni en primera ni en última instancia, dictar la sentencia final y más justa. Su sentencia «final y más justa» no sería más que el conjunto de todos sus crímenes instituido en ley.
Paralelamente, la Historia no puede explicar al conocimiento lo que es verdad. Ni siquiera la totalidad de lo real podría explicar a la razón lo que sería una verdad más verdadera que aquella que ella hubiera sido capaz de trabajar en el límites de la ciudad científica. El todo de la realidad, para Hegel, es el espíritu -pues «sólo para el espíritu no hay nada que sea absolutamente otro»[5]– y, por lo tanto, algo así como la punta de lanza que ha obrado en todos los esfuerzos cognoscitivos de la razón, abriéndose camino astutamente a través del entramado del espíritu del pueblo, hacia el espíritu absoluto, es decir, hacia sí mismo. Pero, para cualquier kantiano, platónico o materialista, el todo de la realidad será, en todo caso, el conjunto de todo aquello que hay que conocer, y nunca aquello que en realidad terminará por explicar a la comunidad científica lo que ella intentaba conocer erráticamente. Muy al contrario: si se deja al curso de la realidad dar de sí todo lo que tiene que dar, si se le deja agitarse hasta el final, si se le deja decir todo lo que tiene que decir, tendremos a la postre algo así como la consolidación de un Espíritu del pueblo, transido de la labor de un Espíritu absoluto, pero el resultado final nunca será el conocimiento o la verdad sino lo que los althusserianos llamaban un «macizo ideológico», un tejido de evidencias muy evidentes, de errores tenaces necesarios tan sólo para que la realidad se curse a sí misma, mediante todos sus crímenes y todas sus carnicerías, con la pretensión de saber lo que hace y de que, además, lo que hace es justo y necesario.
El conocimiento no surge de un dejar ignorar a la ignorancia. La ignorancia, de hecho, nunca ignora callando, sino, antes bien, estableciendo sin cesar una conversación ininterrumpida, y cuanto más habla, más ignora. Si pudiéramos extender esa conversación hasta proporcionarle todo el tiempo que necesitara, al final no tendríamos el conocimiento o el saber, sino una ignorancia más arrogante. Es, por el contrario, a fuerza de arrancar a la historia un lugar para el silencio, como la comunidad científica ha podido desplegar los instrumentos de su trabajo cognoscitivo. En principio, esos instrumentos -la regla y el compás- no han sido sino, precisamente, la manera de impedir que la conversación ciudadana colonizase el recinto académico. En la Academia sólo estaba permitido hablar mediante la regla y el compás, lo que es tanto como decir que, en ella, nadie tuvo derecho a hablar a excepción, en todo caso, de la propia cosa de la que se hablaba, en la medida en que se encontraron procedimientos para otorgarle un lugar en la palabra. En este sentido, todo el asombroso instrumental científico contemporáneo no contradice para nada la esencia de lo que para Platón representaran la regla y el compás. Un termómetro es un instrumento muy adecuado para que en lugar de hablar el científico dando su opinión sobre lo caliente o fría que está la cosa, sea la cosa misma la que diga a qué grados está. Un acelerador de partículas es también un instrumento muy adecuado para que se muestren las partículas, es decir, un modo de cerrar la boca a los empleados del laboratorio y de poner la palabra al servicio de las cosas. El instrumental sigue siendo, en suma, una manera de cortocircuitar la conversación ciudadana, obligándola a hacer voto de silencio[6] en el recinto académico. Para hacer voto de silencio respecto a algunas cosas, bastan la regla y el compás. Respecto a otras cosas más sutiles o diminutas hace falta a lo mejor un microscopio o un cámara de niebla y seguro que también un impresionante arsenal matemático. Pero la esencia del trabajo académico sigue siendo la convicción materialista que hemos apuntado: la convicción de que, por mucho que se agite, la Historia jamás hará el trabajo de los científicos. Que, por mucho que hable, la ciudad jamás acabará por deducir el teorema de Pitágoras; que no es a fuerza de hablar ininterrumpidamente con Menón como se construye un cuadrado el doble de grande que otro, sino partiendo enteramente de otro sitio, del silencio de un aneu logou, de un esclavo. De ahí que algunos interlocutores de Sócrates, como Calicles, Polo o Trasímaco se rebelen contra una forma de dialogar que, en lugar de buscar la charla, exige constantemente al interlocutor una especie de voto de silencio («¿vas a contestarme, Polo, o estás comenzando un discurso?») por el que se le obliga a decir no lo que quiere decir, sino aquello que es necesario decir según lo que anteriormente se ha dicho y aceptado («pero ¿serás tan desmemoriado, Ión, que no recuerdas lo que antes dijiste?»). El diálogo de Sócrates es, en efecto, el primer instrumento que ensayó la comunidad científica. Se parece mucho más a un microscopio o una cámara de niebla que a lo que nosotros llamamos un debate o una tertulia.
Así pues, mientras que Hegel y el idealismo convierten a la ciencia en la punta de lanza del espíritu de un pueblo o más bien en la condensación de todo lo que una época puede llegar a decir, tal y como si la ciencia no fuera sino el resultado de exprimir hasta su última gota la conversación ciudadana (en la cual a su vez se dan cita todos los intereses y componendas), la convicción antihegeliana que estamos reconociendo en Platón, Kant y el materialismo consistiría en marcar un abismo entre ignorancia y saber, negándose a hacer surgir el saber del ignorar de la ignorancia[7], del mismo modo que, y por los mismos motivos, el bien no puede engendrarse del mal[8]. No es a fuerza de que la Historia ignore como se acaba sabiendo en la Academia, del mismo modo que no es a fuerza de hacer correr la sangre y la maldad como se conquistan el bien y la justicia. Ni la Academia ni el Derecho pueden confiar en las fuerzas de la Historia. Ni la Academia ni el Derecho pueden confiar más que en sus propias fuerzas: en ambos sitios se sabe con certeza que el trabajo que no se haga ahí no se hará en ningún sitio, que lo que no absuelva la razón, no podrá jamás absolverlo la Historia, que lo que no alcance a conocer la ciencia no llegará a conocerlo el pueblo por mucho que agote todos los debates. Como dijo Althusser, la ciencia no surge de la reunión de todos los ignorantes (ni siquiera si es verdad que son todos). Tampoco la justicia surge de la reunión de todas las injusticias. Si se deja a todas las injusticias acoplarse o incomodarse entre sí, anularse, compensarse o eliminarse mutuamente, el resultado será, sencillamente, una carnicería en todo semejante, por cierto, a nuestro panorama político internacional. Si se dejara a todas las opiniones hablar hasta el final, hasta sus últimos implícitos, el resultado se parecería mucho más a un debate de Tele5 que a un libro de mecánica cuántica.
3. La revolución educativa y la sociedad del conocimiento
A partir de todo lo anterior, cabría sostener que, si la ciudad quiere gozar de los servicios de una Academia, poner a su servicio a la Universidad sin que ésta deje de ser la Universidad, lo mejor que puede hacer es dejar a los científicos trabajar en paz. Rodearles de un foso lo más profundo posible, capaz de impedir que el régimen del tiempo invada el espacio de las exigencias del concepto. Habilitar un espacio en el que las cosas pueden mostrarse y salvaguardarlo de toda pretensión por parte de la Historia de tomar ahí la palabra. La casa Bayer puede, si así lo desea, donar un millón de euros a la investigación farmacéutica, pero a condición de que no exija nada a cambio. Si la ciudad quiere gozar de los servicios de una Academia, tiene que proteger a ésta legislativamente de cualquier chantaje social o económico. La única forma de poner a la Universidad al servicio de la ciudad consiste en no demandarle servicio alguno. Lévi-Strauss, en referencia a los departamentos de antropología, lo expresó de manera inmejorable: la actitud correcta de la sociedad respecto a la Universidad consiste en dárselo todo y en no pedirle nada[9]. Es la mejor forma de garantizar el que preste a la sociedad el más imprescindible de los servicios: el de preservar en ella, de espaldas a todos los intereses y todas las componendas, independientemente de lo que ocurra o deje de ocurrir, un espacio incontaminado para la libertad, para dejar las cosas en libertad y en paz, de tal modo que dos y dos puedan seguir siendo cuatro contra todo viento y marea. La sociedad no puede obtener mejor «servicio» de la Universidad que el de preservar en ella un lugar en el que le esté prohibida la entrada, una institución a la que ella, la sociedad, no pueda ni sobornar, ni comprar, ni chantajear. Desde el mismo momento en que se exige un servicio a la Universidad, se tiene servicio, pero no Universidad. La única forma de gozar de la Universidad es dejarla en libertad. La libertad de cátedra no es, en este sentido, algo negociable o matizable: es la esencia misma de la Academia, pues es la esencia misma de la teoría. El científico tiene que estar en condiciones de dejar en libertad a la cosa de forma absoluta; ni siquiera él mismo puede inmiscuirse entre el cuadrado de la hipotenusa y la suma del cuadrado de los catetos, así es que difícilmente se entenderá que la casa Bayer vaya a tener derecho a poner a la hipotenusa a trabajar a su servicio, buscando alguna solución más rentable al teorema de Pitágoras. El que nos valgamos de un ejemplo de la geometría no debe llevar a confusión. El hecho de que, por ejemplo en las ciencias sociales o humanas las cosas no puedan ser tan exactas como en matemáticas no indica que ahí se pueda relajar la libertad de cátedra, sino todo lo contrario: indica que hay reforzarla mucho más, pues solo faltaría que estuviéramos pagando a un historiador para que nos explicara lo que a la casa Bayer o a la General Motors le interesa que sea la revolución francesa o la crisis del 29.
