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Patriarcalismo, paternidad y literatura

Fuentes:

I. «Padre nuestro que estás en el cielo…» Una vieja y conocida oración empieza rezando así: «Padre nuestro que estás en el cielo…» Una visión moderna percibe en esas palabras la imagen del Padre proyectada como un Dios único y omnipotente, el reflejo transparente de una sociedad patriarcal en la que rige un Padre-Dios o […]

I. «Padre nuestro que estás en el cielo…»

Una vieja y conocida oración empieza rezando así: «Padre nuestro que estás en el cielo…» Una visión moderna percibe en esas palabras la imagen del Padre proyectada como un Dios único y omnipotente, el reflejo transparente de una sociedad patriarcal en la que rige un Padre-Dios o un Dios-Padre -representación imaginaria que nos indica el paso de los antiguos matriarcados a un también milenario patriarcado, es decir: a una civilización caracterizada por el dominio del Padre sobre la mujer y los hijos. El investigador Pepe Rodríguez demostró en un libro, Dios nació mujer, lo que afirma en su subtítulo: «La invención del concepto de Dios y la sumisión de la mujer, dos historias paralelas.» En un largo proceso histórico las deidades femeninas primigenias fueron reemplazadas por Dioses dominantes hasta imponerse (en los judíos, luego en los musulmanes y en los cristianos, en sus diversas corrientes: católicos, protestantes, etc.) un único Dios-Padre -y la relación privilegiada con Él todavía la disputan, incluso con las armas, sus supuestos hijos favoritos. Pepe Rodríguez afirma que el «Dios-Padre» que domina en las actuales religiones monoteístas «no es más que una transformación relativamente reciente del primer concepto de deidad creadora/controladora que, tal como demuestran miles de hallazgos arqueológicos, fue, obviamente, ¡femenina! ¿Quién, sino una hembra, de cualquier especie, está capacitada para poder crear, para dar vida, mediante la fecundación y el parto? ¿Quién, sino la mujer, cuida de su prole y se encarga de abastecer las necesidades básicas de su entorno inmediato?» Las cualidades femeninas de generación y protección nutricia se proyectaron en una Diosa primigenia y superior «durante un período que fue desde c. 30000 a.C. hasta c. 3000 a.C,, momento a partir del cual, de forma progresiva aunque irregular, comenzó a imponerse la tipología específica del dios masculino que acabará apropiándose de las cualidades generadoras y protectoras de la diosa, relegando a ésta al papel de madre -virgen, en algunos casos-, esposa, hermana y/o amante del dios varón.» Pepe Rodríguez cuenta lo que él llama un «golpe de estado del dios contra la diosa», historia que revela también la dinámica histórica «que llevó a la mujer a ser subyugada en todos sus aspectos por el varón. La mujer y la Diosa fueron perdiendo su autonomía, importancia y poder prácticamente al mismo tiempo, víctimas de un mundo cambiante en el que los hombres se hicieron con el control de los medios de producción, de guerra y de cultura, convirtiéndose, por tanto, en detentadores únicos y guardianes de la propiedad privada, la paternidad, el pensamiento y, en suma, del mismísimo derecho a la vida.» La paternidad, como dominio, se volvió cultura patriarcal que rediseñó los mitos y dioses a su imagen y semejanza. El Dios-Padre reinó sobre su rebaño y el Padre sobre su mujer y sus hijos, que se volvieron su «famulus», es decir, sus sirvientes domésticos (origen y significado etimológico del término «familia» y «fámula»).

