Desde una colina calcárea que se eleva por encima del campo de refugiados de Qalandia, se puede ver Jerusalén. Allí encontré a un hombre solitario que permanecía de pie bajo la lluvia con su hijo aferrado a los faldones de su largo y andrajoso abrigo. El hombre extendió su mano: «Soy Ahmed Hamzeh, artista callejero», […]
Desde una colina calcárea que se eleva por encima del campo de refugiados de Qalandia, se puede ver Jerusalén. Allí encontré a un hombre solitario que permanecía de pie bajo la lluvia con su hijo aferrado a los faldones de su largo y andrajoso abrigo. El hombre extendió su mano: «Soy Ahmed Hamzeh, artista callejero», dijo cortésmente en inglés. «En esa ciudad he tocado diversos instrumentos musicales: he cantado en árabe, inglés y hebreo y, como ya entonces era pobre, mi pequeño hijo mascaba chicle mientras el mono hacía sus trucos. Cuando perdimos nuestro país, perdimos la dignidad. Cierto día un kuwaití rico detuvo su coche frente a nosotros y gritó a mi hijo: ‘¡Demuéstrame cómo se gana la vida un palestino!’, así que hice que el mono empezara a escarbar en las basuras, en la cuneta, y mi hijo escarbaba con él. El kuwaití arrojó unas monedas y mi hijo gateó lentamente para recogerlas. No era justo, yo era un artista, no un mendigo… Ahora ni siquiera soy un campesino».
«¿Qué siente en relación con lo ocurrido?», le pregunté.
«¿Espera que sienta odio? ¿Qué significa eso para un palestino? Nunca he odiado a los judíos ni a su país, Israel… sí, ahora supongo que les odio, o quizás sienta compasión por su estupidez. No pueden ganar porque en la actualidad los palestinos somos los judíos del momento y, como han hecho los judíos, nunca permitiremos que ellos o los árabes o ustedes olviden. Los jóvenes nos lo garantizan, y tras ellos vendrán otros jóvenes…».
Eso sucedió hace 40 años. Y en mi último viaje a Cisjordania quedaba poco que reconociera de Qalandia, ahora precedido de un enorme puesto de control israelí, un zigzag de sacos de arena, bidones de petróleo y pasadizos, con colas de gente esperando, tratando de espantar a las moscas con sus apreciados documentos. En el interior del campo de refugiados, las tiendas habían sido reemplazadas por casuchas más resistentes si bien- según se me aseguró- las colas ante el único grifo de agua eran iguales de largas, y la suciedad todavía discurría con color de caramelo cuando llovía. En la oficina de Naciones Unidas pregunté por Ahmed Hamzeh, el artista callejero. Consultaron archivos, y negaron con la cabeza. Alguien creía que » había sido trasladado del campo… muy enfermo». Nadie sabía qué había sido de su hijo, cuyo tracoma ya se habrá convertido en ceguera. En el exterior, otra generación daba patadas entre el polvo a un balón desinflado.
Y todavía, lo que Nelson Mandela ha calificado como «la cuestión moral más importante del momento» se resiste a ser enterrada bajo la basura. A pesar de los comentaristas de la BBC que tratan de poner al mismo nivel al ocupante y al ocupado, al ladrón con la víctima; a pesar de la avalancha de mensajes electrónicos enviados por los fanáticos de Sión a quienes destapan las mentiras y denuncian la intención del Estado israelí de acabar con Palestina, la verdad es ahora más evidente que nunca. La documentación sobre la violenta expulsión de los palestinos en 1948 es voluminosa. La revisión de los archivos históricos ha acabado con la leyenda de un David heroico en la Guerra de los Seis Días cuando Ahmed Hamzeh y su familia fueron expulsados de su hogar. La supuesta amenaza de los dirigentes árabes de «echar a los judíos al mar», que sirvió para justificar el ataque israelí de 1967, incesante desde entonces, es muy discutible.