Por supuesto, toda la reforma educativa que se nos está imponiendo y cuyos devastadores efectos ya hemos comenzado a experimentar, camina exactamente en sentido inverso al señalado. Desde hace ya algunos años, y cada vez con mayor intensidad, la adaptación de la Universidad a los nuevos «retos» y «desafíos» que se le presentan se ha convertido en una verdadera obsesión. En Junio de 1999, los Ministros Europeos de Educación se reunieron en Bolonia para felicitarse por estar consiguiendo «que los sistemas de educación superior e investigación se adapten continuamente a las necesidades cambiantes, las demandas de la sociedad y los avances en el conocimiento científico»[10] y para comprometerse a seguir trabajando en esa dirección: aceptar los retos que proponga nuestra nueva y cambiante sociedad, la sociedad del conocimiento. Evidentemente, la denominada «sociedad del conocimiento»no tiene nada que ver con una sociedad de ciudadanos sabios. De hecho, la presencia de esta expresión, por algún motivo, hace desaparecer por completo del discurso relacionado con la educación términos del tipo «Verdad» o «Justicia». Por el contrario, la «sociedad del conocimiento» tiene que ver con la constatación de que el aumento de la productividad y la competitividad pasa, cada vez más, por la innovación, que queda definida no como la producción de conocimientos nuevos, sino como su difusión económicamente rentable. En este sentido, no sólo se trata de constatar que, por ejemplo en el sector agrícola, el aumento en la productividad pasa más por la investigación en ingeniería genética que por la mecanización de la producción. Además, hay que destacar que el éxito de toda innovación depende también de la adquisición de determinadas habilidades (tales como la identificación de las oportunidades de mercado, la gestión financiera, etc.) basadas en cierta gestión de la información y del conocimiento. Por lo tanto, resulta evidente el interés de las grandes corporaciones en poner a la Universidad a generar esos conocimientos rentables.
El primer informe sistemático que se realizó en España para orientar las reformas no dejaba lugar dudas: «La capacidad de las empresas para competir en mercados crecientemente globalizados depende cada vez más de factores no directamente vinculados a las condiciones de precio de los productos, de factores que, en gran medida, dependen de la capacidad de innovar. No sólo ha aumentado la competencia, sino que ésta ha cambiado, sustancialmente, su naturaleza, convirtiéndose en una competencia más tributaria del conocimiento científico y técnico y de las aptitudes de aprendizaje y adaptación de las empresas y de los individuos. En este contexto, la producción de bienes y servicios exige una aportación cada vez mayor de conocimiento y, también, más aptitudes para gestionar la mayor complejidad e incertidumbre que implica el incremento de los activos de conocimiento en las actividades productivas»[11] . Por lo tanto, «el sistema educativo y, en especial, las universidades deberían desempeñar un papel determinante en el reequilibrio de los procesos de formación para dotar a la población de las habilidades de producción necesarias y, también, de las habilidades de consumo»[12]. Este informe, conocido como Informe Bricall, analizaba cómo conseguir que la Universidad se adaptase minuciosamente a las demandas de un mercado gobernado por la lógica del beneficio. Es importante destacar que, al hablar de «demandas de la sociedad», se refería en exclusiva a las demandas del sector empresarial. En ningún momento (a lo largo de sus cientos de páginas) se preguntaba cómo conseguir ciudadanos mejor informados y más capaces de tomar decisiones fundadas. Por el contrario, parecía considerar que «la sociedad» sólo demandaba habilidades de producción y consumo. Estos mismos objetivos son los que explícitamente motivaron la Ley Orgánica de Universidades (LOU) por la que se reforma el sistema universitario español. La «exposición de motivos», que precede a la ley, comienza aceptando el «reto» que impone la «sociedad del conocimiento», para continuar constatando que «la modernización del sistema económico impone exigencias cada vez más imperativas a los sectores que impulsan esa continua puesta al día; y no podemos olvidar que la Universidad ocupa un lugar de privilegio en ese proceso». Veamos rápidamente qué mecanismos legales se articulan para conseguir esta adaptación de la Universidad al mercado o, mejor dicho, para dar cobertura legal a una adaptación y sometimiento que ya operaba de hecho.
En primer lugar, cabe destacar el aumento de competencias del Consejo Social, que es el órgano de «participación de la sociedad en la Universidad» y que está constituido por elementos externos a la comunidad universitaria (en gran parte pertenecientes al ámbito empresarial y profesional). Entre sus funciones está ahora la aprobación del presupuesto y de la programación de las Universidades, así como el nombramiento del Gerente (que es, a su vez, a quien le corresponde toda la gestión económica) y la supervisión del desarrollo y ejecución del presupuesto y control de las inversiones, gastos e ingresos. Es decir, se trata de poner todo el poder económico de la Universidad en manos de la «sociedad» que es, evidentemente, la que «de verdad» sabe qué se demanda en cada momento[13].
Cabe destacar también la creación de una Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación, cuyo primer objetivo es «la medición del rendimiento del servicio público de la educación superior universitaria y la rendición de cuentas a la sociedad»[14]. Esta Agencia, como puede suponerse, es enteramente solidaria con toda la ideología de la calidad que está acompañando al proceso de liberalización económica. Para hacerse cargo de lo que verdaderamente está en juego en el asunto de la «calidad» es importante notar en qué se distingue de la «excelencia» (término tradicional con el que referirse al «buen hacer» en el marco de la Academia). Podemos definir ésta como rigurosa adaptación a las exigencias teóricas internas que impone la disciplina científica de la que se trate en cada caso. Por lo tanto, una evaluación de la «excelencia» sólo podrá realizarse desde el interior de cada disciplina, pues, evidentemente, sólo conociendo en qué consisten sus exigencias teóricas propias se podrá evaluar en qué medida y con qué grado de profundidad y rigor se están sometiendo a ellas docentes e investigadores. Ahora bien, cuando de lo que se trata es de conseguir que la Universidad se adapte a las cambiantes necesidades de «la sociedad» -es decir, de exigirle que «rinda cuentas» a la sociedad que la financia o, lo que es lo mismo, de proporcionar a la «sociedad» mecanismos para fiscalizar la labor de la Universidad y asegurarse de que ésta se adapte rigurosamente a las exigencias prácticas externas que le impongan las frenéticamente cambiantes necesidades de la «sociedad del conocimiento»- es evidente que habrá que buscar un nuevo «patrón de medida» con el que evaluar la actividad universitaria: la «calidad». Lo que caracteriza al, digamos, «universo calidad» es que no necesite delegar la evaluación de la Academia en especialistas de cada disciplina -a los que se considera una banda de presuntuosos, merecedores de la mayor desconfianza, que sólo persiguen su propio interés pero se presentan compinchados como depositarios de un no sé qué casi sagrado (y a los que, por supuesto, se trata en consecuencia)- sino que, por el contrario, pueda confiar toda la evaluación a un grupo de rigurosos «especialistas en calidad», expertos en medir parámetros objetivos según criterios externos, criterios que, evidentemente, garanticen una correcta adaptación a las demandas de la «sociedad». Además de lo hasta aquí planteado, esto resulta especialmente sospechoso respecto a una sociedad que se caracteriza por expresar sus «demandas» a través del mercado, es decir, en un mundo en el que parece que nada puede probar su dignidad si no es probando su éxito como mercancía y, en efecto, la peores sospechas parecen confirmarse a la luz de los criterios de «calidad» que se proponen. Por supuesto, un criterio fundamental de calidad será la confianza que deposite la «sociedad» en una determinada Universidad frente a otras. En este sentido, el interés que muestren fundaciones y empresas en determinadas investigaciones y, sobre todo, su disposición a financiarlas, será tomado como el indicativo más fiable del nivel de «adaptación» a las «demandas reales»; por lo tanto, los grupos investigadores deberán mostrar su capacidad de obtener financiación externa para acreditar la pertinencia y calidad de lo que hacen. Evidentemente, esto sólo se conseguirá adaptando la investigación para que pueda resultar interesante a empresas a las que, a diferencia de la Universidad, les es enteramente ajeno el interés teórico, es decir, el trato absolutamente desinteresado con las cosas.