II. Paternidad como patriarcalismo

Para la filósofa mexicana Graciela Hierro, el patriarcado, como poder del padre sobre la familia, se impone por la fuerza muscular, pero se refuerza por la familia monogámica, por el poder económico y político del hombre, y por una educación que tiende a conservar la hegemonía masculina y la subordinación femenina, socializando a las niñas de modo que inhiban su autonomía y promoviendo la satisfacción vicaria: a través del hombre o de los hijos; reforzando, además, el papel de madre sumisa y encargada de las labores domésticas. Se impone, de esta manera, una jerarquía en donde el hombre es el jefe (promoviendo el modelo de fuerza, inteligencia, eficacia) y la mujer es la subordinada (con su estereotipo de débil, tonta y torpe). La sociedad patriarcal, entonces, discrimina a las mujeres (en lo laboral, social, cultural) e impone una doble moral, más libre para los hombres y más opresiva para las mujeres (Ética Feminista). Para esta filósofa mexicana, lo que caracteriza existencialmente la condición de la mujer bajo el patriarcado es su «ser para otro», que se manifiesta como: 1) su inferiorización ante los hombres, reduciendo su existencia a su papel social de «madre» como «ser para otro» (Padre, hijos), incapaz fuera del hogar, que niega su «ser para sí» y no alcanza su plena condición humana; 2) su control sexual que suprime el impulso sexual femenino y su capacidad orgásmica; y 3) su uso social como madre que cría a los hijos, objeto sexual de los hombres, servidora doméstica, etc. Durante milenios, mitos y ritos, normas y costumbres, pensamientos y teorías naturalizan esta situación: el poder del Padre y la inferiorización de la mujer -durante miles de años se oculta esta vertiente oscura y trágica que atraviesa la historia de la humanidad; no sólo eso, también se inventan cuentos para satanizar a la mujer. Una historia muy conocida, contada al inicio de un libro sagrado, culpabiliza a la mujer de la pérdida del Edén. Dios-Padre crea al Hombre y a la Mujer, les ofrece el Edén pero les prohibe tomar el fruto del árbol de la Sabiduría del Bien y del Mal. Ese fruto se llama actualmente conciencia moral y es imprescindible para crecer y orientarse en el mundo por uno mismo; tal parece que Dios-Padre quería unos humanos que fueran como niños inmaduros por siempre para que lo obedecieran, sin conciencia, eternamente. Sin embargo, la serpiente convence a la mujer, le dice que si toman el fruto prohibido sabrán por sí mismos qué es lo bueno y lo malo, y «seréis como dioses». ¿Eva quería volver independiente de Dios-Padre al ser humano? En todo caso, convence a Adán de que también tome el fruto. Cuando Dios los descubre, Adán le echa la culpa a Eva e incluso al propio Dios: «La mujer que pusiste a mi lado me dio del árbol y comí.» Tal vez por eso, el castigo a la Mujer es más grande: «A la mujer le dijo: ‘Multiplicaré tus sufrimientos en los embarazos y darás a luz a tus hijos con dolor. Siempre te hará falta un hombre, y él te dominará’.» De acuerdo a este relato, el dominio del Hombre sobre la Mujer tiene un origen divino y es eterno.

Los griegos también tienen su leyenda negra sobre la Mujer; la cuenta Hesíodo en «Los Trabajos y los Días.» Por cierto, la historia también tiene que ver con un castigo que impone el Dios dominante, Zeus («el Padre de los hombres y de los Dioses», le llama Hesíodo), por el intento fallido de los hombres por independizarse de los Dioses, en este caso ayudados por Prometeo, quien robó el fuego sagrado para dárselo a ellos. Cuando Zeus se da cuenta del engaño de Prometeo, lo amenaza con hacerlo desdichado y castigar a los hombres; así le dice: «A causa de ese fuego, les enviaré un mal del que quedarán encantados, y abrazarán su propio azote.» Y de inmediato ordenó la creación de la Mujer bella, con dones como «el áspero deseo», la impudicia y un ánimo falaz, mentiras, halagos y perfidias, para «que se convirtiera en daño de los hombres.» Así surge Pandora, quien es regalada a Epimeteo, el hermano de Prometeo. «Y aquella mujer, levantando la tapa de un gran vaso que tenía en sus manos, esparció sobre los hombres las miserias horribles.»

A partir de entonces, los humanos sufren «el rudo trabajo», «enfermedades crueles», miseria y muerte. Si el Mito la vuelve un mal contra el hombre, la filosofía la inferioriza. En la Etica nicomaquea, el más grande de los filósofos griegos, Aristóteles, plantea que la amistad (philía) virtuosa sólo es posible entre hombres, ya que la diké (justicia) y la isonomía (igualdad) tienen su ámbito en la polis (política), de la que están excluida las mujeres por no ser -según Aristóteles- enteramente racionales. El espacio propio y exclusivo de las mujeres es el oikos (el hogar), pero aún ahí el hombre, por estar mejor dotado racionalmente, es el jefe, quien introduce la virtud que hace del oikos un cosmos (orden). Entre hombre y mujer puede haber una philía que busque el placer, pero -según Aristóteles- nunca será igualitaria y virtuosa. En su Etica a Nicómaco incluye la amistad del hombre hacia la mujer entre las formas de amistad «fundadas en la superioridad, como la del padre hacia el hijo, y en general la del mayor hacia el más joven… y la de todo gobernante hacia el gobernado». Estas relaciones, tienen como característica común que sus miembros «no obtienen lo mismo el uno del otro ni deben pretenderlo»; en ellas «el afecto debe ser también proporcional, de modo que el que es mejor (el hombre) reciba más afecto que profesa, y lo mismo el más útil.» Aristóteles compara el gobierno del marido sobre la mujer con el régimen aristocrático (de los mejores), «puesto que el marido manda conforme su dignidad y en aquello en que debe mandar (.). Cuando el marido se enseñorea de todo, su gobierno se convierte en una oligarquía, porque lo ejerce contra los merecimientos y no en tanto en cuanto él es superior. Algunas veces gobiernan las casas las mujeres, cuando son herederas; esta autoridad no esta fundada, por lo tanto, en la excelencia de ellas, sino en la riqueza y el poder como en las oligarquías». En otra obra suya Aristóteles afirma que a las mujeres corresponde ser vergonzosas, piadosas (por sus corazones tiernos y blandos) y obsequiosas porque «son de gracioso y consolativo servicio.»

