La cultura asturiana mantuvo con fuerza sus valores e instituciones básicas hasta bien entrado el siglo XX. Desde sus más remotos orígenes prehistóricos, se hubieron de dar innumerables transformaciones e injertos que, pese a todo, nunca alteraron el «fermento» básico sobre el que se alzaron sus diversas realizaciones. La romanización o la castellanización, por ejemplo, […]
La cultura asturiana mantuvo con fuerza sus valores e instituciones básicas hasta bien entrado el siglo XX. Desde sus más remotos orígenes prehistóricos, se hubieron de dar innumerables transformaciones e injertos que, pese a todo, nunca alteraron el «fermento» básico sobre el que se alzaron sus diversas realizaciones. La romanización o la castellanización, por ejemplo, no fueron influjos menores en el decurso nacional de los asturianos y, aún así, la más elemental observación comparada demuestra a los ojos atentos que, históricamente, esta cultura norteña peculiar fue, de todas las habidas en la península, una de las menos «latinas», no en asunto lingüístico pero sí en cuanto a formas etnográficas de existencia. Comentario aparte merece cuanto se diga respecto a lo idiomático. Pese a que la lengua asturiana es ciertamente una lengua romance, con todo el substrato prerromano que se quiera, hasta tiempos muy reciente en el territorio asturiano la gente conservó este idioma de origen altomedieval pese a la imposición tenaz del castellano imperialista que, en cambio, sí hizo estragos en el resto del área de influencia del antiguo reino astur-leónes, desde León capital hasta el sur, a lo largo de la «Vía de la Plata», así como en la actual Cantabria, desplazando a la llingua.
La conservación de un «fermento» cultural propio es en sí un fenómeno histórico, una categoría que debe ser explicada no en términos heroicos o metafísicos, sino con los métodos propios de una ciencia materialista de la historia. El pueblo asturiano, como cualquier otro pueblo, es producto de sus obras y de sus acciones, y al mismo tiempo, en una dialéctica incesante, las realizaciones históricas de una nación como ésta son el producto de las interacciones que una base étnica originaria, en un solar originario de base, van teniendo lugar en relación con pueblos vecinos o con invasores imperialistas que llegan a hacer su aparición en el horizonte geográfico y temporal en que se vive.
La Asturias pre-estatal fue una constelación -homogénea étnicamente- de pueblos federados, unión guerrera que supuso un peligro no pequeño para los planes expansionistas romanos, visigodos y muslimes. Su constitución en reino, dentro de los parámetros medievales de lo que se entendía, en el siglo VIII, por estado, fue sin embargo el marco estructural necesario para la creación de la nación cultural de lo que hoy ha llegado a nosotros como «lo asturiano». Lo asturiano medieval fue, sobremanera, lo asturiano rural, paradigma del campesinado nórdico en la península. No hemos de olvidar que este pequeño e inicial enclave de resistencia en las montañas, abarcaría pronto todos los territorios desde el Atlántico galaico-portugués hasta Guipúzcoa, y al sur, muy pronto la línea trazada por el Duero sería su frontera con al-Andalus, luego rebasada, que es como decir la frontera de la Europa Occidental con el Oriente. La repoblación de la meseta castellana hubo de hacerse con gentes norteñas, todas ellas bajo el cetro de los reyes asturianos. Gentes libres, en su mayor número, que hicieron de los territorios meridionales una frontera populosa de campesinos armados que ganaban tierras para Occidente. Subrayemos para Occidente, y no para la Cristiandad, pues en la alta edad media eran muy numerosos los cristianos que vivían -no siempre incómodamente- bajo los musulmanes. La llamada «reconquista» fue no una cruzada religiosa, como quieren las fuentes medievales tan ideologizadas en ese sentido. Más bien fue una «conquista» en el puro sentido político-civil y militar. Dos modos de entender el mundo, nórdico-atlántico y mediterráeo-oriental se enfrentaron. Aún hoy estas dos concepciones del mundo, tan mezcladas en la España «plurinacional» de la que tanto se habla hoy, siguen en el fondo enfrentándose. La genuina centralidad nórdico-atlántica, europea por esencia, que ocupa Asturias culturalmente en ese maremagno estatal, quiere ser oscurecida por los fanáticos de la cultura mediterránea y del caduco imperialismo castellano, dentro y fuera del país. La supervivencia de una cultura nacional y tradicional asturiana es un auténtico milagro que sólo habla de la fortaleza de ese fermento, de esas relaciones sociales y de producción que han demostrado su eficacia y fortaleza en unión íntima con su solar. La fortaleza de unas mismas relaciones en solares hoy ajenos no debió ser tan grande en ellos, cuando de hecho el empuje castellano las asoló. Significativo es que las provincias de León y Zamora, antaño tan vinculadas a los astures desde la prehistoria, y a la monarquía astur, en la alta edad media, así como a su llingua, el asturiano, que durante un tiempo conservaron, hoy sean conocidas por nosotros, desde el norte de la cordillera, sencillamente como Castilla.
