La aprobación de la Ley de Igualdad ha puesto de manifiesto, una vez más, que España es el país donde más leyes se aprueban que no tienen posibilidades de ser implantadas. Después del evidente fracaso de la Ley de Violencia de Género, tan aplaudida por el gobierno, los partidos y las organizaciones de mujeres afines […]
La aprobación de la Ley de Igualdad ha puesto de manifiesto, una vez más, que España es el país donde más leyes se aprueban que no tienen posibilidades de ser implantadas. Después del evidente fracaso de la Ley de Violencia de Género, tan aplaudida por el gobierno, los partidos y las organizaciones de mujeres afines a ellos, ahora nos enfrentaremos a esa burbuja de jabón que es esta pomposa ley de igualdad.
Ley que no tiene presupuesto para ser puesta en práctica ni en la vida cotidiana ni en la vida laboral, esas dos vidas que las mujeres tienen que conciliar valiéndose únicamente de sus pocas fuerzas para enfrentarse a una explotadora realidad que se reconoce por los poderes descritos pero que nadie cambia. Y que ahora se pretende mejorar echando la responsabilidad sobre las empresas privadas y sobre las familias. Veamos:
Respecto a la obligación de las grandes empresas de introducir mujeres en sus consejos de administración, medida similar a la de las cuotas de los partidos, podría mostrarme de acuerdo, como lo hice con las de aquellos, si después de dos décadas de experiencia no conociéramos ya la perversión que han introducido las cúpulas de los partidos en el cumplimiento de esas cuotas, y que será reproducida claramente en las grandes empresas. Los dirigentes escogen a las más sumisas -a veces familiares, esposas y amantes- y más incapaces, para cumplir la ley, eliminando de su lado a las protestonas e inteligentes que siempre pueden hacerles sombra, con lo cual sus decisiones son ratificadas fielmente por aquellas, y consiguen además el efecto perverso de mostrar al mundo la torpeza de medidas semejantes que obligan a situar a mujeres incapaces en puestos superiores a los de hombres preparados.
El resultado perfectamente previsible de esta norma será, por un lado, lo ya descrito. Las grandes empresas no tendrán empacho en meter en el Consejo a las hijas y las esposas -las amantes estaría peor visto- de los directivos. Ya tenemos ahí a Patricia Botín haciendo de gran chambelán de su padre. Nada por supuesto cambiará en las decisiones de la empresa ni en la vida de esas nuevas «asistentes» a las reuniones del Consejo Directivo. Las medianas seguirán más o menos el mismo formato, con quizá, la admisión de alguna ejecutiva que por sus méritos consideren adecuada, a la que exigirán, con la crueldad que les caracteriza, que asista a todas las reuniones y entrevistas de trabajo a las horas más incómodas, además de su trabajo habitual, con el resultado de que muchas de ellas dimitirán de semejante esclavitud, prefiriendo llegar a las seis de la tarde a su casa para bañar al niño. En definitiva, sólo se quedarán las viudas o solteras sin niños pequeños. Para ejemplo basta el del propio gobierno, en el que entre ocho ministras reúnen seis niños y entre ocho ministros veintitrés.
En cuanto a las pequeñas empresas, pues seguirán igual: rechazando a las madres y a las posibles madres en el momento de la contratación o haciéndoles mobbing para que se marchen, sin que nadie lo impida. Porque la Inspección de Trabajo brilla por su ausencia en el control del acoso laboral del que, según los sindicatos, más del 50% de las mujeres son víctimas en su empleo.
Respecto al permiso parental y a la presión para que los hombres se corresponsabilicen del cuidado infantil y del trabajo doméstico, resultan totalmente inoperantes las medidas impuestas. En un país donde la estructura económica está basada en el trabajo gratuito de las mujeres -no solamente esos 5.500 de amas de casa, el colectivo más numeroso de la Unión Europea, todavía herencia de la dictadura, sobre todo las mayores de cincuenta años, sino también todas las demás que deben atender las labores domésticas, el cuidado de los hijos, de los mayores, de los enfermos de la familia y pretenden desempeñar un trabajo asalariado, tantas veces en una empresa alejada del hogar- resulta cómico, sino fuera trágico, que se dicten leyes donde se «impulsa» la «corresponsabilidad» de los hombres en el cuidado de la familia.