En la Edad Media los Padres de la Iglesia, San Agustín entre ellos, inferiorizan a la mujer al relacionarla con lo sensual pecaminoso, sacralizan al Padre y naturalizan una cultura patriarcal. El escritor Jostein Gaarder, en su novela epistolar Vita brevis, cuestiona el papel de San Agustín en el origen de la moral católica cristiana imaginando una larga carta de Floria Emilia, la amante y madre de su hijo, al Santo. En ese milenio medieval se instituyó una moral heterónoma, contradictoria e imposible, que al mismo tiempo que negaba nuestra terrenalidad (deseos, placeres y existencia en este mundo) sólo promovía la culpa, la hipocresía o la represión neurótica. Se condenó al «amor propio» (San Agustín) como fuente del mal, valorando sólo el amor a la divinidad; cuando mucho se llegó a plantear el «amor al prójimo» abstracto e indiscriminado, como ágape capaz de comunidad, solidaridad y caridad -la philía virtuosa que planteaba Santo Tomás. Pero con la mayor tranquilidad e insensibilidad habla Tomás del «uso de las cosas imprescindibles, como la mujer, que es necesaria para la conservación de la especie, o como el alimento o la bebida». «La mujer ha sido creada para ayudar al hombre, pero sólo en la procreación…, pues para cualquier otra cosa el hombre tendría en otro hombre mejor ayuda que en la mujer». El «material humano» femenino fue especialmente despreciado por los monjes y los teólogos. Así se expresaba San Jerónimo, al que se podría nombrar patrón de los enemigos de la mujer: «La mujer es la puerta del diablo, el camino de la maldad, el aguijón del escorpión y, en realidad, cosa de mucho peligro».

-El Mito culpabiliza a las mujeres, el Pensamiento las inferioriza, la Religión las sataniza y la Política las excluye -¿dónde, entonces, se devuelve a la mujer su dignidad y se cuestiona al patriarcalismo?

-En el arte, como conciencia que se desprende del Mito y del Rito para develar lo oculto, lo soterrado, lo silenciado. Eso ya lo hacen algunas de las mujeres que aparecen en las Tragedias griegas (Medea, Las Troyanas y Antígona). Pero el arte griego autónomo, crítico, develador, es una creación excepcional que desaparece en la Historia… Hasta que reaparece el arte libre y el pensamiento crítico, el patriarcalismo es cuestionado, se reivindica a la mujer y la paternidad separada del dominio se abre como posibilidad.

III. Arte como desocultamiento y crítica

Aquellos que escribieron los Mitos que ocultan el fondo trágico y opresivo de la vida humana sólo quieren transmitir Dogmas revelados; el escritor-artista no es el escriba de la Revelación y rechaza toda ocultación; si escribe no es para atenuar, esconder, consolar o edificar, sino para perforar los velos de la realidad instituida, para desocultar la opresión y el fondo trágico de la existencia humana.

Después de casi diez siglos, resurge en Europa occidental el arte y el pensamiento libre, renacen así los escritores críticos: Cervantes, Rabelais, Montaigne, Shakespeare… Todos ellos destruyen los sentidos impuestos y crean nuevas significaciones. El arte crítica al mundo establecido y desoculta su fondo oscuro. Octavio Paz lo ha dicho claramente: «la crítica de Occidente fue obra de sus poetas, novelistas y filósofos.» Con todo, la crítica al patriarcalismo no fue inmediata ni abierta en la Literatura: pese a la crítica, se mantenían como positivos los símbolos de lo masculino y como negativos los adscritos a lo femenino; a los hombres se les daba movimiento, honor, seguridad, subjetividad, mientras que a las mujeres se les otorgaban sensaciones relativas a lo caótico y lo estanco; la mujer entra en esta literatura con la invención del amor para volverse objeto de devoción, meta o escollo para los hombres, tema dejado de lado por la literatura filosófica ilustrada del siglo XVIII; en el siglo XIX, en la literatura que va de Goethe a Tolstoi, vuelve el tema del amor como una emoción común a mujeres y hombres, representando sus quebrantos (Madame Bovary o Ana Karenina) y una existencia determinada por la comparación con la libertad del hombre.

