Hasta la fecha, apenas hemos sido un puñado los que nos hemos declarado consternados por la implícita anuencia que ha mostrado la ciudadanía española ante la decisión del Gobierno de Zapatero de desproveer a los inmigrantes llegados a Ceuta y Melilla de cualquier garantía jurídica y expulsarlos a Marruecos para que las autoridades de Rabat […]
Hasta la fecha, apenas hemos sido un puñado los que nos hemos declarado consternados por la implícita anuencia que ha mostrado la ciudadanía española ante la decisión del Gobierno de Zapatero de desproveer a los inmigrantes llegados a Ceuta y Melilla de cualquier garantía jurídica y expulsarlos a Marruecos para que las autoridades de Rabat hagan con ellos lo que les plazca. (Y ya vamos enterándonos de qué les ha placido.)
Estamos consternados; no sorprendidos. Para mi, al menos, no ha supuesto ningún descubrimiento constatar que la presunta solidaridad de la ciudadanía española hacia las desgracias ajenas es un mito. Si se dijera que aquí la caridad funciona bastante bien, lo aceptaría. Es cierto que se lleva dar de vez en cuando alguna limosna para los pobres, como antes se hacía el Día del Domund. Pero siempre que se trate de pobres que no alteren la tranquilidad de nuestro cómodo tipo de vida europeo (*). En cuanto se sospecha que se trata de pobres que pueden estorbarnos y traernos problemas, lo que predomina es el rechazo. Y el alivio, si es el Gobierno el que se encarga de materializar ese rechazo.
Cuando expongo mis puntos de vista en relación a la emigración, me topo una y otra vez con la descalificación de los presuntos realistas: «El discurso humanitario queda muy bonito y es muy «políticamente correcto», pero, seamos realistas. Europa no puede dejar de proteger sus fronteras. El hambre que padecen millones de africanos supone un poderosísimo «efecto llamada» cuyas consecuencias estamos obligados a atajar».
Planteado así, hasta parece razonable. Pero la realidad no es ésa. El hambre no constituye -no podría hacerlo- ningún «efecto llamada». La «llamada», por definición, no puede originarse allí; tiene que proceder de aquí. Y lo que genera esa «llamada» no es que nosotros vivamos muy bien, en términos comparativos, sino que en la Europa desarrollada existe una demanda importante de mano de obra barata, eventualmente ilegal, favorecida por la desregulación de los mercados laborales y por la falta de control de las realidades y las condiciones de trabajo.
Los inmigrantes vienen por eso. Se trata, en suma y una vez más, de un asunto de pura oferta y demanda. Ellos vienen a ofrecer su capacidad de trabajar por muy poco porque aquí hay muchos empleadores dispuestos a ofrecerles trabajo por muy poco. Es así de sencillo. Y así de crudo.
Los estados europeos llevan muchos años aceptando que sus fronteras no estén bien protegidas. No sólo porque saben que es imposible protegerlas del todo, sino también porque -aunque no lo reconozcan abiertamente, por razones obvias- son conscientes de que al sistema económico imperante le viene bien que una parte de la población laboral no esté sujeta a la ley. Es un modo eficaz de rebajar las pretensiones de los trabajadores autóctonos y de aumentar la competitividad de la producción. El problema de los estados es cómo regular el nivel de permeabilidad de las fronteras para que no se produzca un flujo excesivo que cree distorsiones peligrosas, sean económicas, sean políticas, sean de ambos géneros a la vez.
No es fácil. Y lo es menos cuando el territorio en el que se trata de establecer esa difícil regulación se sitúa en un lugar y en unas condiciones tan exóticas como las de Melilla y Ceuta.
Nos piden que seamos realistas. Séanlo ellos: aquí tienen, meramente esbozados, un puñado de datos muy reales que su discurso obvia. Que los vayan encajando.