Pero de los empujes de origen foráneo, el más reciente y el más devastador fue el que hoy conocemos como industrialismo, pese a que – en su aparición originaria- a veces llevara otros nombres, no por decimonónicos menos empleados hoy, como p.e. «progreso», una especie de dios cuya idolatría sigue ganando en adeptos. El industrialismo, tanto como las instituciones romanas y el idioma castellano, ha penetrado de tal manera en la manera de ser y de concebir el mundo del país asturiano que lo ha llegado a hacer suyo, a engrosar la nómina de sus rasgos esenciales. Con todo, como las instituciones romanas y como el castellano, la concepción industrial de la vida astur es de índole muy peculiar, mecánicamente adherida a su psicología, impostada y explotadora en todos sus matices. Es explotación del hombre y violación del paisaje. Es transformación duradera del modo de ser de Asturias y de su propio paisaje en no pocas comarcas. Ahora que buena parte de los iconos de aquella industria clásica, pesada, estatalista, primaria (extractiva, sidero-metalúrgica, naval) han desaparecido o se han visto reconvertido, menguando su escala, queda mucho en las conciencias de los asturianos sobre lo que es combatir solidariamente por la continuidad en los puestos de trabajo, aun cuando se haya diagnosticado el carácter no rentable de la empresa. Queda mucho de lo que es salir adelante en un ambiente proletario minero o fabril en un entorno exterior del país que desconoce en buena medida lo que eso significa, pues España, a diferencia de Asturias, sólo muy precariamente ha conocido la lucha de clases al más clásico estilo, minero e industrial. Asturias, como otras periferias del estado (Vizcaya, Cataluña, ciertas comarcas aisladas de las dos costas ibéricas) ha conocido una evolución de la conciencia de clase muy diferenciada a la de una España agrícola, interior, sesteante. Mientras en unas ciudades había marchas y concentraciones obreras, pidiendo trabajo digno o exigiendo democracia, en otras ciudades y pueblos de la España Imperial Unida sólo se alcanzaban a organizar procesiones de semana santa.
Es en este sentido en el que pensamos que la industria, como el propio idioma castellano siglos atrás, son gérmenes de esa clase peculiar que acaban infectando a un organismo nacional, una cultura como la asturiana, de arriba abajo. Ya no cesan de afectar a todas las funciones vitales del país para muchas generaciones venideras, y llegan a apoderarse de una nación pequeña y subyugada, hasta el punto de no poder librarse más de ella. ¿Quiere eso decir que el «fermento» básico de la nación se haya perdido por completo, se condene a la extinción? En absoluto pensamos que en el caso asturiano así sea. Lejos de ello, que aún exista una conciencia lingüística, musical y estética, etnológica, vital, para decirlo en una palabra, una vida totalmente diferenciada, no excluye que una nación asimile como suyo lo que en principio no lo era. Pero a diferencia de lo que ocurre con el idioma castellano oprimiendo a la llingua, arrinconándola durante siglos, la industria clásica ha tenido un impacto más breve (de dos siglos) revolucionando buena parte de la sociedad y sus esquemas rurales de vida, para después marcharse en poco más de dos décadas, a golpe de decreto y por medio de una brutal reconversión que se llevó por delante, a veces de manera muy estúpida y degradante, toda la forma de ser y de entender el mundo de unas generaciones, casi de una sociedad entera.