De fines del siglo XIX a fines del siglo XX, señala Francesca Gargallo (en «La idea de sí en la literatura de mujeres en América Latina») «las mujeres empezaron a escribir como mujeres, a mirarse, a nombrarse, a explayar con ardor sus posiciones vitales, siempre políticas, a sentir la injusticia a través de su cuerpo, que se convirtió así en un cuerpo con una creciente presencia.» Y refiere las «ensoñaciones liberadoras de la inglesa Virginia Wolf», «las descripciones de la francesa Colette», el «periodismo narrativo de la argentina Stella Caloni», «la sequedad nerviosa e intensa de Clarice Lispector (Brasil), la introspección de Elsa Morante (Italia) y de María Luisa Puga (México), el estallido verbal de Margarite Duras (Francia), la denuncia irónica de Rosario Castellanos (México), la toma de posesión de la historia de Elena Garro (México), la antropología narrativa de Marvel Moreno (Colombia)». Esta vía de autodescubrimiento y desocultación culmina con la primera elaboración feminista y antipatriarcal del siglo XX que hace la escritora y filósofa Simone de Beuvoir en El Segundo Sexo.

Sin embargo, con los poderes de la literatura, y desde la perspectiva del hijo aplastado por la figura del Padre, Kafka cuestiona y desoculta el patriarcalismo con una pequeña y genial obra literaria: La metamorfosis. Si la nunca enviada Carta al Padre es un abierto testimonio de opresión patriarcal, La Metamorfosis es su expresión y transfiguración literaria: ¿Qué representa ese insecto monstruoso que despierta en el seno familiar? ¿Qué desea cuestionar del orden real? Se ha debatido mucho sobre el carácter del insecto en el que se convirtió Gregorio Samsa (¿es una cucaracha o un escarabajo?), aunque cabe hacer notar que, para Kafka, la idea del insecto está relacionada, en primera instancia, con su padre: en la famosa Carta al padre admite que «luchamos los unos contra los otros», pero le reclama a su padre el que desarrolle lo que denomina el «combate del parásito», que pica y chupa la sangre. En una conversación con un amigo, Kafka refirió la indiscreción de «narrar historias de chinches» de la propia familia. Todo parece indicar que el insecto que chupa la sangre, una especie de chinche, es el Padre (dominante, autoritario, violento), lo que aparentemente da pie a las interpretaciones psicoanalíticas. No obstante, es el hijo el que se vuelve insecto (que incluso es perseguido y dañado severamente por el padre) y el Padre que cuestiona Kafka es mucho más que su propio progenitor. T.W.Adorno, en un iluminador ensayo sobre Kafka («Apuntes sobre Kafka», en Crítica cultural y sociedad, pp.131-173), señala que toda la obra de Kafka es «una reacción al poder ilimitado» y agrega lo siguiente: «Benjamin ha llamado parasitario a ese poder, el poder de los coléricos patriarcas; consume la vida sobre la que pesa. Pero el momento parasitario queda curiosamente desplazado. El que se vuelve chinche es Gregor Samsa, y no su padre… «(p.149)

Desde la Mujer y desde el Hijo, el arte libre y el pensamiento crítico han cuestionado esa Paternidad resuelta en Patriarcalismo, apuntando a otra Paternidad no Patriarcal, impulsada ya por la práctica feminista.

Graciela Hierro planteaba, por ejemplo, revalorar la doble tarea femenina: la maternal y la laboral, pero siempre y cuando los hombres también se dediquen a las labores maternales y domésticas, para que así hombres y mujeres se desarrollen integralmente. Se trata, entonces, de promover una nueva maternidad, valorada dentro del contexto productivo y cultural, pero también resignificada como un valioso y humanizador proyecto humano que requiere, para no ser injusta, una revaloración de la paternidad en el mismo sentido; se necesita, dice, hombres maternales y mujeres paternales. Cuando ello ocurra, tal vez la Literatura crítica guardará silencio sobre este tema para que una paternidad más humana se muestre en la vida.