Se reconoce que los hombres ganan del 30 hasta el 50% más que las mujeres, pero se pretende que sean ellos los que pidan permiso laboral para cuidar a los hijos. Ninguna pareja sensata decidirá perder el ingreso más alto para quedarse con el pequeño, por unas supuestas razones ideológicas que no tienen ninguna base, ni biológica ni económica ni cultural.
La igualdad se pretende imponer mediante la concesión de permisos de paternidad de quince días para cuidar al recién nacido. ¿Alguien puede creer que con semejante medida las madres estarán aliviadas del cuidado del niño? No solo lo ridículo del tiempo estipulado, teniendo en cuenta que en nuestro país un niño tarda seis años en acudir a un colegio, sino la convicción de que esas vacaciones para el padre le significarán una estupenda facilidad para jugar al mus, pasar más tiempo en la taberna, ver a los amigos, asistir a los partidos de fútbol o poner al día el trabajo atrasado. Ni los hombres tienen ninguna práctica en el cuidado de niños y pocas serán las pobres madres que no dispongan de la ayuda de una madre, una suegra o una hermana para aliviarles de la nueva carga que se les ha venido encima.
Pero sobre todo, resulta tonta e inoperante la medida si lo que se pretende es que las empresas contraten en igualdad de competición a los hombres y a las mujeres porque han de concederles permisos de maternidad y paternidad. Primero, la enorme desigualdad de quince días a seis meses en que consisten esos permisos no deja lugar a dudas, pero es que parece que aquí nadie sepa que los niños tienen ser cuidados durante muchos años y que cuando las madres terminan el permiso legal se encuentran con la doble carga de criar al hijo y de reintegrarse al trabajo, y dados los horarios laborales de nuestro país y los horarios escolares, es imposible prácticamente que una madre pueda atender las dos obligaciones si no tiene la ayuda esforzada y continua de los abuelos, que están siendo utilizados igual que en el pasado.
Mientras se les da un ridículo permiso de paternidad de quince días a los padres, los horarios comerciales mantienen cerrados los comercios de las dos a las cinco de la tarde y desde las ocho de la noche a las nueve de la mañana, sábados medio día y domingos enteros. De tal modo la adquisición de los bienes imprescindibles para el consumo ha de hacerse a las mismas horas de trabajo de todos los miembros de la familia, y no se ha visto que los empleados ni los ejecutivos ni los albañiles puedan salir a media mañana del trabajo para comprar el pan y la carne.
Al mismo tiempo todos los servicios imprescindibles para el mantenimiento de un hogar en condiciones estables: las reparaciones de fontanería, electricidad, albañilería, las revisiones de la instalación del gas y de la calefacción, el montaje de los nuevos aparatos, etc. etc. se realiza también a las horas laborales. En consecuencia alguien tiene que estar en el domicilio para recibir al técnico adecuado, que, como considera que esa es la obligación del ama de casa, acude cuando le parece. Y naturalmente tampoco será el ejecutivo ni el carpintero el que perderá un día de trabajo para atender esas reparaciones. Todas las que trabajamos con mujeres sabemos de los permisos que hay que concederles para que esperen en casa al técnico de la calefacción y al lampista que arreglará los grifos.
Son de escándalo los horarios escolares y las vacaciones continuas de que disfrutan los niños y los profesores, indignados éstos cuando se les pide que alarguen el horario escolar -por otro lado indignación entendible si analizamos la explotación que padecen, la falta de respeto que sufren, la poca remuneración que perciben y la degradación permanente y constante en que ha caído el sistema de educación gracias a la dejadez y desprecio con que lo han tratado los sucesivos gobiernos que hemos sufrido desde la implantación de la democracia-. En consecuencia, desde las cinco de la tarde, y a veces desde las cuatro, los niños se plantan en casa y allí que los atiendan los padres, que quiere decir las madres. Y veinte días en Navidad, y diez en Semana Santa, y tres meses en verano, y santas muy buenas…las madres y las abuelas que deben cargar con ellos. Porque a nadie se le ocurre que el banquero y el empleado y el albañil abandonen la oficina y la obra para cuidar niños en vacaciones.