Ahora se nos habla de una sociedad de servicios, y de una tecnología puntera. Nuevos pilares de otra economía para Asturias, ya muy volcada al ocio y el turismo como tabla de salvación de aquel naufragio espantoso. Mientras esos caminos, nada claros, se dibujan en lontananza, solo se divisan nieblas espesas y típicamente asturianas, que nos mojan con escepticismo -también muy acendrado en nuestro carácter- la punta misma de la nariz, justo el espacio que la niebla incierta nos permite columbrar en un futuro posible. Desde la metodología del marxismo, todo vaticinio tiene que pasar necesariamente por un ejercicio histórico. Es la historia la maestra, y en tal sentido debemos recuperar qué éramos los asturianos antes de la vorágine industrial, para barruntar toscamente qué podemos ser al margen de nuestra concepción mayoritariamente proletaria del mundo. Sabemos de sobra que un Antiguo Régimen no volverá, ni tampoco un cierto paternalismo señorial en connivencia con los aldeanos puros y honestos de aquella Arcadia feliz que nunca fue Asturias. El mundo de la tecnología comunicacional y la concentración de servicios en urbes o en villas fuertemente urbanizadas parece que ha venido aquí para quedarse. La desertización humana del campo es un hecho que todavía no flexiona en sentido contrario, y en esto seguimos las tendencias sociodemográficas de España a pesar de que en cuanto a clima y régimen de aguas no tenemos mucho que ver con el campo reseco y pobre que predomina en el estado.
Parece como si la «ancestral comunión del asturiano con la tierra», que algunos escritores de talento reseñaron en nuestro carácter, hubiese desaparecido hoy en cierto grado, circunscribiéndola al uso lúdico y estival de la vida campestre, ídem que cualquier otro turista madrileño o de la procedencia que fuera, mayormente urbana. Y sin embargo en nosotros la concentración urbana estuvo impulsada por las oleadas de industrialización, haciendo de la urbe un centro oferente de empleos y de supuesta mejora de las condiciones de vida ante un campo estancado en el tiempo y que apenas, y mal, era capaz de soportar un aumento poblacional.
Ahora, la ciudad, especialmente el área central superurbanizada del país, ya no es precisamente aquel centro oferente de empleos para un campesinado deseoso de entrar en la vía de la proletarización. Es un área para la concentración de ocio, de servicios, de consumo, a una escala y con una diversificación, que el pueblo o la aldea ya no pueden dar. La verdadera revolución social endógena de nuestro país, de nuestras «esencias», sería nada más y nada menos que regresar a nuestros valles profundos y antiguos, a nuestras aldeas perdidas y soñadas, a la casa en ruinas y al hórreo destejado y desentablado. Con afán devoto, con fanatismo de colono, con ansia de reconstrucción. Para nosotros es una vergüenza que tras el paréntesis de dos siglos de industrialismo nos hayamos olvidado de quiénes fuimos, y de dónde venimos. Se pueden abrir nuevas industrias, esperemos que más ecológicas y menos alienantes. Se pueden abrir las puertas a la innovación (cosa a la que la Vetusta Universidad de Vetusta no parece muy inclinada), pero ahora la posibilidad de crear y recibir información, y por ende, educación, servicios, ocio, es barata, factible tecnológicamente, y las nuevas tecnologías favorecen la dispersión, la descentralización y la autogestión. Sin embargo, contando como decimos, con todo eso, la aldea, el caserío disperso, se despuebla y se arruina, y nos entregamos al gregarismo propio de las civilizaciones más decadentes.
Ahora es preciso indagar un poco en los caracteres concretos del industrialismo asturiano, hasta su naufragio de ho
II
Hoy en día, la sociedad asturiana está sumida en un lento proceso de adormecimiento que, en contra de sus más remotas tradiciones, amenaza con volverse crónico y, en el límite, letal. ¿Qué influjo tóxico es el que, ferozmente administrado, ha hecho que la más avanzada de las naciones ibéricas en lo que respecta a la conciencia de clase, se deje caer penosamente por la pendiente de la resignación y del inmovilismo? Hemos señalado las causas económicas de entre las fundamentales, mas no porque se comulgue con el economicismo, sino debido a que, a falta de un hilo conductor más nítido, el planteamiento marxista exige ir, primero, a las decisiones materialmente más relevantes que atañen a los giros o cambios en el destino de una nación. Han sido decisiones de política económica de estado las que han marcado el rumbo, a veces boyante, casi siempre declinante, de la nación asturiana en el último siglo.
