He escrito alguna vez que Euskadi (o Cataluña) jamás lograrían la independencia de España porque es sencillamente imposible separarse de un país que no existe; y que, por lo tanto, para la unidad o para la separación, el requisito previo es la existencia, el aterrizaje de esa nación metafísica y violenta, aire y sangre al […]
He escrito alguna vez que Euskadi (o Cataluña) jamás lograrían la independencia de España porque es sencillamente imposible separarse de un país que no existe; y que, por lo tanto, para la unidad o para la separación, el requisito previo es la existencia, el aterrizaje de esa nación metafísica y violenta, aire y sangre al mismo tiempo, en los límites de sus pueblos, su reconstitución radical al margen de su historia y a partir de una soberanía cierta que decida contemporáneamente su nombre, su tamaño y su gobierno. Eso todavía está pendiente y la llamada Transición no ha hecho otra cosa que bordear de puntillas la cuestión, prolongando y agravando la paradoja: ha creído, sin ingenuidad alguna, que podía democratizar España sin refundarla democráticamente y que se podía decidir libremente su destino sin haber decidido antes libremente su existencia. La verdadera importancia ahora de la tregua permanente de ETA -cuyas acciones armadas, cada vez más indiscriminadas, habían acabado por despolitizar el conflicto a la medida de los gobiernos- hay que juzgarla por las reacciones de los que no se alegran, por la amargura, a veces disparatada, de los que lamentan que ETA deje de matar: el de aquellos, dentro y fuera del PP, que comprenden con desesperación que una España realmente existente, más pequeña tal vez y sobre todo más democrática, amenaza sus intereses de clase y de partido y que, con tal de mantener una ilusión ventajosa, están decididos todavía -y de ahí el peligro en estas horas- a entorpecer la paz, despabilar la violencia y rematar la democracia. Pero las verdaderas consecuencias de la tregua de ETA dependerán también a medio plazo de la actitud de la izquierda española, a la que la propia existencia de la organización armada ha permitido refugiarse durante años en una cierta ambigüedad a la hora de abordar la constitución nacional de España como límite y condición de toda emancipación política. El alto el fuego de ETA, fruto de negociaciones y umbral de nuevas e imprescindibles negociaciones, es el resultado del equilibrio sin vencedores entre dos fuerzas que no podrán imponer su programa. Sería ingenuo creer que abre el camino a una revolución social o -para los que la buscan- a la independencia de Euskadi, dos objetivos inalcanzables en las presentes condiciones. Pero la izquierda española debería comprender que cualquier concesión que el Estado haga a las justas reivindicaciones abertzales -desde el acercamiento de los presos a la aceptación formal del principio de autodeterminación- no sólo aliviará la violencia y normalizará la disidencia sino que abrirá políticamente el debate, aplazado o interrumpido durante quinientos años, en torno a la decisiva «cuestión española», cuya mistificación ha sido y sigue siendo inseparable de la forma monarquía, la explotación de clase y el recorte de libertades.
