Traducido para Rebelión por Felisa Sastre
Vestido con su mejor traje, con una cufiya colocada con esmero sobre sus hombros, Mahmud Abbas sonríe con la confianza y seguridad de quien es llevado en alto por sus partidarios y por quienes celebran este día de fiesta. Sólo con mirarlo uno puede afirmar con toda probabilidad que, incluso, despide un agradable aroma, el que emana la fragancia de la victoria. Las elecciones tenían un resultado anunciado, las votaciones un ritual compulsivo, dirigido todo ello a legitimar lo que todos sabían: Abbas era el primero y el único.
Ayer, la algarabía de los votantes acudiendo al rito iniciático recordaba a una boda palestina. Abbas, aunque próximo a los 70 años, es un novio presentable: tranquilo, de buena apariencia, afeitado y limpio. Nunca ha aparecido en público con indumentaria militar de combate y portando un arma. Abbas comprende el papel que le corresponde y lo representa con respetabilidad: es equilibrado, calculador y pragmático.
Abbas no es un idealista ni se deja llevar por las pasiones. Su comportamiento emana «seriedad» lo que, claramente, complace a los gobiernos de Israel y de Estados Unidos. Pero no está la novia, ni siquiera los padres de la desposada. Así que, ¿a quién se corteja y promete aquí? ¿Dónde, en efecto, está la novia?
Si estas elecciones son como una boda, se trata de un matrimonio surrealista, incluso de una pantomima, un espectáculo en parte para distraerse pero más aún para conseguir otros intereses y deseos que no coinciden con los motivos- y requisitos- que se espera se den en la mayoría de las elecciones o ceremonias nupciales. Las elecciones de ayer tuvieron una gran carga simbólica, de esperanza y de promoción, y muy escasa de emoción ni de las cruciales estructuras de gobierno y de la clase de poderes que se esperaría habría de asumir un presidente. Pero en ese día de fiesta, tales dudas fueron disipadas de forma que todos pudieran admirar al guapo y bien trajeado novio sobre cuyos hombros poner unas esperanzas poco realistas.
Las elecciones de ayer no lo fueron para elegir un presidente sino simplemente para poco más que llevar a cabo un rito iniciático en las altas esferas de Fatah para hacer el traspaso de poderes de la Autoridad Palestina (no del pueblo palestino) del desaparecido Yasser Arafat a Mahmud Abbas, es decir, Abu Mazen.
La elección, esta boda acompañada de tiros al aire, tuvo una extraña energía: agotada, anémica y dubitativa. Pocos parecían de verdad entusiasmados. Después de todo, la novia no estaba presente, y las grandes cuestiones y preocupaciones estaban también ausentes. Los Derechos Humanos Universales y las Leyes Humanitarias Internacionales no fueron invitados de honor en la celebración. Invitarles podría haber suscitado pasiones y, si ello se hubiera producido, Abu Mazen podría haber perdido sus credenciales de «candidato moderado».
Esta descripción implica que el adversario en las elecciones de ayer, el Dr. Mustafa Barguti, era un radical fiero y peligroso o un defensor de la violencia. Pero él no es ni lo uno ni lo otro. Todo lo contrario, Barguti es un médico y un respectado activista de los derechos humanos que es altamente apreciado como un hombre serio, inteligente, trabajador infatigable y honrado, alguien a quien le gustaría cambiar el statu quo, debatir las bases de una sociedad justa, ampliar la participación política y, de manera general, reconstruir la situación de forma constructiva.
Pero los idealistas que tienen más convicciones que los pragmáticos son raramente considerados buenos candidatos para el matrimonio, como sabe cualquiera que haya oído la irónica canción del compositor libanés Ziad Rahbani (1) sobre su compromiso con una mujer perteneciente a una respetable familia beirutí. En respuesta a la pregunta de su futuro suegro «¿Dónde está su dote?» él contesta: «hubbi ra’s maali» «¡Mi amor es mi fortuna!».
Yasser Arafat podía recurrir a esa retórica florida, y quizás también Mustafa Barguti pero no Abu Mazen.
No, éste ha sido un matrimonio de conveniencia, una unión sin pasión ni mucho optimismo, amañado a toda prisa por los veteranos de las distintas facciones de Fatah y el Gobierno israelí para servir a sus intereses, no a los de la novia. Pocos, incluso, se dieron cuenta de que no estaba allí, ni de que su torpe hermanastra, la Autoridad Palestina ocupara su lugar.
La boda constituye un ritual fundamental en la mayoría de las vidas de los palestinos, un rito iniciático clave que proporciona una papel claro, un futuro prometedor, que produce una alegría personal y comunitaria, y garantiza la supervivencia de la comunidad a perpetuidad, es una promesa de inmortalidad social y política. Las bodas marcan un punto decisivo de transición en las vidas de los palestinos, y representan una ruptura inequívoca entre lo que se ha sido y lo que a partir de entonces se va a llegar a ser.
Los palestinos de Cisjordania, Gaza, Israel y de la diáspora han estado esperando durante mucho tiempo una transición decisiva hacia una situación política y social que les permitiera implicarse en ella con dignidad. Las elecciones podían haber servido para esa transición si se hubieran llevado a cabo como una auténtica, buena boda, basada en el corazón, y si la novia y el novio se hubieran elegido mutuamente en libertad y no función de servir a los intereses de otros.
Pero, de la misma manera que ningún palestino se plantea el matrimonio antes de ser capaz de byiftah al-beit (abrir una casa), la Autoridad Palestina debería haberse ocupado de poner en marcha las estructuras institucionales de gobierno adecuadas, duraderas y transparentes, los recurso necesarios, las leyes y el bienestar social antes de celebrar este matrimonio en el que no ha estado presente la novia.
La novia espera pacientemente para casarse y para el rito iniciático a que los refugiados y los palestinos de segunda clase, sin ciudadanía, la honren como sitt al-beit (señora de la casa). Espera a que alguien le diga «Mi amor por ti, por la justicia, por los derechos humanos, por una sociedad en la que los palestinos y los israelíes vivan en paz y libertad como iguales, es mi dote. Ven, casémonos y pongamos una casa».
El nombre de la novia es Karaamah, «dignidad». No le fue posible acudir a la boda/ elecciones de ayer porque un muro de 30 pies de altura, numerosos checkpoints, excavadoras armadas, tumbas recientes, prisiones llenas de gente, rabia, desesperanza y violencia obstruían su camino. Su novio puede hacer poco para cambiar las realidades a las que se enfrenta ella.
10 de enero de 2005
Notas
(1). «Mrabba Dallal», del álbum de Ziad Rahbani, Bi maa Inno, publicado en 1995,