En 2005, el espectáculo de los llorosos fanáticos del Antiguo Testamento, abandonando Gaza, fue una farsa ya que la construcción de sus «asentamientos» [colonias] en Cisjordania se ha acelerad, al mismo tiempo que el ilegal muro, semejante al de Berlín, separa a los agricultores de sus cultivos, a los niños de sus escuelas, a unas familias de otras. Sabemos ahora que la destrucción el año pasado de gran parte de Líbano había sido planificada. Que tal como ha señalado Kathleen Christison, ex analista de la CIA, la reciente «guerra civil» en Gaza ha sido en realidad una insurrección contra el gobierno electo dirigido por Hamás, preparada por Elliot Abrams, el sionista que dirige la política estadounidense hacia Israel, y un criminal condenado en la época de la Contra en Irán.
La limpieza étnica de Palestina es una cruzada llevada a cabo conjuntamente por Estados Unidos e Israel. El 16 de agosto, el gobierno Bush hizo público «un paquete de ayuda» militar, sin precedentes, por un total de 30.000 millones de dólares a Israel, la cuarta potencia militar del mundo, con una fuerza aérea superior a la de Gran Bretaña, y una potencia nuclear mayor que la de Francia. Ningún otro país del mundo disfruta de una impunidad semejante que le permite actuar sin sanciones, como ocurre con Israel. Ningún otro país tiene un historial parecido de actuaciones al margen de la ley: ni una sóla tiranía del mundo se le aproxima. Tratados internacionales como el de No Proliferación de Armas Nucleares, ratificado por Irán, Israel los rechaza. No existe nada parecido en la historia de la ONU.
Pero algo está cambiando, quizás el horror panorámico del pasado verano emitido desde Líbano por las pantallas de televisión de todo el mundo hizo de catalizador. O quizás hayan sido el cinismo de Bush y de Blair y la utilización incesante de la simpleza del «terrorismo», unidos a la propagación diaria de una inseguridad prefabricada para nuestras vidas, lo que finalmente ha atraído la atención de la comunidad internacional, con excepción de los estados canalla: Gran Bretaña y Estados Unidos, hacia una de sus principales causas: Israel.
Hace poco tuve esa sensación en Estados Unidos. Una página completa de publicidad en el New York Times despedía el olor especial del pánico. Ha habido mucha propaganda de los «amigos de Israel» en el Times, exigiendo el trato de favor habitual; tratando de racionalizar los ultrajes acostumbrados, pero en esta ocasión resultaba diferente. Su titular principal era : «¿Es el boicot una cura para el cáncer?», seguido de «¿Parar el riego por goteo en África? ¿Impedir la cooperación científica entre países?» ¿Quién querría hacer cosas semejantes? Y la respuesta interesada: «Algunos profesores de universidad británicos quieren boicotear a los israelíes». Una referencia a la propuesta presentada en la sesión inaugural del congreso de la UCU (Sindicato de Universidades y Escuelas universitarias) en la que se pedía un debate en todas sus secciones para boicotear a las instituciones académicas israelíes. Tal como señaló John Chalcraft, de la London School of Economics, «las universidades israelíes han proporcionado durante mucho tiempo apoyo intelectual, lingüístico, logístico, técnico, científico y humano a una ocupación que viola el derecho internacional [contra la que] ninguna institución académica israelí jamás se ha pronunciado públicamente».
El oleaje del boicot crece inexorablemente, como si se hubiera superado un hito importante, que traen a la memoria los boicots que condujeron a la adopción de sanciones contra la Sudáfrica del apartheid. Tanto Mandela como Desmond Tutu han establecido esa semejanza, lo mismo que Ronnie Kasrils, ministro sudafricano, y otros judíos ilustres que participan en la lucha de liberación. En Gran Bretaña, para quienes hemos informado desde los territorios ocupados, la campaña académica liderada por judíos contra la «metódica destrucción del sistema educativo [palestino] por parte de Israel, se puede plasmar en el arbitrario cierre de las universidades palestinas, el hostigamiento y humillaciones de los estudiantes en los puestos de control y en los disparos y asesinatos de niños en su camino hacia la escuela.
