Recomiendo:
0

Una crítica desde la izquierda rusa

Superar a Chomsky

Fuentes: Left.ru.

Traducido del ruso para Rebelión por Andrés Urruti

Cualquier conversación sobre la izquierda radical occidental contemporánea no tiene ningún sentido si no se menciona el nombre de Noam Chomsky. Chomsky no sólo es la figura central del movimiento de izquierda en Occidente, es su gurú, pontífice, padre espiritual -ningún calificativo sería excesivo. Entender a Chomsky significa entender la mentalidad de la inmensa mayoría de los que se incluyen en las filas de los «luchadores contra el sistema» en Occidente, especialmente en los EEUU.

Por otra parte, si intentáramos definir la posición político-ideológica de Chomsky, su credo ideológico, el hacerlo no resultaría en absoluto tan sencillo como podría parecer a primera vista. Podríamos, claro está, utilizar para esa definición conceptos comunes como «izquierdista», «radical», «defensor de la justicia», «antiimperialista», etc. Pero, estaremos de acuerdo en que, hablando de una figura de la categoría de Noam Chomsky, todo eso sería claramente insuficiente. Se precisaría una caracterización más exacta, en el contexto de las principales corrientes ideológicas de los tiempos modernos.

Dirijámonos en busca de ayuda a los colegas y correligionarios de Chomsky, los intelectuales occidentales de tendencia de izquierda. Robert McChesney ,en el prólogo a una de sus obras caracteriza a Chomsky «como anarquista o, más exactamente, como social-libertario». No se, pero para mí la palabra «anarquista» siempre se asocia en mi mente con los nombres de Kropotkin, Bakunin, «batko» Makhnó (N del T: «batko» es un apelativo que significa padrecito, jefe), en fin, con los anarquistas españoles, que combatieron hombro con hombro con los comunistas contra el fascismo en la guerra civil de los años 30 del siglo pasado. No soy capaz de imaginarme en el rol de anarquista, aún forzando el entendimiento, a un próspero y competente profesor de fama mundial, sueldo considerable, cátedra en el MIT (N del T: Massachussets Institute of Technology) y columna periódica en el «New York Times». En cuanto a la especificación «social-libertario», no parece que nos facilite las cosas, pues, en esa categoría se podrían inscribir, a gusto del consumidor, desde Lenin hasta Novodvorskaya (N del T: política rusa, fundadora del partido «disidente» Unión Democrática en 1988).

Probemos a abordar el tema desde otra perspectiva y reflexionemos acerca de cual es el género en el que se pueden clasificar los trabajos políticos de Chomsky. Se puede objetar que el concepto «género» no es, en absoluto, aplicable a los trabajos científicos del venerable profesor, sino que es más bien adecuado para el examen de las novedades literarias, e incluso para los anuncios de la programación televisiva. Es posible que así sea la cosa, pero, así y todo intentaremos analizar la obra de Chomsky desde esa posición, tanto más cuanto que, como justamente advirtió en un artículo anterior Stephen Gowans (http://left.ru/2005/3/govans120.phtml), el empleo de imágenes literarias y fuertes metáforas no es, en modo alguno, ajeno al análisis de Chomsky.

Alguna vez, hace mucho tiempo, allá por los años 70 u 80 del siglo pasado, el ídolo de la «inteligentsia» antisoviética fue, como es conocido, Aleksandr Isayevich Solzhenitsyn. Entonces le llamaban «profeta», y en el plano de su talento literario se le colocaba al mismo nivel de Tolstói y Dostoievski. Y hete aquí que, cuando finalmente empezó a venirse abajo el maldito telón de acero, y brotó a chorros la fuente de la «glasnost» (N del T: transparencia, concepto asociado a la «perestroika» de la época Gorbachov), yo, como muchos otros ansiosos ciudadanos soviéticos, tuve la ocasión de leer la obra del gran genio. La impresión fue, para decirlo suavemente, de desencanto: quedó claro que allí no había ni rastro ni de Tolstói ni de Dostoievski; había, en cambio, una especie de estilo seudo-popular, unos personajes planos y romos, y una línea argumental previsible. En resumen: prosa aldeana para pobres. Cuando compartí mis reflexiones, a cuenta de esto, con gente conocida, recibí una respuesta cargada de indignación: «¡Tu no entiendes ni jota! ¡A Solzhenitsyn no se le puede medir por los raseros habituales de las lecciones escolares de literatura! ¡Solzhenitsyn es la literatura del hecho! Tu lee con atención lo que describe en el monumental «Archipiélago Gulag», se te pondrán los pelos de punta. ¡No me vengas con estilísticas, cuando los mismos hechos te tiran de los pies, como una escalera mecánica!» Y leí con atención… Realmente, me llegó hasta el alma. Siniestras historias de campos, millones, decenas de millones de víctimas -cifras cósmicas- ¿cómo va uno a quedarse indiferente? ¡No vas a comparar con esto al miserable Rodia Raskólnikov [N del T: protagonista de «Crimen y castigo» de Dostoievski] con su hachita y su viejecilla asesinada; aquí actúa el despiadado Moloc comunista, hablamos de millones! Bueno, la verdad es que alguno intentó objetar tímidamente que tan enorme «Gulag» como el descrito por Solzhenitsyn sería imposible, no ya de mantener, sino incluso de vigilar por nadie, ni siquiera por el estado más rico…Pero le taparon la boca rápidamente: «¡Pero que disparates sueltas, que los malditos rojos no son capaces de eso…uh, uh, alimañas!».