También la recepción de los «egresados» en el mercado laboral será tomado como indicativo de la calidad de las universidades. En este sentido, evidentemente, se considerarán de mayor calidad aquellas universidades cuyos licenciados tengan más éxito en el mercado y, por lo tanto, aquéllas que mejor se subordinen a sus cambiantes necesidades (siguiendo quizá, a ser posible, el ejemplo de Universidades innovadoras como la de Wisconsin e introduciendo también Licenciaturas en Empaquetados; en Gestión de Hoteles, Restaurantes y Turismo; en Diseño y Desarrollo de Indumentaria o en Venta al por Menor).
Otro criterio a valorar será la demanda de ingreso por parte de los estudiantes que acceden a la Universidad, pero, al mismo tiempo, se trata a toda costa de cambiar su perfil: al dejar de considerarse la educación un derecho que nos corresponde dada nuestra condición de ciudadanos y haber pasado a considerarse un servicio al que podemos acceder dada nuestra condición de consumidores, es importante sustituir al estudiante vocacional por el estudiante inversor (es decir, aquel que accede a la Universidad con la intención de rentabilizar la cualificación allí obtenida). En esta dirección juega un papel importante la sustitución que se está produciendo de becas por créditos (a bajo interés mientras duran los estudios pero cuyos intereses aumentan al ingresar en el mercado laboral). Es decir, la demanda de ingreso como criterio de calidad, se refiere a la demanda por parte de estudiantes previsiblemente endeudados que, por la cuenta que les trae, ya se encargarán de demandar algo que el mercado les vaya a remunerar.
Resulta evidente que, articulados todos estos mecanismos, no se trata ya sólo de que se intenten rentabilizar los conocimientos producidos en el ámbito universitario. El objetivo es que el ámbito universitario se centre en producir conocimientos rentables. Sencillamente se producirán conocimientos distintos si el principio que guía la investigación y la docencia es un principio académico que si se trata de un principio económico. Este cambio no supone sólo una amenaza a disciplinas como las humanidades sino a toda la investigación básica (pues, ciertamente, tan difícil de rentabilizar es la filosofía como la física teórica) y, por lo tanto, a la Universidad en su conjunto. En esta dirección, el Estado señala entre sus competencias la de asegurar «la vinculación entre la investigación universitaria y el sistema productivo, como vía para articular la transferencia de los conocimientos generados y la presencia de la Universidad en el proceso de innovación del sistema productivo y de las empresas»[15].
Evidentemente, la eficacia de todos estos mecanismos se concreta al influir sobre el presupuesto y los recursos disponibles por parte de las Universidades. Cada Universidad debe buscar sus propias fuentes de ingresos, aparte de la financiación pública (que tenderá a cubrir sólo unos mínimos, además de depender de la evaluación de la calidad). Las fuentes de ingresos posibles son, pues, los precios públicos por servicios académicos; los ingresos por másters, títulos propios, cursos de especialización, de formación continua; y, por último, los ingresos derivados de la colaboración con otras entidades dispuestas a celebrar contratos o realizar encargos «para la realización de trabajos de carácter científico, técnico o artístico, así como para el desarrollo de enseñanzas de especialización o actividades específicas de formación»[16]. Además, debe tenerse en cuenta que la financiación pública, ahora selectiva, queda en gran medida condicionada al éxito en la búsqueda de estas otras fuentes de financiación y a la evaluación de la «calidad», con lo que hemos visto que esto implica. De hecho, la mejor forma de garantizar la viabilidad económica de cualquier tarea será intentarse hacer un hueco como departamento de investigación de alguna gran empresa.
Por otro lado, recordemos que esta sociedad que impone determinados «retos» y «desafíos» no sólo es una sociedad en cambio constante, sino una sociedad en cambio a gran velocidad. En esta situación, resulta que nunca es posible saber por qué rama de los conocimientos van a producirse las innovaciones (y, por lo tanto, a qué ramas habrá que dedicar mayores esfuerzos en un posible futuro inmediato). Al mismo tiempo, han detectado que ciertos conocimientos en un área, aunque sean pequeños, facilitarían la adquisición de conocimientos nuevos si fuera preciso. Por lo tanto, la ideología comúnmente compartida impone, cada vez más, una educación «multidisciplinar» y «pluridimensional», que es, junto con los mecanismos previstos de «formación continua» (formación a lo largo de toda la vida por medio de cursos de renovación), la garantía de la flexibilidad y adaptabilidad al mercado. Para conseguirlo resulta también fundamental la sustitución de una parte importante del profesorado funcionario por profesorado contratado (hasta un 49%[17]) y, por lo tanto, sustituible en función de las cambiantes demandas. En esta misma dirección es también imprescindible que se articulen mecanismos «entre las universidades, centros de enseñanzas no universitarias, Administraciones Públicas, empresas y otras entidades, públicas o privadas, para favorecer la movilidad temporal entre su personal y el que presta sus servicios en estas entidades»[18].
Evidentemente, todo esto supone un grave atentado a la unidad y dignidad de las disciplinas como tales. Lo que se pretende (además de controlar la investigación) es formar, o bien profesionales ultraespecializados en áreas muy particulares o bien, por el contrario, sujetos flexibles que, teniendo algún conocimiento, por precario que sea, de distintas disciplinas, puedan adaptarse con facilidad a los cambios vengan de donde vengan. Ambas posibilidades suponen inequívocamente una verdadera fragmentación (casi desintegración) disciplinar. Las reformas impuestas por criterios de mercado suponen, pues, un grave peligro para la dignidad y consistencia de las Facultades que son, en definitiva, las garantes de que los distintos ciclos de estudios tengan una unidad y coherencia estrictamente académica (es decir, de que el currículum se establezca según exigencias teóricas internas de alguna disciplina científica). Sin duda intentan ocultar este atentado tras una presunta defensa de la libertad, optatividad y flexibilidad en la que se basa el sistema de créditos, es decir, en la cínica defensa de que cada cual pueda «diseñar» libremente sus estudios en función de sus propios intereses. Pero, una vez deteriorados los criterios de unidad académica -que sólo pueden quedar garantizados por una rígida estructura de Escuelas, Facultades y Departamentos-,nos encontramos, sin más, con otro tipo de coherencia: la que impone el mercado, ese mercado que va a castigar la falta de coherencia mercantil en la elaboración del curriculum aunque sobrase coherencia académica; y no hay ningún motivo para pensar que las exigencias mercantiles vayan a ser menos destructivas respecto a la teoría y la ciencia de lo que han sido en todos los otros ámbitos humanos. Al poner a la Universidad «al servicio de la sociedad», lo que se ha hecho ha sido suprimir el khorismós que protegía un espacio para la autonomía de la razón, abriendo sus puertas al vandalismo social y mercantil. Al «flexibilizar» -como suele decirse- las estructuras académicas, lo que en realidad se ha hecho ha sido colonizar el terreno que el trabajo teórico había logrado -en una labor de siglos y de milenios- arrancar al régimen del tiempo. Pues, en efecto, el único arma que el trabajo conceptual tiene contra la Historia es la consolidación de una ciudad inteligible, que, a la postre, viene a materializarse en la división y demarcación en escuelas, facultades, departamentos, etc. La «geografía» de la academia es el resultado de millones y millones de discusiones científicas en las que han trabajado los más grandes genios de la humanidad y una multitud inabarcable de científicos, investigadores, profesores y alumnos. Pretender «flexibilizar» esas estructuras es mucho más grave y todavía más absurdo de lo que sería colorear el Guernica de Picasso o modernizar las Meninas de Velázquez con los retoques a la moda que fueran más rentables. Al penetrar en el recinto académico, la sociedad suprime el espacio mismo de lo teórico, que no era, en realidad, sino un espacio robado al tiempo y a la historia. En su lugar no queda sino un espectáculo devastador en el que -como haciendo realidad lo que fuera el estúpido sueño de Feyerabend- los distintos tejidos científicos se han desgarrado en mil jirones que ahora se venden al peso y al mejor postor, buscando subvenciones por aquí y por allá en una especie de mercadillo en el que hay que gritar para captar la atención de los mejores clientes.