Tras la muerte de Franco en 1975 no se ha dejado de insistir, incluso desde la izquierda, en que la nueva institucionalidad democrática privaba de justificación a las acciones que ETA dirigía contra la dictadura. Pero, bien pensado, de esa manera se justificaba más bien su existencia. ETA, como manifestación armada de una aspiración política mayoritariamente extendida dentro del pueblo vasco, había nacido para dar respuesta, al mismo tiempo, a la «cuestión nacional» y a la «cuestión social», cuya fusión parecía más o menos natural en esa época a la izquierda de todo el Estado. Cualquiera que sea la relación entre ambas -que habrá que pensar con más rigor a partir de ahora-, lo cierto es que, treinta y cinco años después, la limitada democracia española no ha conseguido resolver ni la una ni la otra. Aún más: diría que si la democracia española es muy limitada se debe precisamente a que ha avanzado muy poco desde el siglo XIX en la resolución de las cuestiones «nacional» y «social» que, entrelazadas de un modo complejo, dieron lugar a distintas formas de lucha, y diferentes grados de colaboración, entre fuerzas ideológicamente dispares. Las relaciones entre la izquierda abertzale y la del resto del Estado se fueron desanudando a lo largo de la década de los ochenta, con el atentado de Hipercor en junio de 1987 como punto de ruptura, y el creciente aislamiento recíproco derivó en una trágica pérdida para todos. La «cuestión nacional» y la «cuestión social» quedaron falsamente escindidas a partir de fronteras casi geográficas: mientras Herri Batasuna se encerraba en una estrategia cada vez más desnudamente nacionalista, marginando o desplazando aquellos discursos y sectores socialmente más transversales, la izquierda del resto del Estado, deshuesada por el PSOE, se derretía lentamente, se sumaba dócilmente a las condenas sumarias de los «nacionalismos» y se privaba de las enseñanzas de un modelo militante y organizativo sin parangón en Europa. El Estado y ETA, por su parte, explotaban y alimentaban esta doble ausencia, legitimándose trágicamente en el espejo a expensas no sólo de las víctimas directas de la guerra -de un lado y de otro- sino también de todas las fuerzas laterales, silenciadas, socavadas y criminalizadas desde ambos lados de la trinchera. El gobierno del PP prolongó y llevó a su extremo esta lógica de frontón que, como demostraron las mentiras tras el 11-M, ha estado a punto de desembocar en una auténtica quiebra institucional.
La tregua de ETA y el nuevo «talante» de Zapatero abren la posibilidad de un reencuentro entre la izquierda española y la izquierda abertzale, en beneficio de ambos, que no debemos desperdiciar. En un horizonte inicialmente modesto, ambas fuerzas deben converger en la necesidad de una normalización política que, en un país de pura e ininterrumpida anomalía, pueda desprender en el futuro escenarios nuevos para una lucha común. Para ello, en todo caso, la izquierda española tendrá que aceptar de una vez la relativa autonomía de la «cuestión nacional», que tiene también su propia historia, y aceptar además que la cuestión nacional no es la cuestión vasca sino la «cuestión española». Después de quinientos años, España está sin hacer; y no hay nada quizás más terrible y peligroso que el envejecimiento de una nación que -valga la asonancia- aún no ha nacido. Desde el exterior, esta incompletud resulta más que evidente y es casi enternecedor comprobar la sorpresa, por ejemplo, de izquierdistas latinoamericanos instalados en España, a la que aún invocan como Madre Patria, que descubren, un poco humillados y un poco doloridos, que el país que los colonizó durante siglos no existe. La invasión napoleónica de 1808 provocó una breve burbuja de conciencia nacional española, desmentida inmediatamente por las guerras carlistas. Antes y después, todos los esfuerzos del Estado -y sus propagandistas- han estado sobre todo orientados a no pensar en eso. Hubo una oportunidad en 1.898, tras la debacle imperial en Cuba y Filipinas, pero la llamada generación del 98, que nació más o menos izquierdista, se volvió enseguida metafísica; y se preguntó con ideológica angustia «¿qué es España?», dando por supuesta su existencia y la unidad de los restos imperiales, en lugar de preguntarse «¿cómo la hacemos?» y «¿de qué tamaño?» y «¿con qué gobierno?». Hubo una segunda oportunidad en 1931, bajo esa República a la que la España siempre incompleta, aire y sangre, del fascismo pentacentenario impidió pensar y construir una Españita o Españeta más decente de pueblos libres libremente asociados (o no). Ahora tenemos una nueva oportunidad para plantear la «cuestión española», a sabiendas de que la construcción de un país completo, incluso si al final resultase más pequeño, es la condición impostergable de una verdadera ciudadanía democrática; y que esa construcción es inseparable del cuestionamiento de los límites formales, económicos y políticos de la Transición. Como izquierdista «español» me conviene presionar para que se resuelva de una vez por todas la «cuestión nacional» y casi estaría dispuesto a defender una especie de «nacionalismo hispano» reductivo o sustractivo: sin derecho a la autodeterminación nunca habrá democracia en España, nunca habrá ni siquiera España, y el aire y la sangre seguirán aliados por los siglos de los siglos contra los pueblos, la democracia y el socialismo.