Y mira por donde, que al poco tiempo abre Gorbachov los archivos y se aclaran las auténticas dimensiones de las «atrocidades bolcheviques», y queda en evidencia que la creación inmortal de Solzhenitsyn no es ninguna «literatura del hecho», sino más bien literatura fantástica, y, por tanto, acientífica.

Pero, ¿a qué venía esta digresión lírica? A que, una vez conocidos los trabajos de Chomsky, he llegado a la conclusión de que la gran mayoría de ellos se podrían justamente incluir en la «literatura del hecho». La obra de Noam Chomsky es magnífica literatura del hecho, un trabajo concienzudo, documentado de forma escrupulosa, libre de la tendencia al amarillismo, la mentira y el autobombo «a lo Solzhenitsyn». Es, si se puede expresar así, «realismo antiimperialista». Todo el que quiera ver el auténtico rostro del capitalismo contemporáneo, sin maquillajes propagandísticos ni tergiversaciones manipuladoras, está obligado a leer a Chomsky. Todo el que quiera comprender que se oculta tras los mitos fundamentales del imperialismo contemporáneo, como «milagro económico», «restauración de la democracia», «intervenciones humanitarias», «guerra contra el terror», «apertura de nuevos mercados», está obligado a leer a Chomsky. En el terreno de la alfabetización antiimperialista los libros de Chomsky deben ser, para todo izquierdista que se precie, su asignatura obligatoria de «Introducción al imperialismo».

Un aspecto mucho más problemático de la enseñanza de Chomsky es su programa positivo, su, digámoslo así, «proyecto de brillante futuro». Y aquí topamos de lleno con la cuestión con la que empezábamos nuestra conversación: el problema de la identificación de las posiciones sociopolíticas de Chomsky. Cualquier convencido partidario de la democracia occidental puede presentar la actividad de Chomsky como ejemplo de la infinita tolerancia y libertad de pensamiento del Occidente liberal, en contraposición a los regímenes totalitarios tipo URSS, donde la disidencia política, por decirlo suavemente, no se aplaudía, precisamente. «Mirad» -diría- «el hombre vive aquí, denigra de todas las formas posibles el «maldito imperialismo americano», lanza críticas destructivas contra los círculos gobernantes, y no pasa nada, trabaja como profesor tranquilamente, edita libros, publica en los principales periódicos, recorre todo el mundo, y no tiene por qué temer a nadie. ¿Podría permitirse todo eso bajo el totalitarismo? Por tanto, ¡viva la gran democracia americana!» Semejante línea de pensamiento, si lleva a algún sitio, apenas lo hace parcialmente. Si, Chomsky, efectivamente puede ser considerado un disidente, pero el caso es que es un disidente dentro del sistema. Recordemos que, por ejemplo, los «disidentes» soviéticos, o al menos los más conocidos entre ellos, eran, por principio, enemigos del sistema social existente en la URSS, y, en la lucha con este sistema, a veces se dirigían directamente, en busca de ayuda, al enemigo de su país en la guerra fría y exhortándole a inmiscuirse en sus asuntos por todos los medios. Chomsky nunca se ha permitido nada semejante, y si se lo hubiera permitido, evidentemente habría sido fulminantemente expulsado de su puesto de profesor en el MIT, y aún sufrido peores consecuencias. Con aquellos que se enfrentaron en serio al Tío Sam, en los USA se ha actuado bastante brutalmente; el FBI y la CIA no se quedan cruzados de brazos.