Rompiendo con ancestrales tradiciones de autosuficiencia, y por ello mismo, a veces, de carestía, el Estado Español intenta intervenir en Asturias con una serie de inversiones a gran escala que ningún empresario privado estaba dispuesto a seguir. El siglo XX, y especialmente, el periodo franquista, ha sido el siglo del intervencionismo económico para Asturias. La presencia del capital público en la minería o en la siderurgia es presentada las más de las veces por los economistas como una cobertura de la laguna que el capital privado no podía o no quería rellenar. Otras veces, esta fuerte inversión estatal se explica por medio de la consabida y machacona terminología de la competividad. Para que Asturias, la Asturias minera e industrial, fuera competitiva -se nos dice- había que hacer esto. La competencia se explica, primero, con respecto a nuestros vecinos industriales más evidentes, los vascos, y en segundo término, tras la incorporación del estado español a la U.E. (Unión Europea), con otras regiones de la Unión o del Mundo que en sectores minero-siderúrgicos pudieran gozar de ventajas. Es evidente que la ideología del capitalismo se cuela por los tuétanos del mismo economista que quiere explicar procesos capitalistas, aunque estos obedezcan a decisiones estatales y con aporte de fuertes capitales públicos con vistas a que una «región» sea competitiva frente a otras. Los agentes económicos no toman sus decisiones «para ser competitivos». Si tal es la motivación subjetiva (¡tanto da cuál sea esta realmente!) lo que sucede después, un éxito o un fracaso en tal competividad, es lo que realmente debe importar en la ciencia social. Y en el caso asturiano está claro que los gobiernos madrileños invirtieron para que en Asturias nos condenemos al fracaso. Quedan muchas cosas que explicar en lo que afecta al «fracaso industrial» asturiano.
1. En primer lugar, la entidad y la legimitidad de ese inversor público, llamado Estado Español. Sus sucesivos gobiernos, ya fueren democráticos, ya dictatoriales, operan con un espacio territorial que desde hace siglos consideraron como «suyo». La población contenida en los límites territoriales de la provincia o región asturiana no es reconocida como sujeto de derechos diferenciados con respecto a los demás habitantes de las demás provincias y regiones del estado. En un marco así los gobernantes, franquistas o democráticos, disponen dentro del territorio del estado sus inversiones e iniciativas que más le convenga al Estado con un marcado acento «estratégico» incluso en el sentido militar de la palabra. Dentro de la geoestrategia española, la costa cantábrica era vista como la costa del carbón, del acero, de la salida y la entrada de mercancías vitales hacia el Norte europeo. La vieja tradición aislacionista (ya rota) del Estado español, y la dualidad (ríanse de la palabra «competencia») con el territorio vizcaíno, pesaron mucho en esas decisiones gubernamentales. El carbón y el acero son (eran) estratégicos en le sentido militar.
2. El estropicio medioambiental, y el cataclismo socio-cultural que supuso el gigantismo de esas inversiones públicas aún no está bien descrito ni analizado del todo. Los efectos que se pueden considerar «positivos», como la más avanzada conciencia de clase, la fuerte urbanización de la zona centro del país, el carácter multi-étnico de la sociedad asturiana con la llegada de emigrantes sureños, etc., sólo pueden verse como ganancias conseguidas al muy alto coste de haber dejado cicatrices duraderas en el paisaje astur, supuesto «paraíso natural», pérdidas del patrimonio rural, tradicional y lingüístico, castellanización y pérdida profunda de la identidad en numerosos ambientes, urbanismo desquiciado y proletarización indignante, etc. Hunosa, Ensidesa y demás gigantes, han podido «dar empleo» a miles de trabajadores, pero desde el marxismo «dar empleo», sea con capital público o privado, significa «explotar», nunca lo olvidemos. Muchas de las condiciones relativamente saludables en el modo de vida y trabajo del proletariado asturiano, que llegaron a ser famosas en el estado español tan subdesarrollado, sólo se lograron tras muchas décadas de lucha trabajadora y solidaridad obrera, y además en fechas relativamente recientes, tras haber pasado por los infiernos del chabolismo, siniestrabilidad, represión policial, ultraexplotación absoluta y relativa, etc.