En definitiva, se deja a la iniciativa empresarial y a la organización familiar la responsabilidad de resolver el hasta ahora insoluble problema de la incorporación plena de las mujeres a la vida laboral asalariada, manteniendo la familia y todas las funciones que ésta desempeña, imprescindibles para la supervivencia de la especie, y en definitiva de la sociedad capitalista tal como la aceptamos.
Todas estas medidas significan fundamentalmente la derrota de las propuestas socialistas que desde el siglo XIX tanto los movimientos revolucionarios como el feminismo había defendido, que reclamaban la socialización del trabajo doméstico. Porque mientras se les dice a los padres que atiendan niños y hogar y a los empresarios que se apañen introduciendo mujeres en los consejos de administración y dando permisos aquí y allí -en un país cuya productividad es la más baja de la Unión Europea- NADA SE DICE de crear jardines de infancia de 0 a 3 años, PÚBLICOS, es decir de poco coste, dejando estos servicios en manos de la iniciativa privada cuyo precio es inasequible para la mayoría de familias. NADA SE HACE en la constitución de residencias para mayores, PÚBLICAS, dejando todo este servicio en manos privadas que montan unos tugurios dignos del tercer mundo, donde atan los viejos a las camas. NO SE INVIERTE DINERO en el entramado de servicios públicos que han de resolver los problemas de la atención familiar: trabajadoras sociales, centros de día, atención y organización para los enfermos mentales y discapacitados, y para qué hablar de la posibilidad de instalar lavanderías, comedores y servicios de limpieza a domicilio.
Es decir, todo aquello que cuesta dinero al Estado, cuyos presupuestos están distribuidos en otras cosas mucho más importantes: fabricación y compra de armas, construcción de inmensos aviones, apoyo a multinacionales de la electricidad, del petróleo y del gas, subvenciones a empresas extranjeras que luego se marchan a Filipinas y a Polonia dejándonos miles de trabajadores en el paro y en la jubilación, instalación de trenes de alta velocidad mientras se muere la red de cercanías, autopistas de pago mientras las carreteras son de hace un siglo, etc. etc.
Lo mismo sucede con la Ley de Dependencia, por la que se destina fatalmente a la madre o a la esposa a cuidar a los discapacitados de su familia, sin que el Estado se responsabilice de la creación y mantenimiento de los establecimientos adecuados y de un sistema de ayuda domiciliaria que permitiera a la mujer buscar un trabajo asalariado.
Pero lo más sorprendente, no es que los gobiernos españoles actúen así, al fin y al cabo es lo que ha hecho el capitalismo siempre, lo asombroso e inaceptable es que las organizaciones de mujeres, no sé si se pueden llamar feministas, lo acepten, lo aprueben y lo defiendan.
Cada vez que participo en una mesa redonda, en un programa de radio o en un debate público con otras dirigentes de las asociaciones de mujeres, observo asombrada que muestran un entusiasmo absoluto y acrítico respecto a esas pomposas leyes que conciernen a la situación de las mujeres: ley de violencia, ley de igualdad, ley de dependencia, y ni hacen mención de las inversiones económicas que se precisan para que tengan alguna efectividad en la vida real de las mujeres. Todos los discursos, también pomposos, con que las acogen, repiten en un ritornello interminable digno del bolero de Ravel, los tópicos de la educación en casa, de cambiar la tradición, de que la sociedad se implique, que los hombres colaboren -por su buena disposición-, sin que las cuestiones materiales inmediatas que se supone ellas también deben sufrir, si son seres humanos con las necesidades habituales de éstos, como el nivel de los salarios, el precio de la bolsa de la compra y el de la vivienda, el coste de las guarderías y la carencia de residencias de ancianos y de atención sanitaria, las conmuevan un ápice.