Además, Chomsky, según expresa el ya citado McChesney, siempre «ha sido, por principios, un abierto y consecuente adversario de los estados y partidos comunistas y leninistas», es decir, que, respecto a la cuestión principal, no había divergencia entre él y las fuerzas dirigentes de su país. El proyecto soviético no podía, en ninguna medida, servir como alternativa para Chomsky al capitalismo criticado con tanto ahínco por él. La oposición de Chomsky al actual rumbo de las élites gobernantes de EEUU es la oposición del antiguo buen liberalismo de Mill, John Dewey, e incluso Adam Smith, con su crítica de la «ruin máxima de los propietarios», frente al cruel neoliberalismo de Milton Friedman, Von Hayek, Reagan y el FMI. Chomsky critica el capitalismo contemporáneo, ante todo, justamente por el olvido de las ideas del «verdadero» liberalismo, por la traición y desfiguración de los ideales del auténtico mercado libre, la libertad personal y la democracia. Ruego que se me entienda correctamente, no me propongo en absoluto reprochar a Chomsky su lealtad a la idea liberal, la cual, sin duda, ocupa un lugar de honor en la herencia espiritual de la humanidad, y que fue, en su tiempo, uno de los factores fundamentales del desarrollo del movimiento revolucionario en Occidente. El problema está en que, junto con los aspectos positivos del liberalismo clásico, Chomsky hereda sus cualidades negativas, como la irresponsabilidad, la bonachonería y la fe ciega en el progreso.

Semejante aproximación acrítica a los dogmas liberales encuentra su reflejo en la valoración de Chomsky de los principales acontecimientos de nuestros días. Así, no es raro encontrar en sus libros o entrevistas, en relación con el desarrollo de la situación sociopolítica en el mundo, declaraciones optimistas absolutamente infundadas, las cuales contrastan fuertemente con el brillante análisis crítico expuesto en, literalmente, el párrafo previo. Por ejemplo, él describe la situación en el Irak ocupado, aporta datos terribles sobre sus resultados para el pueblo iraquí, y, a la vez, declara que, en comparación con la que montaron los americanos en Vietnam, se aprecia un gran progreso: las víctimas y las crueldades son incomparablemente menores, y todo gracias a los esfuerzos y creciente influencia de la opinión pública amante de la paz. Sorprende que un analista tan experto no comprenda que la resistencia en Vietnam fue más fuerte, en varios órdenes, que en Irak, en buena medida porque los vietnamitas recibían apoyo de la URSS y China, mientras que Irak se encuentra en completa soledad. Por eso las acciones bélicas tuvieron, en el primer caso, un carácter más encarnizado y cruel, obligando a los ocupantes a llevar a cabo pasos más desesperados y exterminar en cantidades incalculables a la población civil.

Stephen Gowans ha «pillado» hábilmente a Chomsky por su inconsecuencia en la crítica a la agresión de EEUU en Irak, citando su afirmación de que «el mundo está mejor sin Saddam Hussein». En esta frase se refleja toda esa izquierda occidental con su falsificado, irresponsable, y muy afectado «antiimperialismo» y su ahistórica aproximación, derivada de lo anterior, al análisis de los fenómenos sociales. Gowans, con absoluta justicia, apunta al completo sinsentido del mismo planteamiento de la cuestión, de si el mundo está mejor o peor por la caída del régimen de Saddam en Irak. Plantear la cuestión de ese modo es posible sólo ignorando completamente las circunstancias históricas concretas que acompañaron la creación, existencia y derrumbamiento del Irak de Hussein. Los regímenes nacionalistas, similares al de Saddam, aparecieron en el mundo árabe, como en todo el llamado «tercer mundo», en el proceso de interacción con la civilización occidental, como reacción a la expansión de Occidente y su proyecto colonialista. Su nacimiento no puede explicarse, de ninguna manera, como algo consustancial a la cultura política árabe. El mismo fenómeno del nacionalismo es fruto del desarrollo del capitalismo en Europa, y el modelo de estado nacional fue uno de los principales productos de exportación de Occidente al mundo en vías de desarrollo. El régimen de Saddam cumplió dos funciones sustanciales: en primer lugar, permitió la existencia conjunta en el marco de un solo país de tres comunidades diferentes, que tenían un pasado largo y sangriento de deudas mutuas; en segundo lugar, fue un potente factor de equilibrio estratégico en toda la región del Próximo Oriente, conteniendo la presión del destacamento de vanguardia del colonialismo occidental- el sionismo israelí. La eliminación violenta de este régimen condujo a la descomposición de la sociedad iraquí, y, como consecuencia, provocó masivos sufrimientos al pueblo y una enorme cantidad de víctimas humanas. Parece ser que una significativa mayoría de los iraquíes resultaron ser víctimas, no de la acción directa de las fuerzas de ocupación angloamericanas, sino del caos y los procesos de desintegración puestos en marcha por el desmantelamiento del orden social existente.

