Traducido del francés por Beatriz Morales Bastos
El martes pasado las autoridades españolas hicieron una redada en el sur del País Vasco entre los medios independentistas a raíz de la cual 23 personas fueron detenidas y dos de ellas se encuentran ya en prisión. Se trata de dirigentes de Batasuna, organización política que representa aproximadamente a un 15% del electorado en el País Vasco. Las autoridades españolas mantienen a esta formación política en la ilegalidad en virtud de una ley de partidos políticos hecha a medida para prohibirla. Esta ley de partidos – que había sido defendida en el Parlamento por el actual presidente del gobierno socialista, Zapatero – se ha aplicado exclusivamente a Batasuna y a las organizaciones políticas y agrupaciones electorales que los miembros de Batasuna han tratado de formar. En efecto, basta con que un miembro de Batasuna esté presente en una lista para que ésta sea prohibida. Se ha puesto a Batasuna fuera de la ley sobre la base de pertenecer a un conglomerado «terrorista» que, según el juez Baltasar Garzón –sí, el célebre juez que no logró la extradición de Pinochet- dependería directamente de la organización separatista armada ETA. Esta dependencia nunca ha sido demostrada. A lo sumo, se ha podido demostrar una convergencia «objetiva» entre las acciones legales de Batasuna y la acción armada de ETA. En efecto, ambas organizaciones persiguen los mismos objetivos, la autodeterminación y, a largo plazo, la independencia de todo el País Vasco (la Comunidad Autónoma Vasca y Navarra en el Estado español, los departamentos vascos en el francés). Además, esta reivindicación está lejos de ser minoritaria puesto que más del 60 % de los vascos apoyan a partidos políticos favorables a la autodeterminación, aunque no necesariamente a la independencia.
Así pues, para criminalizar el independentismo vasco las autoridades españolas han aplicado una doctrina jurídica basada en una amalgama entre unos objetivos políticos legítimos en democracia (la autodeterminación, incluso la independencia de los vascos) y unos métodos criminales empleados en la persecución de estos mismos objetivos. Si ETA es un grupo armado independentista, es bastante natural que reclute en los medios independentistas y, por lo tanto, que sus militantes sean también miembros de grupos políticos, de asociaciones culturales, de grupos juveniles, etc, que pertenecen a este movimiento. De ahí la única base objetiva de la doctrina Garzón conforme a la cual, puesto que los militantes de ETA son miembros del partido Batasuna o de la asociación juvenil EKIN o del sindicato LAB o lectores del diario Gara, todas estas organizaciones serían exactamente lo mismo. Así, en la orden de prisión de los dos portavoces de Batasuna que fueron detenidos ayer, Garzón justifica su medida afirmando que forman parte de «la organización terrorista ETA-EKIN-Batasuna», en tanto que miembros del partido Batasuna. La práctica de la amalgama es evidente.
Se acusa, más en concreto, a ambos portavoces de haber participado en una manifestación prohibida en favor de los más de 600 presos políticos vascos que se pudren en las cárceles españolas, lejos del País Vasco y sometidos a un régimen de excepción en el que no se benefician de reducciones de pena por buena conducta y con frecuencia son sometidos a aislamiento. Esta manifestación, prohibida este año, se celebra cada año el mismo día desde hace más de treinta y no era en modo alguno una manifestación violenta. Sus reivindicaciones ni siquiera eran particularmente radicales ya que los manifestantes exigían simplemente el respeto de las leyes penitenciarias españolas en lo que concierne a los presos vascos, especialmente el acercamiento al País Vasco y que se les apliquen las reglas penitenciarias normales. Por lo tanto, estas dos personas se encuentran en prisión y otras muchas han sido detenidas por haber ejercido sus derechos de libre asociación y su libertad de expresión.
Es inútil buscar en la orden de Garzón la menor acusación de violencia contra personas o propiedades. Y, sin embargo, de lo que se acusa a los dos representantes del partido independentista es efectivamente de «terrorismo». La única base que sustenta esta acusación es una simple analogía: son terroristas puesto que persiguen los mismos objetivos que los terroristas. Si se lleva un poco más lejos esta viciada inferencia , se podría acusar de terrorismo al demócrata-cristiano nacionalista Ibarretxe que preside la Comunidad Autónoma Vasca y que es también un firme partidario de la autodeterminación y de la soberanía del País Vasco.