3. ¿Hubo democracia económica? ¿Decidió el pueblo asturiano si le convenían tales inversiones? Solo formular tales cuestiones invitan a la risa en carcajadas. Y sin embargo, si ahora nos creemos el dato de que gozamos de una cierta autonomía decisoria en Asturias, de un relativo autogobierno, deberíamos gozar del derecho a formular tales preguntas sobre nuestro destino. Ya no es posible decidir sobre lo hecho en el pasado. Franco y sus ministros decidieron por nosotros para crear ese perfil industrial, para mantenerlo e incluso impulsarlo, muchas veces contra natura. Felipe González, Solchaga, Boyer y todos esos agentes del estado español «democrático» también decidieron por nosotros para cerrarlo y echar abajo el sistema productivo asturiano. El gigante, el dinosaurio del jurásico, ora nos lo ponen, ora nos lo quitan. El territorio astur en medio. Su gente, también en medio. Nunca fue un sistema productivo competitivo ni eficiente del todo. Sólo fue una baza, quizá geoestratégica, que el estado jugó con nosotros y contra nosotros. A nadie le preguntaron si quería vivir en un paisaje proletarizado y lleno de humo de chimeneas, o por el contrario en una Arcadia feliz, repleta de caserías a su vez repletas de mazorcas de oro. Madrid decidió por nosotros, y lo sigue haciendo en la medida en que no tiene planes para nosotros, como no sea evitar que nos pongamos en medio de sus proyectos geoestratégicos. Estos ahora pasan por el desarrollo del centro madrileño, el arco mediterráneo, y del valle del Ebro. En el norte, en la medida en que toquen Cantabria y Euzkadi, habrá cierto impulso recobrado. Pero Asturias está muy retirada de ese eje del Ebro. Asturias tiene como plan, exclusivamente, ser un parque natural toda ella, con un gran municipio en medio, la «Ciudad Astur», que servirá como localidad suministradora de servicios a ese parque temático. ¿Temático? ¿Qué tema? El tema a vender será la Arcadia feliz que nunca existió. No hay por qué no tomarse en serio las declaraciones de Alvarez Areces. Estas expresan los planes de un gobierno «regional» que no son otros que los planes de un gobierno estatal: Madrid, que sigue dirigiendo nuestros destinos y se erige todavía en papel de administrador de los derechos de propiedad de «su» territorio, en ausencia ya de inversiones creadoras de puestos de trabajo. Casi toda la prensa, y numerosos académicos, especialmente economistas, recibe alguna renta del poder central para propagar una imagen de Asturias netamente clientelar y subsidiaria. Antes, el capital público nos ligaba fuertemente a los intereses del estado hispano. Ahora, el ser parásitos subvencionados, nos dicen, se nos sigue ligando estrechamente a ese padre benefactor.
4. ¿Somos subsidiados, ciertamente? Podrá haber algún tramo generacional que lo sea. Habrá comarcas específicas que respondan a ese perfil. Arrancar de cuajo, por orden expresa emanada de los despachos, toda la actividad productiva de comarcas enteras, y no dar nada, paliativamente, a cambio, hubiera sido imposible en un contexto europeo, democrático, etc. Las empresas contraen un compromiso social con el territorio y las gentes con las que estén vinculadas. Cuando éstas huyen o se cierran, acaban siendo olvidadas con el paso del tiempo, y otros sectores de actividad acaban sustituyéndolas. Es cuestión de tiempo. Pero el «desierto económico» en que convirtieron el país asturiano en muchas comarcas no seguiría siendo tan desierto si la política del subsidio no se hubiera cronificado. ¿Quiénes fueron los agentes de dicha cronificación? Por supuesto hacen falta agentes directos que se benefician de una política de percepción de rentas improductivas foráneas (estatales y europeas) poco o nada controlada por mecanismos transparentes de supervisión popular. Se trata de una casta de políticos locales, «indígenas», que en nombre del imperio parten, reparten y se llevan la mejor parte de unas rentas no encaminadas a relanzar industrialmente a la región, sino a mantenerla en estado congelado de «paz social». Con el paso de los años, tal casta indígena hace cuanto está en sus manos porque los viejos fondos sean renovados o cuando menos substituidos por otros análogos, y así los miembros del comité de reparto permanecer como algo más que en calidad de gestores interinos de una crisis, sino como verdaderos mediadores entre unas entidades foráneas que aportan rentas y una sociedad que, en la medida en que se arroja en brazos de tal casta parasitaria, abdica de su verdadera condición de sociedad civil, vale decir, productiva, y pasa a constituirse -ella misma- en parasitaria no ya coyuntural, sino crónica, estructural.