4. La Ilustración invertida. Una cuestión de grado y un desenlace fatal.
Como acabamos de ver, la idea que está gobernando toda la reforma es la idea de que la Academia tiene que rendir cuentas a la sociedad, de que tiene que modernizarse para responder a sus «necesidades», sus «desafíos» y sus «retos», cuando no a sus «demandas», la idea, en fin, de que tiene que estar a la altura del curso que sigue la historia.
Pero además, se da la circunstancia de que ese curso de la historia no es cualquier curso de la historia: es el curso histórico de una sociedad, la sociedad capitalista, que, como más y más han logrado demostrar los movimientos antiglobalización, arrinconando a las cumbres de la OMC y del G8, es cada vez más incapaz de medirse, confrontarse o debatir con ese espacio público de la argumentación y la contrargumentación que representan nuestras asambleas legislativas, nuestros parlamentos y nuestras instituciones democráticas. Esto es así hasta el punto de que esas cumbres, en las cuales se discute casi todo lo importante y lo fundamental que afecta al destino de nuestras sociedades e incluso de la propia supervivencia del planeta, no pueden ya soportar ninguna dosis de publicidad y han tenido que comenzar a celebrarse a puerta cerrada y en la cúspide de altas montañas, en islas o desiertos de difícil acceso o quién sabe si en plataformas submarinas en el fondo del océano.
Ahora bien, tiene que quedar muy claro que la verdadera cuestión de fondo no reside ni mucho menos en que la OMC y los ocho grandes amos del mundo hayan suplantado la legítima voz de la sociedad y la ciudadanía. En la Academia, la sociedad no tiene nada que decir casi por definición. Y a estos efectos da igual que hable a través de la OMC o a través de Ramoncín o Jiménez Losantos. Si una sociedad quiere impedir que la OMC meta sus narices en el teorema de Pitágoras lo mejor que puede hacer es abstenerse de hacerlo ella misma, prohibírselo mediante legislaciones implacables (cuya receta, por cierto, hace ya tiempo que se inventó y consiste básicamente en eso que se llama libertad de cátedra de carácter vitalicio combinada con una generosa e incondicional financiación estatal). Por el contrario, una vez que se ha abierto una puerta a la sociedad ya nada puede impedir que comience hablando Ramoncín y acabe por hablar la OMC.
El que se trate, al final, de la OMC, no introduce ningún diferencia sustancial respecto al problema platónico-kantiano-materialista antes planteado, sino una cuestión de grado: aunque, eso sí, se trata de una cuestión de grado desmesurada y monstruosa. El uso teórico de la razón puede hacerse una idea de la magnitud del descalabro al contemplar lo acontecido respecto al uso práctico de la razón. Aunque también es necesario que éste se haga una idea al compararse con aquél. Estamos demasiado sumergidos en el nihilismo para hacernos cargo de la zozobra de la Ilustración con la que comienza el siglo XXI. El deterioro del espacio público quizás pueda medirse adecuadamente a través de la reciente noticia de que algunos canales de televisión ingleses, luchando por imponerse a la competencia, van a ofrecer sus telediarios con locutoras desnudas que, por ejemplo, aprovecharán para enseñar el coño en el momento de dar la noticia de que una bomba de racimo ha reventado a trescientos civiles iraquíes. Según hemos visto en las imágenes, las entrevistas las harán también desnudas, incluso cuando se trate de encuestas callejeras[19]. Así pues, viendo lo fecunda y enriquecedora que es la competencia empresarial respecto a la política informativa de los telediarios, uno se pregunta cómo es posible que alguien no esté preocupado por el proceso de privatización de la enseñanza y por la introducción de criterios de rentabilidad y competitividad en las Universidades.
Abrir las puertas de la Academia y el Derecho a una sociedad que además es la sociedad capitalista introduce, en efecto, una cuestión de grado muy importante respecto al proceso de deterioro de la Ilustración. Eso de que el acusado se convierta en el máximo tribunal que ha de juzgarle, conlleva la movilización, en las condiciones capitalistas de producción, de una potencialidad criminal jamás experimentada por la humanidad. Todo lo cual implica, en el lado del uso teórico de la razón, que esa misma potencia criminal se recubra de un macizo ideológico lo suficientemente opaco y lo suficientemente convincente como para autolegitimarse o convertirse en aceptable o asimilable. Es necesario, pues, movilizar un tejido de errores y mentiras igualmente hipertrofiado, descomunal y monstruoso, generar unas condiciones nihilistas en las que se haya sepultado toda referencia a la verdad y la dignidad, hasta el punto en que llegará el día en que a nadie extrañe que haya que hacer strip-tease para deducir el teorema de Pitágoras igual que para informar a la ciudadanía de algún acontecimiento crucial. Así será si el mercado llega a considerarlo rentable.
Cuando se habla de «adecuación» de la Universidad, de que ésta asuma los «retos» y los «desafíos sociales e históricos», animando a su «siempre reticente profesorado» a no quedarse atrás en el tren europeo, no se sabe, en realidad, lo que se está diciendo. Las obras de la razón, ni en un sentido teórico ni en un sentido práctico, pueden medirse con el curso de la historia. Por un lado, la historia de la ciencia ni avanza ni retrocede siguiendo ningún criterio temporal. Tal y como dijera Husserl: «La consistencia de la ciencia es supratemporal, lo que significa que no está limitada por ninguna relación con el espíritu de una época. En general, los fines en la vida son de dos especies: unos para el tiempo, otros para la eternidad; la ciencia es un título para valores absolutos, intemporales» [20]. Una época histórica no puede, ni siquiera a fuerza de expresarse hasta su último aliento, llegar a refutar ni a superar la más insignificante de las verdades científicas (la cual, en cambio, puede muy bien ser refutada por un niño -o un esclavo- que haya dado con un razonamiento mejor, que haya observado con mayor fortuna o que haya dado con mejores axiomas para plantear el problema). Y, respecto a lo que atañe al uso práctico de la razón, ¿cómo va la razón a adecuarse a los retos y desafíos históricos, cuando es precisamente ella la que tiene la autoridad de señalar a la Historia sus metas y sus límites? Con toda esta retórica de «los retos y los desafíos de nuestro tiempo» lo que se pretende es que sean las demandas y los intereses de la realidad los que expliquen a la razón lo que ella tiene que conocer y lo que ella tiene que decidir. Es la marcha de Europa, la marcha de los aliados de Europa, armados con la OTAN, gestionados por la OMC desde abismales plataformas submarinas, la que tiene ahora -en esta especie de Ilustración invertida- que educar a la razón. Este es el motivo por el que en los preámbulos de estas revoluciones legislativas nunca se encuentra la menor referencia a la palabra Verdad, ni tampoco a la palabra Justicia. De este modo, ciertas realidades específicas, a fuerza de pretenderse «astucia de la razón», se han convertido en una instancia capaz de juzgar a la razón, como si ésta, con todas las vacilaciones y las ambigüedades propias de su finitud, no pudiese confiar más que en la totalidad del curso real de las cosas para descubrir sorprendida lo que realmente se esforzaba en decir y lo que realmente quería exigir. Así pues, parece como si la realidad, con todas sus idas y venidas, agitándose por aquí y por allá, hoy matando palestinos o irakís, mañana abrasando kurdos, afganos o filipinos, vendiendo armamento en Senegal y hamburguesas en Miami, marcara el verdadero camino para resolver cualquier cuestión teórica o práctica, para clarificar, en fin, las ambigüedades y vacilaciones que la propia razón, en los límites de su ciudad científica y jurídica, también tiene por su cuenta. Las idas y venidas de la historia universal se erigen así en la clave de las idas y venidas de la historia de la ciencia. Es decir, que hemos desembocado en una situación tan desquiciada y «ultrahegeliana» que ya no es que la realidad acabe por ser más astuta que la razón a fuerza de volverse ella misma más y más racional, sino que, por decreto gubernamental (o por decreto ni siquiera gubernamental, sino más bien por decretos dictados desde plataformas submarinas), se decide que la realidad sea la razón que al final tiene más razón. No otra cosa se está diciendo desde el momento en que se plantea, por ejemplo, que los planes de estudio, las facultades o los departamentos universitarios deben adecuarse a las demandas sociales, y pasar por tanto a respirar, como todo lo demás en este mundo, según el ritmo de alzas y bajas en el precio del petróleo. Por una parte, se trata de negar el derecho que tiene la razón a exigir que el curso de la realidad se acomode a lo que debe ser, la autoridad que tiene la razón para exigir que las cosas no sólo se acomoden entre sí, sino que se acomoden más bien a lo que las cosas deben ser. Por otra parte, se trata de obligar a la razón teórica a acomodar la Universidad a otras cosas también muy grandes y vistosas, como, por ejemplo, el Corte Inglés, en lugar de permitirla perseverar en su negocio teórico consistente en acomodar el conocimiento al conocimiento (el conocimiento de hoy al conocimiento de ayer) en una búsqueda incesante de la verdad.