El aplastamiento de Irak condujo a la quiebra del equilibrio de fuerzas establecido en las últimas décadas en el Próximo Oriente; ahora no hay, de hecho, ni un solo estado árabe en condiciones de oponerse a la hegemonía israelí. Aparte de eso, no estaría de más recordar a todos los celadores de la «democracia» y los «derechos humanos», que la resolución de la cuestión sobre la eliminación o no eliminación del poder de Saddam es una prerrogativa sólo del pueblo iraquí, en ningún caso del «mundo», esté el susodicho mejor o peor.

Es significativa la actitud de Chomsky hacia otro importante problema: el conflicto palestino-israelí. Por una parte interviene como uno de los más consecuentes críticos del sionismo y de su apoyo por el imperialismo USA. Pero cuando se llega al punto de plantear vías concretas para la resolución del problema palestino, Chomsky interviene como partidario de la opción de los dos estados, rechazando categóricamente la posibilidad de la fundación de un único estado democrático de todos los ciudadanos en Palestina/Israel.

En entrevista concedida a Znet el 30 de marzo de 2004 declaró: » La legítima propuesta de un estado laico democrático no ha surgido ni de un solo grupo social palestino (ni, se sobreentiende, israelí). Se puede hablar de ella de manera abstracta, en tanto que sería algo «deseable». Pero no es realista en absoluto. No tiene ningún apoyo internacional significativo, y, dentro de Israel, hay una casi unánime oposición… Los que ahora abogan por un estado laico democrático, desde mi punto de vista, hacen el juego a las fuerzas más extremistas y despiadadas de Israel y EEUU».

Evidentemente, Chomsky, que, habitualmente tiene su punto fuerte en el aspecto de aportación de hechos, en este caso concreto, falta a la verdad. «La propuesta un estado laico democrático» ha partido en el pasado, reiteradamente, desde las principales organizaciones palestinas, y hasta principios de los años 70 del pasado siglo un único estado democrático en todo el territorio entre el mar y el Jordán era uno de los puntos fundamentales del programa de la OLP , como quedó reflejado en su Carta desde 1968. Otro tema es si las propuestas de esta organización resultan para Chomsky «legítimas», tanto más, si ellas están en irreconciliable contradicción con las posiciones del Washington oficial y su cliente favorito.

Un cuadro parecido se observa con respecto a la famosa «falta de realismo». Si como realismo de una determinada idea política entendemos su concordancia con las posiciones de los poderosos de este mundo, entonces, por principio, no tiene sentido la empresa de intentar cambiar el status quo existente. ¿Para qué tratar de conseguir derechos iguales para los palestinos o una resolución justa al problema de los refugiados, si «dentro de Israel hay una casi unánime oposición»? Mucho más sencillo es seguir mareando la perdiz y mantener infinitas discusiones razonables sobre la «creación de dos estados», tanto más, cuanto que a semejante planteamiento del problema ni siquiera Sharon tiene nada que objetar. ¡Y eso es «realista»!

Asombra especialmente que un liberal tan convencido, un defensor de la democracia y la igualdad de derechos civiles como Chomsky parece que debería apoyar el proyecto de un único estado democrático en Palestina. Pero él renuncia a hacerlo, manifestando de paso, aunque sea de forma indirecta, pero bien definida, un apoyo al régimen racista sionista. Es posible que él esté aplicando autocensura a sus opiniones, temiendo expresarse más resueltamente acerca de una cuestión tan grave. Pero también puede ser que, acercándose a cierta línea roja, se detenga , porque percibe que, como persona del sistema, simplemente no puede traspasarla sin sufrir daños en sus propias carnes.

En mi opinión, la izquierda contemporánea está obligada a tomar conciencia de las limitaciones y el sustancial carácter antirrevolucionario del «noamchomskysmo».La auténtica izquierda, y aún más en Rusia, no está en el mismo camino que Chomsky. La frecuente utilización en sus trabajos de conceptos como «lucha de clases», «solidaridad», «igualdad» no nos debe inducir a error. Su igualdad es la igualdad de los jugadores libres en el «verdadero» mercado, su solidaridad es la solidaridad de los individuos aislados persiguiendo intereses personales, su lucha de clases es la indignada retórica «antiimperialista», en combinación con el oportunismo y la conciliación en las cuestiones «malditas», las más fundamentales. La herencia de Chomsky necesita reflexión crítica y superación. Noam Chomsky es el puerto que hay que superar necesariamente en el camino a la cumbre resplandeciente de la liberación del yugo del capital. Quedarse en ese puerto significa renunciar a la lucha ulterior y viajar, en definitiva, a ninguna parte.