5. Al margen del cretinismo de los economistas, lo cierto es que hay fenómenos que revelan que la sociedad civil asturiana está supurando por culpa de esta casta mediadora y parásita, y que impiden el completo desarrollo normal de un tejido productivo regenerador ante las cicatrices del «modelo jurásico» de empresa pública que tuvimos. Es como si la sociedad civil -al margen de ciertos tramos generacionales afectados en lo personal por las reconversiones- se negara a admitir el cementerio planificado por las mafias político-sindicales y patronales ahora en el poder. El reguero de emigrados fuera de Asturias es incesante, y en muchas ocasiones se trata de mano de obra joven y bien formada. Es obvio que las comunidades españolas en las que no abundan jóvenes cualificados y con motivación para el empleo, se benefician especialmente de este aporte «humano» al capital en recomposición que está creciendo allí. Numéricamente, los miles de asturianos que salen cada año a España para aportar su esfuerzo y sus conocimientos puede parecer una cifra de escasa consideración en un mercado laboral como es el español, de millones de personas, muchas de ellas ya con nacionalidad extranjera. Pero cualitativamente, su factor «catalizador» en muchas de las transformaciones capitalistas habrá de ser estudiado en el futuro. Hay una especie de sima entre la condición sociológica y educativa de la juventud en muchas regiones del sur, centro y levante, y el aporte profesional de los emigrados asturianos. Cada día se va cavando más esa sima, como lo revelan los índices de instrucción y de fracaso escolar en regiones que los economistas exultantes califican de «boyantes». Esas regiones necesitan un «capital humano» a explotar, sea asturiano, sea extracomunitario, porque su población local tiende hacia un parasitismo propio, que no depende tanto de los fondos gubernamentales o comunitarios como de la propia naturaleza de su clase empresarial. Los patronos transmiten a sus hijos los derechos de propiedad de unos negocios que casi exclusivamente se fundamentan en la explotación del trabajo ajeno. Sólo la abundancia de trabajo ilegal muy barato, o de trabajo intelectual, igualmente muy barato, permite explicar los grandes flujos y acumulaciones de plusvalía en regiones de España tradicionalmente muy poco preparadas para el desarrollo económico, pues carecen de sólidos substratos tecnológicos, científicos, industriales y culturales para ello. España cuenta con una fuente gratuita de emigrados en Asturias, sin gasto alguno en lo que respecta a conflictividad social o racial, sin problemas de extranjería, pues como dicen los propios españolistas como argumento último y definitivo contra cualquier nacionalismo: «el D.N.I. de un asturiano no pone otra cosa que nacionalidad española«. El gobierno del Principado y las instituciones que dependen de él, tanto en lo educativo como en lo profesional, incluyendo la nefasta Universidad de Oviedo, actúa como una especie de O.N.G. o como una entidad misionera que suple las deficiencias educacionales y formativas de la España de la economía sumergida. Al no poder o no querer invertir formativamente en unos sectores poblacionales que ya de por sí son bastante incultos, y que apenas proceden de un mundo rural degradado, estas comunidades españolas y aún españolistas, obtienen grandes masas de plusvalía a través de cuadros medios y funcionarios universitarios que, fuertemente proletarizados, hacen que las cosas funcionen en su calidad de mediadores en una sociedad civil en grave proceso de polarización. Por un lado, trabajadores extranjeros ultraexplotados y en general descualificados (aunque hay abundantes ejemplos de mayor nivel cultural de estos esclavos modernos en comparación con su negrero manchego, andaluz, madrileño o levantino). Por otro lado, una población local dotada de un pobre y poco tecnificado capital constante, que se «autoemplea» únicamente gracias a su posibilidad de pagar trabajo muy barato (capital variable) a un trabajador ilegal, o legal que se deja emplear en condiciones ilegales. Pronto, este empleado auxiliar se va multiplicando, permitiendo al patrono y a su descendencia ir convirtiéndose en parásitos rentistas, y en explotadores del trabajo ajeno. Este modelo latino-mediterráneo del capitalismo «canallesco» está complementado por los aportes de emigrados norteños (para nuestro interés, asturianos) que van rellenando los huecos que la administración y la sociedad civil necesita cubrir en los campos educativo, judicial, ingenieril, bienestar social, etc., para los cuales los nativos no están formados o no cuentan con aportes suficientes por el fracaso mismo de sus modelos autonómicos y municipales. ¿Cuánto tiempo durará esta situación en la España sumergida? La tendencia de esas autonomías consiste en inventarse barreras (no lingüisticas) para impedir el acceso a los emigrados del propio estado, como son los asturianos, y lograr aproximarse al pleno empleo de españoles nativos en medio de un ejército laboral de reserva de aspirantes extracomunitarios a ser empleados, vale decir, explotados.