Se trata, en uno y otro caso, de una invasión de lo privado en el ámbito necesariamente público de la razón. La tragedia a la que asistimos es la de una reconquista por parte de los intereses privados de un espacio racional arrancado a la Historia con el esfuerzo de dos milenios de trabajos científicos y jurídicos. La marcha de Europa converge así, en realidad, muy lejos del lugar que Grecia hizo posible en el inicio de nuestra civilización occidental; ese lugar en el que los filósofos griegos reservaron de las vicisitudes del tiempo y de la historia, un lugar en el que en vez de ocurrir las cosas, se pensara sobre las cosas.
Nótese que, por algún motivo, la magnitud del absurdo de que la razón tenga que adecuarse a los retos y desafíos de la realidad resulta mucho menos visible en el ámbito teórico que en el práctico. Mientras que todo el mundo ve las cosas claras en el ámbito del Derecho, en cambio, en el terreno del Conocimiento, todo se vuelve en seguida tan confuso que la idea de un sometimiento de la razón teórica a las demandas sociales y, sobre todo, empresariales, parece incluso de lo más natural. Sin embargo, los que han ideado los principios de la revolución educativa tendrían que ser emplazados a explicar por qué la idea de privatizar la enseñanza (o de adecuarla a las demandas y los intereses privados) es menos lesiva y menos absurda respecto al uso teórico de la razón de lo que supondría la misma operación respecto al uso práctico de la razón. La idea de una privatización de la Universidad les parece a algunos de lo más razonable. ¿Y por qué no privatizar también los Tribunales de Justicia? Esta idea parece, en cambio, tan pintoresca y absurda, tan repugnante al sentido común, que nadie querría planteársela en serio. Ya es bastante haber tragado con la existencia de cuerpos policiales privados; pero la idea de una privatización del aparato judicial es vivida inmediatamente como abyecta e incluso contradictoria. Ahora bien: los que redactaron el Informe Bricall, los que idearon los preámbulos de la LOU, los que se oponen a ella desde el PSOE radicalizando aún más los principios de esa revolución educativa, los que firmaron la Declaración de Bolonia, todos ellos tendrían que explicar muy claro por qué no se puede privatizar la Justicia sin que deje de ser la Justicia y, en cambio, sí se puede privatizar el Conocimiento o la Verdad sin que dejen de ser el Conocimiento y la Verdad.
Para hacerse cargo de con qué estamos jugando es muy útil tomarse la molestia de hacer efectivamente el experimento de trasladar los principios de la revolución educativa a una hipotética revolución paralela del aparato judicial. ¿Qué significaría, en efecto, someter al cuerpo judicial a unas encuestas de calidad equivalentes a las implantadas en el cuerpo docente? ¿Qué significado podría tener la idea de un control privado del sistema judicial? No. Aquí todo el mundo entiende de inmediato que la independencia del poder judicial, sin la cual no habría Estado de Derecho, depende directamente de su carácter estatal. Estatal quiere decir, por supuesto, estatal, y no gubernamental. Eso conlleva, de modo fundamental, que, de alguna manera, pertenece a la esencia de los jueces el ser funcionarios vitalicios que no puedan ser chantajeados en el ejercicio de sus funciones por otros poderes sociales que pudieran, por ejemplo, amenazar con restringirles el contrato por considerar, por ejemplo, que una determinada sentencia resulta poco rentable a largo plazo. Imaginemos, si no, un sistema jurídico en el que hubiera un tribunal superior al Tribunal constitucional encargado de juzgar o «evaluar» los actos jurídicos según criterios no jurídicos sino, por ejemplo, económicos. De este modo, el Tribunal constitucional, tal y como es su competencia, sería el encargado de medir con la Constitución el desarrollo legal del cuerpo político y social, pero, al mismo tiempo, tendría que someterse a las exigencias más profundas del curso de las cosas y, sobre todo, de quienes lo financian o tienen poder económico suficiente para intervenir en él. Imaginemos, pues, que el Tribunal Constitucional tuviera no sólo que medir la conformidad a ley de la actividad gubernamental y legislativa, sino que, al mismo tiempo, tuviera que consultar al curso histórico de la realidad «a ver qué tal le va» y a ver «qué se demanda», qué «se necesita», cuáles son los nuevos «retos» y los nuevos «desafíos» de la historia. En definitiva: que el referente último de nuestro ordenamiento jurídico, en lugar de ser algo así como la Declaración de los Derechos del Hombre, a través de nuestros ordenamientos constitucionales, estuviera encarnado por unas instituciones privadas que señalaran de continuo al Tribunal constitucional los retos y los desafíos a los que tiene que adecuarse y a los que tiene que obligar a adecuarse a todas las instituciones judiciales, todo ello mediante la aplicación de unas encuestas de calidad elaboradas a base de indicadores de rentabilidad basados en último término en las reacciones de la Bolsa frente a las sentencias dictadas por los tribunales de justicia. Imaginemos que unas «comisiones evaluadoras» convenientemente financiadas por el capital privado midieran constantemente la adecuación de la actividad del poder judicial a unas metas decididas por la OMC y dictadas por el G 8 desde plataformas submarinas, en la cúspide de altas montañas o en países donde no hay derecho a publicidad como en Qatar. Que, en virtud de la baja calificación obtenida en las encuestas de calidad judicial, se aconsejase al Ministerio de Justicia la supresión de determinado tipo de sentencias -por ejemplo las atinentes a la contaminación industrial-, e incluso la supresión de ciertos trabajos poco rentables -como el de abogado de oficio- y de ciertas instituciones judiciales consideradas obsoletas (según, naturalmente, criterios de «calidad» y no de «excelencia»). Imaginemos, además, que los jueces, de forma general, pudieran ser cesados a causa de la sentencia que hubieran dictado, es decir, que pudieran ser cesados en virtud de cómo desempeñaran legalmente su función. O sea, tan sencillo como que, en virtud de intereses privados, los jueces pudieran ser despedidos, lo que implicaría, naturalmente, haber suprimido la condición de funcionario vitalicio a los jueces, integrándolos en un cuerpo más flexible y dinámico de contratados y asociados judiciales de tres, seis y ocho horas. Carl Schmitt, al menos, tenía razón en una cosa: el poder no lo tiene quien lo ejerce, el poder lo tiene quien te puede cesar por cómo lo ejerces. Lo que estamos imaginando, por tanto, supone lisa y llanamente acabar con el poder judicial y con toda posibilidad de una división de poderes según Derecho. El resultado es equivalente, sin más, a una justicia privada, sea lo que sea lo que esto pueda venir a significar.
La idea, como idea, es, sin duda, absurda. No obstante, hace tiempo que vivimos en una realidad muy absurda. Porque, de hecho, no otra cosa muy distinta es lo que se pretendió llevar a la práctica con el famoso Acuerdo Multilateral de Inversiones, el famoso AMI, que empezó siendo gestionado en la OCDE y que se vino abajo a raíz de que Francia se retiró del proyecto -como todos sabemos, en virtud, fundamentalmente, de las potentes manifestaciones populares que hubo en su contra. De todas maneras, ha quedado ya suficientemente demostrado[21] que para nada se renunció a sacarlo adelante; sencillamente, se desvió de la OCDE a la OMC y ha empezado a ser gestionado en la forma de distintos proyectos (el más importante es el GATS, el Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios) con los que se trata, en resumen, de conseguir lo mismo que pretendía el AMI, sólo que sin tener ya, en absoluto, que rendir cuentas o ni tan siquiera informar a ninguna instancia pública.
Así pues, imaginemos que, tal y como pretendía el proyecto del AMI, las grandes multinacionales pudieran llevar a los tribunales -a un tribunal superior, gigantesco, internacional (instalado en la cumbre más alta de las Montañas Rocosas)- no ya a los gobiernos por dictar decretos, o a los gobiernos por ejercer su función ejecutiva (lo que a lo mejor no estaría tan mal), sino a las asambleas legislativas, es decir, al espacio mismo de la soberanía y la fuente de toda legitimidad. Es preciso un notable esfuerzo de la imaginación para imaginarse a un Parlamento nacional siendo juzgado por el delito de haber acordado una ley lesiva para alguna inversión extranjera. Ahora bien, esto es, en efecto, la posibilidad que pretendió hacerse realidad con el tratado del AMI. Esto es lo que con esa peculiar forma de legitimidad que se otorga el derecho del más fuerte, se está imponiendo ya de forma efectiva, aunque soterrada, bajo la forma de regulaciones internacionales que atan de pies y manos a los Parlamentos nacionales.
