Libro para siempre Quizás buena parte de quienes auguran el fin del libro, el Apocalipsis de las hojas encuadernadas a que nos hemos acostumbrado de Gutenberg a la fecha, rindan culto de vieja beata al soporte electrónico, a la técnica por la técnica… Al menos este periodista así los intuye, puede que con similar pasión, […]
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Quizás buena parte de quienes auguran el fin del libro, el Apocalipsis de las hojas encuadernadas a que nos hemos acostumbrado de Gutenberg a la fecha, rindan culto de vieja beata al soporte electrónico, a la técnica por la técnica… Al menos este periodista así los intuye, puede que con similar pasión, o «beatería», en sentido contrario.
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Como si, instalada puertas adentro, la televisión hubiera logrado acabar con la magia impar del cine, esa explosión de luces en pantalla enorme rodeada de sombras. Sombras que nos permiten enjugarnos una lágrima frente al hecho artístico sin detrimento de nuestra timidez, sin menoscabo de una virilidad rígidamente preceptuada. Sin que se entere la marea de prójimos en que nos sumergimos, puede que también para sentirnos menos solos; por tanto, más gregarios: más humanos.
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TV y cine distan de haberse excluido. Y ambos no han opacado al teatro, al embrujo de la más directa comunicación público-actor, público-creatura-del-dramaturgo, dios que organiza el caos de la vida fluyente, re-creándolo a manera de otro mundo, paralelo, regido por las leyes de la estética, y en acción, con un clímax electrizante si atina los caminos de Esquilo, Sófocles, Eurípides, Shakespeare, Moliere, Ibsen, Beckett… y otros demiurgos de sus tallas.
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Se prolongan en pacífica convivencia, sin reparar en predicciones lúgubres que fueron, la pintura, la escultura, la danza, la música… la radio. Las artes y los cauces por los que ellas nos llegan han sido, son, complementación, que no carrera de relevo. De testigo, el tiempo.
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Pero encontrar un argumento más «racional» no resulta tarea ímproba. Al alcance de la mano hallamos un ejemplo que refrenda la tesis de que, en madera procesada hasta ese tuétano llamado papel o en algún material sintético por develar, el libro continuará propiciando un entrelazamiento de sabiduría y musas por los siglos de los siglos. Tal suponemos. Aspiramos.
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La Feria Internacional del Libro de la Habana -ahora denominada Cuba 2006, pues se extiende a más de 30 ciudades- cierra filas con sus similares en el empeño de demostrar la permanencia y proyección hacia el futuro del feliz invento gutenbergeano.
- Sí, una prueba al canto en esta isla que comienza a sacudirse paulatinamente, como convaleciente al Sol matutino -lento pero confiado en la resurrección de carne y espíritu-, el racimo de pobrezas causado por una crisis que, inducida por un férreo bloqueo, se ha empecinado, sin triunfar, durante los últimos 15 años. Aquí, la esperanza. Y el embrión de lo que es, de lo que seguirá siendo, más allá de las aves agoreras y de los fans de los bits excluyentes.
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(Ello, dicho sin desdoro de la computadora y de una Internet hecha de conocimientos de rápida, nerviosa y efectiva invocación. Sólo que las partes no sustituirán al todo, como aprendimos en vetustas filosofías.)
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Del 2 de febrero al 5 de marzo, la decimoquinta edición de la Feria ha concitado la gruesa concurrencia de las anteriores. Y mayor, tal vez. Porque asistieron 112 expositores de 30 países -cinco entidades más que en las precedentes-, los cuales representaron a más de 500 editoriales de todo el mundo.
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Frente a ojos ávidos y a la postre dulcemente cansados, se alinearon colores y diseños varios, provenientes de naciones tales como México, Perú, Alemania y, por supuesto, de la fraterna y bolivariana Venezuela, invitada de honor y señora de un espacio de más de 760 metros cuadrados, en los que expusieron más de 60 de sus casas de edición. Por primera vez mostraron sus productos Bélgica, Chile, Egipto y Siria.
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Algunos entre los nombrados constituyen verdaderos emporios en el sector; sus volúmenes dan la vuelta al planeta, en un boom de publicaciones que se erige en la más acendrada demostración de que andan lejos de convertirse en letra muerta tanto el nombre del padre de la imprenta en Occidente como la mención a sus anónimos antecesores, en el Oriente. Y con los progenitores, el hijo: ese objeto que anhelamos imperecedero llamado libro.
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El libro, que ha aparecido ante el lector cubano ahora repartido en mil 400 títulos -mil de ellos editados aquí por primera vez-, solamente si tomamos en cuenta el fruto de la industria poligráfica del «patio», algo que, con la Feria, proclama la fortaleza del viejo invento, que no se arredra ante apocalípticas predicciones y que se atreve, con el desenfado de quien se siente asegurado en lo porvenir, a convidar a sus propios, democráticos festejos incluso a quienes rinden culto de vieja beata al soporte electrónico, a la técnica digital, que no pasan de buenos amigos. Complementos, que no relevo.
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Y que así sea.