6. Responsabilidad enorme en el declive asturiano la han contraído aquellos académicos, periodistas y, muy especialmente economistas que diagnostican la situación nacional en términos psicologistas. El cretinismo economicista es complementario del psicologismo e incluso necesita de él. Afirmaciones como estas, abundaron en los peores momentos de crisis reconversora: «El problema de Asturias es que su gente carece de la mentalidad de empresarios», o «El asturiano debería aprender a ser más emprendedor», revelan más que una falsa conciencia. Bajo unas frases aparentemente neutrales, distantes y científicas, ciertas tribunas cometieron verdaderos delitos de terrorismo económico. Entendiendo por terrorismo económico de estado el acto de culpabilizar a todo un pueblo de un problema que sólo él va a padecer y cuyo causante es un estado que, ora decide invertir y transformar su modo de vida tradicional, ora decide cerrar la industria y tirarla al cubo de la basura dejando al pueblo trabajador en la estacada. Si ya el estado, por todo ello, y nunca dejando a Asturias tomar ni una sola decisión relevante sobre su destino económico, ejerce verdadero terrorismo contra la población civil, mucho peor, horriblemente agravante, es el hecho de pagar con dinero o promocionar con prebendas a todos esos periodistas, patronos y economistas que culpabilizan a la supuesta psique colectiva del asturiano de ser como es. Una nación conforma su cultura y sus comportamientos colectivos a tenor de las transformaciones históricas en sus modos de producción y de las diversas experiencias históricas acumuladas, modificando amplia y drásticamente -en no pocas ocasiones- la conformación étnica, natural y paisajística de partida. La experiencia de la sociedad asturiana, desde su salida del Antiguo Régimen, estuvo marcada por una profunda dependencia de las decisiones gubernamentales a lo largo del siglo XIX y XX. Además, los pioneros capitales privados aplicados a la industria fueron extranjeros o procedían de otras comunidades del estado. La sociología básica y la psique colectiva del asturiano medio estuvieron, hasta tiempos relativamente recientes, conectadas de forma más o menos directa a un pasado todavía cercano de tipo rural, centrado en la unidad de convivencia y producción que fue la casería. La burguesía urbana asturiana no tuvo la fuerza ni la capacidad de liderazgo para crear tejidos empresariales independientes del gigantismo estatal. Empresarios asturianos los hubo a lo largo de la historia, y cuando las condiciones fueron propicias, dentro o fuera del país, también prosperaron como capitalistas exitosos, e incluso fundadores de emporios. Nada hay en nuestra psique que nos impida ser patronos capitalistas o bien ser proletarios o esclavos. Son las condiciones concretas las que se han de analizar. Y estas fueron, desde la segunda mitad del XX, condiciones francamente adversas para que se creara un tejido productivo capitalista propio, con «signo nacional», como sólo puede darse cuando hay una pequeña y mediana empresa emanada de la propia sociedad civil. Como colonia interna del Estado español que éramos, estas empresas de segundo orden apenas solo prosperaron con vistas a proporcionar ciertos servicios y suministros a la población y, sobre todo, como auxiliares de las industrias básicas o estratégicas del estado. Y este tejido auxiliar, claro está, cayó cuando los dinosaurios mineros y siderúrgicos cayeron, se recortaron o se extinguieron. Es hipotético suponer que se habría dado un desarrollo capitalista más dulce y equilibrado de no haber sido el estado tan intervencionista con nosotros. Pertenece a ese género de especulaciones futuristas contingentes que nunca aportan ningún beneficio al pensador. En cualquier caso, la cronificación de la cultura del subsidio se hará una realidad irreversible si un sector importante de la izquierda asturiana y de la sociedad en general no se pone a la defensiva en lo que respecta al intervencionismo estatal. Este se traduce en el hábito de la dependencia de las subvenciones o en la obsesión por el asfalto de autovías y carreteras. El capital, de igual manera que las comunicaciones, están hechos hoy en día para sobrevolar y mediatizar los territorios y las poblaciones que quedan por debajo. Pasan de largo e «integran» de una manera dominante. Se trata de políticas de integración en una (nada paradójica) marginalidad. A los nativos del feroz colonialismo se les dominaba mejor con misioneros y botellas de whisky. A nosotros, condenados por el Centro a ser Periferia, se nos domina con rentas sobre las cuales carecemos de control, así como con carreteras que aumenten nuestra penosa dependencia.