Durante la 85ª sesión de la Asamblea anual de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) (8 de junio de 1997) se advirtió con escándalo que «[si el AMI llega a firmarse] ningún gobierno podrá exigir ya a una firma extranjera que reclute su mano de obra localmente, que tenga en cuenta objetivos de empleo, que instale las oficinas de la dirección en el lugar o que alcance un nivel determinado de investigación científica y desarrollo como condición de su derecho a invertir. (…) Este tratado implica nada menos que otorgar legalmente un estatuto de gobierno a instrumentos incontrolables del capital privado«[22]. No se trataba de una exageración: en palabras de Renato Ruggiero, el director general de la OMC que había dirigido las negociaciones sobre el AMI, el objetivo del acuerdo era «redactar la Constitución de una economía global única«. Esta «Constitución económica» pretendía impedir a los países firmantes ─y ningún país con necesidad de capital extranjero habría podido dejar de firmarlo─ aplicar, durante veinte años, cualquier legislación ─por muy democráticamente que se hubiera acordado en el marco de la soberanía nacional─ que no fuera aceptada por el «Tribunal Internacional de Justicia» que el AMI pretendía implantar. Por supuesto que, mientras tanto, y como contrapartida, se pretendía que toda multinacional tuviera «libertad absoluta para transferir sus capitales en cualquier momento, sin control, sin restricción, con libertad de cerrar de la noche a la mañana cualquier empresa, sin rendir cuenta a ninguna legislación nacional, y si una legislación nacional se le opone, con el derecho a recurrir al Tribunal Internacional de Justicia, el cual tiene derecho de condenar al país en cuestión por haber violado el tratado». Así, por ejemplo, «las multinacionales estarían exentas de cualquier legislación relativa a un salario mínimo» o a salvo de cualesquiera restricciones legales para el vertido de residuos contaminantes. De hecho, tal y como se señaló en su 85ª sesión de la asamblea anual, esta «revolución jurídica» habría supuesto el fin de las normas establecidas por la OIT y, en realidad, de la propia OIT.
La cosa podía parecer absurda y criminal desde muchos puntos de vista, pero el jacobinismo económico que pretendía legitimar el AMI, también tenía, al igual que nuestra presente revolución educativa, sus buenas razones de peso. Se trataba, simplemente, de acomodar los ordenamientos constitucionales de los distintos Estados Naciones a los retos y desafíos planteados por una realidad en la cual: 1) de las quinientas multinacionales mayores del mundo, 477 tienen su sede en uno de los 29 países de la OCDE, que fueron los que impulsaron el proyecto del AMI; 2) según las estadísticas mundiales, de las cien primeras potencias económicas del mundo, 51 son multinacionales, y sólo 49 son Estados (General Motors, por ejemplo, tiene una cifra de negocios superior al PNB de Dinamarca); 3) las doscientas sociedades económicas mayores del mundo movilizan la tercera parte del comercio mundial; 4) la riqueza de tres multimillonarios (entre ellos Bill Gates) superaba en 1998 el PIB de los 48 países más pobres del planeta; los 15 más ricos superaban el PIB de todo el Africa subsahariana; los 84 más ricos el de China y sus 1.200 millones de habitantes[23]. Así pues, ¿habrá algo más sensato -se podría decir- que adaptar, flexibilizar y modernizar las Constituciones nacionales para que respondan a la nueva problemática de esta realidad, en la cual las empresas e incluso las fortunas personales pesan ya más que los países?
Esta pregunta es capaz de helar la sangre que circula por las venas del pensamiento ilustrado. Su mero planteamiento implica contemplar la posibilidad de una justicia privada, lo que supone, a su vez, desmantelar la posibilidad de toda división de poderes y reconocer de facto como impracticable la posibilidad de un Estado de Derecho. Sin embargo, una vez descubierto por la prensa, el proyecto del AMI pretendió razonarse de cara al público, aunque la ciudadanía no picara el anzuelo en esa ocasión. La ciudadanía ha podido morder el polvo de una realidad frente a la que el Derecho es impotente, pero no pudo tragar con la idea de adaptar el Derecho a esa realidad, invirtiendo así la dirección del proyecto ilustrado de un Estado de Derecho. Aunque puede que todo sea cuestión de tiempo.
Siguiendo esta misma lógica, no hay nada que se oponga a la posibilidad de una privatización generalizada del aparato judicial, de modo que, en cualquier momento, cualquier juez pueda ser cesado o despedido por dictar sentencias que entorpezcan o que no estén a la altura de los «retos» y los «desafíos» demandados por las instancias más poderosas de la sociedad, todo ello según vengan a acreditar una comisiones evaluadoras de la actividad judicial.
El caso es que el episodio del AMI marcó un hito sin precedentes en la historia occidental. Nunca hasta entonces se había llegado al extremo de reconocer a la instancia económica el derecho a impartir «justicia» contra el espacio mismo de la legitimidad democrática. Que la instancia económica acabe siempre por imponerse «en última instancia» (como decían los marxistas) es algo de lo más normal para un historiador. Pero que tenga por eso derecho a hacerlo, hasta el punto de convertir a la instancia económica en el referente último del Derecho y el aparato judicial, es algo bien distinto, algo que sólo podría llegar a parecer razonable poniendo a funcionar de por medio a la totalidad de mediaciones que completan el sistema hegeliano (y ni los economistas ni los jueces suelen ser expertos en Hegel).
Es preciso insistir en que todo esto no está, en verdad, tan alejado de la realidad. Pero sí de la idea que nos hacemos de la realidad. Todo el mundo entiende en seguida que esa situación sería disparatada. Una cosa es que sea así y otra cosa es instituirlo así explícitamente, sancionarlo así públicamente. A raíz de la metedura de pata del AMI, con la que se estuvo a punto de conferir estatuto legal a lo que ya era una sangrante realidad, lo que más bien se ha venido haciendo patente es que la realidad es ya tan irracional, tan inconstitucional y contradictoria con cualquier principio legal, que sería demasiado cínico pretender legitimarla a las claras (de tal manera que, en efecto, se decidió comenzar a legitimarla a escondidas, porque la cosa no resistía la menor dosis de publicidad).
Ahora bien, lo que resulta tan visiblemente absurdo respecto al uso práctico de la razón, ¿es tan difícil de asumir respecto de su uso teórico? ¿Hay algún argumento que se pueda esgrimir a favor de una revolución educativa que todo el mundo entiende que, aplicada al uso práctico de la razón supondría el suicidio del proyecto Ilustrado sobre el que Europa pretende tener asentados sus cimientos? Quizás algunos ejemplos que recoge Naomi Klein en su libro No Logo[24] pueden servir de acicate para la reflexión.
Una vez las Universidades se ven forzadas a buscar financiación externa con la que desarrollar sus investigaciones (financiación externa a la que, como hemos visto, puede incluso quedar condicionada la propia financiación pública si se toma la obtención de aquélla como criterio de «calidad» y de «adaptación a las demandas» de la «sociedad») resulta inevitable que se produzcan casos como el de la doctora Betty Dong, de la Universidad de California en San Francisco, a quien la empresa farmacéutica Boots encargó un estudio comparativo de uno de sus medicamentos con el fármaco genérico y a quien, tras demostrar que ambos eran bioequivalentes, prohibió la publicación de las conclusiones del estudio. En efecto, una cláusula de las condiciones del contrato de financiación otorgaba a la empresa ese derecho. Evidentemente, cuando la doctora Dong pidió amparo a las autoridades académicas para que se implicaran en el conflicto y antepusieran a cualquier otra consideración su compromiso con la verdad, éstas se pusieron del lado de la compañía por la sencilla razón de que, una vez establecidas las nuevas condiciones de financiación (con las cláusulas que ello implica) ya no es ninguna autoridad académica la que decide qué se publica y qué no en las revistas científicas, sino las empresas; y pretender lo contrario sólo conduciría a un costoso proceso judicial en el que, con toda probabilidad, se tendría que terminar indemnizando a la entidad patrocinadora. Al igual que ocurrió con el asunto del AMI (es decir, con el intento de buscar algún «tribunal» con más autoridad que cualquier instancia política o judicial), la salida de este caso a la luz (a través de un artículo en el Wall Street Journal) forzó a la farmacéutica a ceder ante la presión de la opinión pública.