Ya es poco compatible con unos principios democráticos elementales que se haya introducido el delito de «terrorismo« en los códigos penales europeos. En efecto, todas las definiciones del terrorismo se basan en el reagrupamiento de una serie de actos más o menos violentos en torno a una finalidad política común. Ahora bien, los actos de violencia que representan el aspecto objetivo del terrorismo ya están recogidos en el código penal y el pseudoconcepto penal de terrorismo solo añade a ellos la intencionalidad política. Es evidente que la definición de un crimen en estos términos es extremadamente peligrosa para las libertades políticas. Toda la doctrina penal liberal y democrática se basa en la prohibición de la analogía, conforme a la cual cualquier sanción penal se debe adoptar en función de una definición rigurosa del acto delicitivo. Esto es lo que se desprende del viejo principio «nullum crimen sine lege«: no existe delito sin una ley previa que lo defina en términos estrictos. Los únicos regímenes europeos que excluyeron este principio de su derecho penal son aquellos cuyos dirigentes se llamaban Adolph Hitler y Benito Mussolini. Desde la toma del poder los ministros de justicia de ambos regímenes se apresuraron a reemplazar en el código penal la prohibición de la analogía por la aplicación obligatoria del principio de analogía con el objetivo de establecer el orden represivo casi sin fisuras que justamente se asocia al fascismo y al nacional-socialismo. El juez dejaba así de ser un instrumento de la ley, para pasar a ser el ejecutor de la voluntad política del régimen o, más en concreto, del dictador. El reo pasaba así de la condición de ciudadano cuya inocencia se presume a la de enemigo. Con la consecuencia ya observada por el jurista nacional-socialista Carl Schmitt de que «cuando el enemigo se convierte en juez, el juez se convierte en enemigo«. El derecho penal deviene así acto de guerra.
Desde luego, las acciones de ETA -sobre todo las dirigidas contra elementos de la población civil o las que producen efectos colaterales sobre ésta– son éticamente insoportables tanto desde una perspectiva civil como militar y políticamente inútiles e incluso contraproducentes, lo que no impide que se inscriban en un contexto de negación generalizada de derechos y de violencia institucional. Esto no las justifica en absoluto, pero permite comprender que muchos ciudadanos vascos se nieguen a «condenar» exclusivamente esta violencia. El número de vascos encarcelados en este momento es ya un dato político y social de primera importancia. Pero hay que tener en cuenta también a las miles de personas que pasaron anteriormente por las cárceles españolas o a las decenas de miles que fueron detenidas y con frecuencia maltratadas -muchas de ellas incluso torturadas- antes y después de la muerte de Franco para comprender la fuerza de la reivindicación de autodeterminación y la intensidad de la resistencia y de la represión. Un Estado democrático no puede hacer frente a un fenómeno social de estas dimensiones pretendiendo que sólo existe un problema de terrorismo.
El año pasado, cuando ETA proclamó el alto el fuego permanente, estuvo al alcance de la mano una solución política con los diferentes actores. El gobierno español no aprovechó la ocasión para reproducir una solución a la irlandesa. Es difícil saber si no quería o no podía hacerlo al estar atrapado en las redes de aparatos de Estado directamente heredados del franquismo. El gobierno Zapatero tenía que cumplir también los compromisos adquiridos por el PSOE durante la «transición» con el ejército y las fuerzas de derecha, especialmente en lo que concierne a la unidad de España y al mantenimiento del rey designado por el general Franco. ETA, por su parte, harta de incumplimientos por parte del gobierno español, no tuvo la paciencia de esperar al desarrollo de una movilización ciudadana a favor del proceso de paz, que habría podido desenredar la situación y emprendió una acción espectacular de sabotaje en el aeropuerto de Madrid que costó la vida a dos emigrantes ecuatorianos. El mismo día del atentado el gobierno puso fin a este proceso de paz, que para él no había sido más que un vago intercambio de palabras sin consecuencias. Unos meses después, ETA puso fin a un alto el fuego que, hasta el atentado de Barajas siempre fue unilateral, pues el gobierno español mantuvo intacta mientras duró su política de acoso a la organización armada y al conjunto de sectores independentistas. A partir de entonces el gobierno socialista español, deseoso de arrancarle votos a la derecha – de la que se encuentra a escasa distancia en los sondeos -juega el órdago represivo en el que se inscribe esta última oleada de detenciones. A partir de este momento se puede temer que ETA retome la «actividad armada«, a lo que el gobierno Zapatero o su sucesor de derecha responderán sin duda con un nuevo ataque contra los derechos de los vascos y de los españoles. Sólo una fuerte exigencia por parte de las sociedades vasca y española de que se reanude el proceso de paz y se restablezca un marco general de libertades derogando el conjunto de leyes de excepción y reconociendo los derechos democráticos del pueblo vasco puede impedir esta peligrosa deriva. Desgraciadamente, es difícil que esto se produzca cuando la izquierda española, en su aplastante mayoría, se resiste a romper con los consensos genuinamente antidemocráticos que generaron, hace ya treinta años, el régimen actual.