Las iniciativas británicas
Estas iniciativas han sido respaldadas por un grupo británico, Jewish Voices, entre cuyos 528 firmantes se encuentran Stephen Fry, Harold Pinter, Mike Leigh y Eric Hobsbawm. El mayor sindicato del país, Unison, ha hecho un llamamiento al boicot «económico, cultural, académico y deportivo» y en apoyo del derecho al retorno de las familias palestinas expulsadas en 1948. Es digno de señalar que el Comité para el Desarrollo Internacional de la Cámara de los Comunes ha adoptado una medida similar. En abril, los miembros del National Union of Journalists (NUJ) votaron a favor del boicot para ver cómo su resolución era desautorizada a toda prisa por su Consejo Ejecutivo Nacional. En la República de Irlanda, el Congreso de los Sindicatos irlandeses ha exigido la retirada de inversiones de las empresas israelíes: una campaña dirigida a la Unión Europea que, en aplicación del Acuerdo de Asociación de Israel a la UE, recibe dos tercios de las exportaciones de Israel. Jean Ziegler, Observador especial de la ONU sobre el derecho a la alimentación ha dicho que debería aplicarse la cláusula sobre el respeto a los derechos humanos del Acuerdo y suspender el trato preferencial que se da comercialmente a Israel.
Esto es algo extraordinario para quienes en otra época predicaban en el desierto. Y el que este debate serio sobre el boicot se haya convertido en «global» no estaba previsto en los círculos oficiales israelíes (durante mucho tiempo tranquilos debido a sus aparentemente intocables mitos y al haber contado con el apoyo de las grandes potencias), confiados en que la mera amenaza de antisemitismo les garantizaría el silencio. Cuando se hizo pública la decisión de los profesores británicos, el Congreso de EEUU aprobó una resolución absurda calificando al UCU de «antisemita». (Este verano, ochenta congresistas han viajado a Israel por cuenta de los contribuyentes estadounidenses).
Este tipo de intimidación ha funcionado bien en el pasado. Las campañas de difamación sobre profesores estadounidenses les han impedido promocionarse o incluso obtener un puesto permanente. El difunto Edward Said tenía en su piso de Nueva York un timbre conectado con la comisaría de policía local para pedir ayuda: su despacho de la Universidad de Columbia había sido incendiado en una ocasión. Tras el estreno de mi documental Palestine is Still the Issue, [Palestina sigue siendo el problema], recibí amenazas de muerte y fui objeto de calumnias terribles, la mayoría provenientes de Estados Unidos donde la película nunca se exhibió. Cuando un comité independiente de la BBC analizó la cobertura que hacía la emisora sobre Oriente Próximo, se vio inundado de correos electrónicos, «muchos del extranjero y la mayoría de Norteamérica», según afirma en su informe. Algunas personas «enviaron muchos mensajes, otros eran simples copias y existían pruebas evidentes de una movilización dirigida por grupos de presión». La conclusión del comité fue que la información de la BBC sobre la lucha palestina no era «completa ni objetiva» y «en aspectos fundamentales, ofrecía un panorama parcial y por ello engañoso». Todo ello quedó neutralizado en los boletines de prensa de la BBC.
El valiente historiador israelí, Ilan Pappe, cree que la única solución viable y justa es un solo Estado democrático, al que pudieran regresar los refugiados palestinos, y que para conseguirlo es necesaria una campaña de sanciones y boicot. ¿Se movilizaría la población israelí ante un boicot mundial? Aunque les cueste admitirlo, los blancos de Sudáfrica lo hicieron para apoyar un cambio histórico. El boicot de las instituciones israelíes, de bienes y servicios, afirma Pappe: «No cambiarán la actitud israelí en un día pero trasladarán el mensaje claro de que [los principios del sionismo] son racistas e inaceptables en el siglo XXI… así que tendrían que elegir».
Y lo mismo tendríamos que hacer todos nosotros.
Traducido del inglés para La Haine por Felisa Sastre