Un caso similar se produjo en la Universidad de Toronto cuando la doctora Nancy Olivieri encontró pruebas de que un medicamento del gigante farmacéutico Apotex tenía unos efectos secundarios peligrosos para la vida. Pese a la retirada de la financiación por parte de Apotex y la amenaza con un proceso judicial, la doctora decidió de todas formas publicar su hallazgo en The New England Journal of Medicine, empeño que le costó la expulsión de su cargo académico por parte de unas autoridades universitarias enteramente hipotecadas. De nuevo en este caso sólo el hecho casual de que saliera a la luz pública consiguió restituir a la investigadora en su puesto.
También el caso de David Kern, profesor de la Brown University de Rhode Island, es muy ilustrativo del problema que estamos planteando. En esta ocasión, una fábrica textil de Pawtucket le encargó investigar dos casos de enfermedades de pulmón. Kern descubrió que en esa fábrica de 150 empleados había 8 casos de una enfermedad cuya incidencia entre la población en general es de un caso cada cuarenta mil habitantes. Cuando intentó publicar estos resultados, de nuevo la empresa amenazó con un pleito (amparándose en la cláusula que impedía publicar los «secretos comerciales») y, una vez más, las autoridades académicas se pusieron del lado de la compañía admitiendo que, en las nuevas condiciones de financiación, la última instancia para decidir qué se publica en las revistas científicas y qué no (es decir, qué puede certificarse como «verdad» y qué no) ya no es una decisión que corresponda a una instancia propiamente académica sino que, por el contrario, es una decisión que corresponde a los patrocinadores.
Lo que tienen en común todos estos casos es que, por un compromiso casi heroico de los investigadores implicados, terminaron saliendo a la luz y provocando el inevitable escándalo. Evidentemente, pretender convertir a la empresa patrocinadora de una investigación en la máxima autoridad para decidir qué puede certificarse científicamente como «verdad» y qué no (es decir, pretender colocar a una empresa como la última instancia en la decisión de qué puede publicarse en una revista científica) es al menos tan absurdo como pretender instaurar un tribunal económico con más autoridad que ningún Tribunal Constitucional para decidir qué leyes son legítimas y qué leyes no. Sin embargo, en el instante en que se impone el modelo de «financiación externa» por el que apuestan nuestras revoluciones educativas, este absurdo se convierte sencillamente en la práctica más cotidiana. En efecto, según un estudio de 1994 sobre la colaboración entre Universidades y empresas para desarrollar investigaciones conjuntamente en EE.UU.[25] (donde los revolucionarios de la educación nos llevan todavía una notable ventaja), en el 35% de los contratos las empresas tienen derecho a impedir la publicación de los estudios y en el 53% de los casos pueden decidir «aplazarla». Evidentemente, esto se refiere a esas Universidades que, de todas formas, mantienen algún grado (por pequeño que sea) de autonomía. El siguiente paso en la dirección de la reforma es, sencillamente, crear cátedras de investigación directamente financiadas y gestionadas por las grandes empresas: la Cátedra Yahoo! de la Universidad de Stanford, la Cátedra Lego del MIT, la Cátedra Repsol de la Universidad Politécnica de Madrid o el pomposo puesto de Profesor Emérito de administración de Hoteles y Restaurantes Taco Bell de la Universidad de Washington. Todo ello, unido a la voluntad de dejar morir de inanición a las licenciaturas, departamentos y grupos de investigación que no sean rentables, y unido al propio esfuerzo suicida que éstos harán para adaptarse a las circunstancias, tendrá, muy rápidamente, unos efectos demoledores sobre nuestra ciudad científica.
Es decir, lo que parece irracional, absurdo y contradictorio respecto al uso práctico de la razón, se nos presenta ahora, respecto al uso teórico de la razón, como una revolución educativa frente a la que es inútil resistirse. Y lo más curioso es que esta revolución impuesta desde lo alto, apenas ha encontrado reticencias en ninguno de los eslabones de las jerarquías académicas, de tal modo que, ya a nivel de los Decanatos, la actitud predominante es la resignación. En la Universidad Complutense de Madrid ha quedado muy claro que la actitud del Rectorado frente a la revolución educativa no va a ser diferente así se trate de un equipo de derechas o de izquierdas, pues, por lo visto, hay cosas que no están al alcance de las discusiones políticas[26]. Con la iniciativa de la derecha y la traición de la izquierda, la Universidad pública europea está, en cualquier caso, sentenciada. Los diques legislativos que la protegían de las demandas y exigencias del curso mercantil de la realidad están siendo desarmados a una velocidad efectivamente «revolucionaria».
Europa debería ser consciente de que la Historia no devolverá jamás la Razón que hoy se nos lleva. Cada milímetro que el mercado y el capital ganen a la Razón hará falta luego reconquistarlo, contra la Historia, con los mismos esfuerzos con los que en su día se le arrancaron. Porque, contra todo lo que el sistema hegeliano consiste en demostrar, la Verdad y el Derecho no sólo no son aquello que el devenir histórico viene inevitablemente a condensar, sino que, muy al contrario, son efectos de la razón que se acomodan muy mal en la Historia, como si les costara hacerse sitio en ella. La historia de la razón viene marcada por una muy mala relación con el curso histórico de las cosas. La Verdad y el Derecho no subsisten sin instituciones capaces de salvaguardarlos del Tiempo: esas instituciones son sus condiciones materiales de existencia y están expuestas a todo lo que conlleva su condición material. Construir la geografía de las disciplinas científicas, dotarla de sus Cátedras, Secciones, Departamentos y Facultades, ha sido una labor de 27 siglos de esfuerzos heroicos y de trabajos incansables. Esa geografía representa y encarna la inmortalidad de Aristóteles, de Tomás, de Descartes, Newton, Darwin, Linneo, Lavoissier, Weber, Saussure, Einstein. Es la obra de la historia de la ciencia, ante la cual la sociedad sólo tiene que sentir respeto y a la que sólo se le puede exigir el servicio de que siga siendo respetable. Es muy difícil hacerte oír en el interior de la comunidad científica. Para enmendar la más mínima cuestión a la ciencia sancionada, suelen ser necesarias décadas de esfuerzos, millares de páginas, ejércitos de colaboradores. Es una locura y un insensato absurdo legislar de modo que se otorgue al mercado el derecho a tomar ahí la palabra.
Los retrocesos de la Verdad y el Derecho son como los retrocesos sindicales de la lucha obrera. En cinco minutos de descuido, de traición o de equivocación, la clase obrera ha perdido derechos que han costado cientos de vidas, décadas de huelgas, sudor, hambre y sacrificios arrancar al poder histórico de la patronal. Estamos últimamente acostumbrados a ver cómo un Estado del bienestar que costó medio siglo edificar, se derrumba en una o en dos legislaturas. Ni siquiera sabemos en qué momento se legalizó y generalizó el despido libre y el contrato basura contra el que lucharon generaciones y generaciones de obreros que se dejaron la piel obligando a la Historia a dejar un rincón para el Derecho en su interior. Y es que las obras de la libertad se construyen con mucha dificultad contra la Historia, pero se derrumban con suma facilidad. Los retos y desafíos de la Historia nunca son los de la Razón. Al decidirse por los primeros, Europa está condenada a converger en el desastre.
[1] Todos recordamos a Althusser como el apóstol de esta separación entre la práctica teórica y el resto de las prácticas sociales. Althusser solía atribuir estas cosas a Spinoza, pero la verdad es que, si se hubiera puesto a ello, le habría sido posible reconocerlas mucho mejor en Platón, en Aristóteles o en Kant. Lo que se trataba era de encontrar un antídoto contra Hegel en la historia de la filósofía, un antídoto que sirviera contra un sistema filosófico que había tenido la osadía de utilizar la historia de la filosofía entera a su favor. Althusser lo encuentra en Spinoza, pero es que Althusser tampoco conocía mucho más de la historia de la filosofía. Tras la relectura de ésta iniciada por Heidegger, es posible contar las cosas de forma muy distinta, rompiendo, ante todo, con la pretensión hegeliana de poner a su servicio a toda la historia de la filosofía.
[2] Cfr. Serres, M.: Les origines de la géometrie, Flamarion, 1993, París, pág. 12-13
[3] Ese «lugar» no adolece de ningún etnocentrismo. No es el lugar de los pueblos occidentales, sino el lugar en el que cualquier pueblo puede liberarse de sí mismo: el lugar de la razón y de la libertad.
[4] Ese nervio es el hilo conductor de Fernández Liria, C: El materialismo, Síntesis, Madrid, 1998.
[5] Hegel, G. W. F.: Encyclopädie der philosophischen Wissenschaften, 377 Ztz.