7. Todo el siglo XX estuvo marcado por un fuerte intervencionismo estatal sobre el país asturiano. Hasta la nacionalización de la hulla, y el megaproyecto de ENSIDESA, en tiempos franquistas, esta intervención era de corte arancelario, proteccionista. El capitalismo de estado protegía con subsidios a empresas privadas. Luego, en la dictadura de Franco, la autarquía y cierta política productivista de corte «nacionalista» (nacionalismo español) impulsó la creación de grandes instalaciones nuevas y la nacionalización de empresas ya existentes, que habrían de guiarse por un cinturón protector «a prueba de quiebras». Los economistas de corte liberal tienden a señalar que en estos casos el Mercado, cual Providencia secularizada, deja de cumplir su función objetiva en la asignación de precios, de indicador exacto de la competitivad, etc. En efecto, el Capitalismo de estado permitió en Asturias la creación ilusoria de una pseudopatronal rentista o funcionarizada, mera excrecencia parasitaria que proliferó al abrigo de empresas grandes a prueba de quiebras. De la misma manera, proliferó una casta político-sindical que empleaba la estrategia huelgüística no siempre para defender los intereses reales de la clase obrera y orientar sus luchas hacia la mejora de sus condiciones de vida y trabajo, sino con vistas a presionar en orden a su propio ensanche como casta o fracción parásita del proletariado, e ir ganando puestos directivos o cuasi-funcionariales en la gestión y dirección de las empresas, fenómeno patente a partir de la transición democrática.
Nosotros creemos que no es el Mercado el juez infalible de la productividad y la competitividad, ni la panacea ideal para la regeneración industrial de nuestro país. Si la inversión de capital público está orientada al aumento de nivel de vida de la población, a la provisión de puestos de trabajo, a la satisfacción de necesidades del país, el Mercado debería importarnos un comino cuando la política económica se planifica desde un marco socialista. Negamos de plano que una inversión y planificación económica desde el socialismo esté, por definición, ajena a criterios de racionalidad intrínseca, como sostienen los liberales. El problema de aquellas políticas intervencionistas es que no estaban dirigidas a Asturias como sujeto nacional beneficiario, como sociedad necesitada de tales capitales industriales. La tradición capitalista de estado estaba enmarcada en la protección a empresas privadas ya muy débiles en su competitividad a nivel estatal e internacional desde principios de siglo. Después, la huida y la ausencia misma de iniciativas privadas fomentó el faraonismo autárquico del INI, que apenas sirvió para alimentar a una patronal clientelar en lo que hace a servicios auxiliares y complementarios a la industria extractiva, siderometalurgica, química, naval, etc. El tejido productivo asturiano se hizo muy sensible a las decisiones políticas y a las avenencias con el poder, y eso implicó incluso al proletariado, que también politizó sus cúpulas y encontró en el ámbito de la negociación y gestión de las empresas un escenario adecuado para la promoción de sus elites, muy lejano de la lucha de clases real. Es más, la fuerte capacidad de respuesta obrera, muy superior a la de otras partes del estado, presente incluso en los peores tiempos de la dictadura, fue siendo aprovechada por las elites sindicales como arma para su propia promoción en la empresa, el sindicato y, finalmente, en la política. Mientras la masa se batía en la calle, las cúpulas obreras ascendían en el poder con mayor capacidad, cada vez, de lanzar a esas mismas masas reivindicativas a favor propio. Los dinosaurios industriales asturianos no estaba enfermos porque no estuviesen controlados por los mecanismos del Mercado. Desde el socialismo revolucionario, el Mercado es algo a superar y que no tiene legitimidad ante las responsabilidades sociales de una empresa. El problema es que los dinosaurios industriales eran «parlamentos» políticos distorsionados y ramificaciones del propio estado español en la actividad industrial asturiana, y como tales, sirvieron para crear una casta pseudo-obrera que traicionó a la postre a la propia clase proletaria.
Se extinguieron los dinosaurios, pero el pueblo asturiano, la nación más antigua del estado y una de las más viejas de Europa, debe sobrevivir.