Lo curioso es que cuando desde el Partido Feminista intentamos defender la concesión de un salario al ama de casa, sobre todo a aquellas mayores de cincuenta años incapacitadas para obtener un empleo, esas feministas nos acusaron de querer mantener a las mujeres en su milenario destino y se negaron rotundamente a apoyarnos en esa reclamación en las elecciones al Parlamento Europeo de 1999. Y ahora me las encuentro entusiasmadas con que se les pague 300 euros a las madres de los paralíticos para que se queden en casa a cuidarlos, y en vez de exigir la creación de nuevos jardines de infancia se aprestan con entusiasmo a responsabilizarse, una a una, de la frustrante y agotadora tarea de pedirles a su hombre que cuide del niño.
El gobierno ha conseguido triunfar sobre todas las reclamaciones feministas: ha echado sobre las mujeres la responsabilidad de ocuparse de su familia, y en todo caso de pelearse con el marido para resolver sus problemas, y a las empresas la carga económica de aceptar innumerables permisos de sus empleadas y empleados. La privatización en definitiva de las cargas sociales, tan querida por el capitalismo.
Mientras siempre se dice que los presupuestos de un Estado son los que definen el carácter social de éste, al parecer en lo que concierne a las mujeres el dinero no tiene importancia. Los verdaderos objetos de nuestro deseo de cambio feminista son la publicidad, los medios de comunicación, la buena voluntad masculina, la educación familiar, los sentimientos, la competencia, las leyes, la tradición, la cultura, la imagen, es decir la superestructura ideológica, que, como desea la burguesía, oculta y enmascara la estructura económica sobre la que asientan todos los conflictos de intereses, y que las oligarquías que mandan en nuestro país propician muy eficazmente para alienar a nuestros ciudadanos. Y en este caso, también a nuestras ciudadanas defensoras de los derechos de las mujeres. Muchos derechos y muy poco dinero para sustentarlos y hacerlos realidad.
Y como colofón hablemos de las cuotas en las listas electorales impuestas en la Ley de Igualdad. No sólo se producirá -se está ya produciendo- el efecto perverso del que hablaba al principio, respecto a las cuotas de los partidos y en los consejos de administración de las empresas, sino que ha tenido como consecuencia inmediata que ya no se puedan presentar listas únicamente de mujeres. Este efecto temido por nosotras desde hace años, motivó que las dirigentes del Partido Feminista sostuviéramos varias entrevistas con Cristina Alberdi cuando era diputada y con las dirigentes de la Secretaría de Igualdad del PSOE, exponiéndoles el problema que se avecinaba si insistían en establecer rígidamente la obligación de disponer de un 40% al menos de candidatos varones en las listas. No era precisa esta redacción de la ley. Podía obligarse a que no hubiera menos de un 40% de mujeres, con lo cual se garantizaba la participación de mujeres en las habituales listas repletas de varones y no se impedía que los partidos feministas presentáramos candidatas únicamente femeninas. Pero ya vimos en las entrevistas que sostuvimos con Cristina Alberdi y Micaela Navarro que no estaban dispuestas a atender nuestra petición. Con un entusiasmo sin igual por defender a los hombres, supuestos candidatos de listas feministas, se negaron rotundamente a aceptar las sugerencias que les planteábamos. Únicamente en el País Vasco, las diputadas del PNV, bastante más feministas y demócratas que las socialistas, atendieron y entendieron nuestros argumentos y aprobaron el articulado de la ley con la modificación que proponíamos, pero que naturalmente solamente puede aplicarse en las elecciones a esa Comunidad.
Resulta evidente que es ridículo, en el día de hoy, que tengamos que proteger la participación masculina en la política. Si nos ha costado dos siglos llegar a crear partidos feministas y lograr candidatas para algunas listas electorales, es de evidente mala fe impedir que podamos continuar con esta política. Está visto que las mejores cómplices de la política del poder son las mujeres crecidas a su vera.
En definitiva, las asociaciones de mujeres, en realidad organizaciones creadas para que sean correas de transmisión de los partidos gobernantes y recaudadoras de votos y de subvenciones, están defendiendo la política burguesa, aquella que denunciaron, con tantos sacrificios personales, nuestras pioneras anarquistas, comunistas, sindicalistas, sufragistas, feministas. Diríase que hemos perdido el siglo.