[6] La necesidad de este voto de silencio, que en la antigua comunidad pitagórica duraba 5 años, fue muy elogiada por Hegel en un texto sobre el que la pedagogía contemporánea habría hecho bien en reflexionar: «En general, podemos afirmar que este deber de abstenerse de charlatanerías es condición esencial de toda formación espiritual y de todo aprendizaje; es necesario empezar por saber asimilarse los pensamientos de otros, renunciando de momento a tener ideas propias. Suele decirse que la inteligencia se desarrolla por medio de preguntas, objeciones y respuestas, etc.; en realidad, no se desarrolla así, sino que se exterioriza de este modo. La interioridad del hombre se adquiere y desarrolla a través de la formación; por el hecho de que el hombre se atenga silenciosamente a sí mismo, no se empobrecen sus pensamientos ni se amortigua la vivacidad de su espíritu. Lejos de ello, el hombre adquiere de este modo la capacidad de captación y se acostumbra a comprender por qué sus ocurrencias y sus objeciones no sirven; y al ver cada vez más claramente por qué no sirven, va acostumbrándose a no tenerlas» (Hegel G. W. F.: Lecciones sobre Historia de la Filosofía, F.C.E., México, 1979, Tomo I, p. 186)
[7] Aventura que, por cierto, es la que describe la Fenomenología del Espíritu y, en realidad, el sistema hegeliano en su conjunto.
[8] No es en tanto que falso que lo falso es un momento de la verdad, del mismo modo que no hay nada de malvado en un mal que no es el demonio, sino un astuto momento del Bien. Esto que nos dice Hegel en el Prólogo de la Fenomenología, es, en efecto, consecuencia inmediata del proyecto mismo de la obra, empeñada en demostrar, contra la esterilidad de la ignorancia defendida por Sócrates, la capacidad de la ignorancia para alumbrar el saber a fuerza de ignorar hasta el final. Cfr. Fernández Liria, C.: El materialismo, ob.cit., capítulo 11.
[9] La antropología no es aún una ciencia en sentido estricto. Su inmadurez es tan patente que no se le puede pedir gran cosa ni siquiera en cuanto a lo que significa aportar conocimientos, no digamos ya otros servicios. Por eso mismo, la sociedad tiene que dar a la antropología todo lo que necesite, sin hacerse ilusiones de obtener ninguna compensación, ni siquiera teórica. De otras ciencias, como la física o la biología, se pueden esperar grandes cosas e incluso se les puede llegar a exigir: pero siempre que esas cosas sean, simple y llanamente, conocimientos y nada más que conocimientos. No se puede evitar que la antropología sea ignorante, pero sí se puede exigir conocimientos a un físico o un matemático.
[10] Declaración de Bolonia
[11] Informe Universidad 2000 (más conocido como Informe Bricall), página 111
[12] ibid, página 122.
[13] Ver Ley Orgánica de Universidades (LOU), artículos 14, 23 y 82
[14] ibid, artículo 31.a
[15] ibid, artículo 41
[16] Ibid, ver artículos 81 a 83.
[17] ibid, artículo 48
[18] ibid, décima disposición adicional.
[19] Telediario Antena 3, 12 de agosto de 2004
[20] Husserl, La filosofía como ciencia estricta, Editorial Nova, pág. 98.
[21] Cfr. Susan George, «Atajar los males en su raíz», Le Monde Diplomatique, ed. esp. nº39 enero 1999. Christian de Brie, «Cómo se hizo añicos el proyecto del AMI», Le Monde Diplomatique, ed. esp., diciembre 1998. Bernard Cassen, «El librecambio como último reducto», Le Monde Diplomatique, nº 39, ed esp., enero 1999. Nuri Albala: «El AMI y sus riesgos», Le Monde Diplomatique, ed. esp., marzo 1998.
[22]Todas las citas referentes al AMI que vienen a continuación provienen de la Carta a los participantes a la 85ª sesión de la asamblea anual de la Organización Internacional del Trabajo (8 de junio de 1997), elaborada por el Acuerdo Internacional de los Trabajadores y los Pueblos.
[23] Datos obtenidos de los siguientes documentos: «Informe sobre el desarrollo de la ONU», cfr. Diario El mundo, 10-9-00, p.27; «Informe 2000/2001 del Banco Mundial» (El País, 13-9-00); «Entrevista con Jean Ziegler» (Diario El País, 15-4-2001); Carta a los participantes a la 85ª sesión de la asamblea anual de la Organización Internacional del Trabajo (8 de junio de 1997), elaborada por el Acuerdo Internacional de los Trabajadores y los Pueblos.
[24] Paidós, Barcelona, 2001
[25] W. Cohen, R. Florida y W.R. Goe, «University-Industry Research Centres in the United States», Pittsburgh, Carnegie Mellon University Press, 1994. Citado por N. Klein, Op. cit. pp.134-135
[26] A día de hoy, 23 de septiembre de 2004, los autores de este artículo todavía estamos esperando aunque solo sea un acuse de recibo de la siguiente carta (enviada por registro en abril):
«EXCMO. SR. RECTOR DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID:
Me encuentro entre los profesores que asistieron o tuvieron noticia del evento siguiente:
Jornada sobre el profesorado universitario en el contexto del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) 27 de abril de 2004. Anfiteatro «Ramón y Cajal», Facultad de Medicina (UCM). Programa (95 Kb) Boletín de inscripción (54 Kb) Presentaciones de la jornada La preparación del profesorado para el EEES (477 Kb) D. Miguel Valcárcel.
Yo le voté a usted con entusiasmo y hasta el otro día tenía toda mi confianza depositada en lo que consideraba un equipo rectoral de izquierdas. Con el mismo entusiasmo y la misma confianza le expreso mi opinión sobre el documento que ahí fue presentado. Mejor dicho, no le ofrezco mi opinión, me limito a suplicarle que se tome usted la molestia de leer el documento en cuestión. A mi entender, sobran las palabras. ¿De verdad que tenemos que defender cosas así para no perder el tren europeo? Si es así, espero que las izquierdas detengan ese tren, que lo hagan descarrilar o, al menos, que pongan a la Universidad Complutense lo más a salvo posible del futuro europeo. Quiero recordarle que las manifestaciones más masivas a favor de la Universidad Pública que se han producido desde los años ochenta fueron en contra del Informe Bricall, es decir, en contra del proyecto al que ahora se nos invita con tanta vehemencia a involucrarnos. Al menos que se tenga en consideración que el actual equipo rectoral fue votado con la confianza de los que asistieron y participaron activamente en esas manifestaciones. ¿Ahora resulta que ser de izquierdas es saludar con entusiasmo el que la vandálica flexibilidad del mercado arrase con todas esas rígidas e inflexibles antigüedades que son las instituciones académicas que han costado 27 siglos de historia de la ciencia consolidar para patrimonio de la humanidad? Lo que esos integristas de la didáctica están proponiendo con su flexibilidad europea ya fue aplicado hace dos décadas en la enseñanza secundaria y ésta no se ha recuperado jamás. Los que hemos sido catedráticos de bachillerato podemos dar fe de ello: los programas pedagógicos como el presentado el día 27 sembraron de sal la enseñanza secundaria y en ésta, desde entonces, no ha vuelto a crecer la hierba.
En el documento en cuestión, se dice que en el proceso de consolidación de esta nueva «filosofía del aprendizaje» (en la que el profesorado debe de olvidarse de la rígida tarea de «enseñar lo que sabe» para ayudar al alumno a «desarrollar sus actitudes afectivas para el aprendizaje», de modo que la vetusta comunidad científica de Aristóteles a Einstein sea superada por «el colegueo y el debate afectivo entre profesores y alumnas» (sic)), en la consolidación de este proceso, se dice, se esperan reticencias por parte del profesorado. En lo que a mí respecta, le comunico que yo le voté a usted precisamente porque esperaba que usted fuera el primero en tener reticencias frente a ese vandalismo antiacadémico que preconiza, al parecer, su Vicerrectorado de Estudios. Y todavía tengo esperanzas de no haberme equivocado. Pero si me equivoqué, quiero dejar constancia de que mi voto a la izquierda fue para impedir lo que se nos viene encima con documentos como el presentado el 27 de abril, y no para potenciarlo. Y creo, además, que no estoy solo en la Universidad Complutense y que, entre sus votantes, profesores y alumnos, nos contaremos suficientes implicados para presentar una resistencia eficaz frente a lo que se defendió en la Jornada del 27 de abril.
Madrid, 30 de abril de 2004
Carlos Fernández Liria
Profesor Titular de la Facultad de Filosofía»