Traducido para Rebelión por Caty R.
La Cumbre árabe de Damasco, si se celebra en la fecha prevista, a finales de marzo, aparecerá como un foro de gerontócratas a juzgar por la edad media de los participantes, que cuentan entre sus filas, notoriamente, con dos octogenarios confirmados: Arabia Saudí y Egipto; el doble de septuagenarios: Argelia, Kuwait, Omán y Yemen; mientras que el decano de los jefes de Estado árabes, el coronel libio Muammar Gadafi, bate un récord de longevidad política con 39 años en el poder.
Según parece, los dirigentes árabes no son totalmente conscientes ni de su descrédito ni del estado de desunión del sistema político árabe, tan ocupados como están con sus inútiles trifulcas.
Sin embargo, la geoestrategia tectónica impulsada por los atentados contra EEUU del 11 de septiembre de 2001 y el choque frontal que siguió en Afganistán e Iraq contra los dos focos de percusión más importantes de la estrategia regional del eje saudí-estadounidense en la esfera árabe musulmana, aunque constituyó el acto fundador de una nueva forma de subversión internacional antioccidental, también firmó el acta de ruptura del antiguo orden árabe. La estrategia catártica entre los antiguos socios esenciales de la época de la guerra fría soviético-estadounidense -los islamistas de la esfera de influencia saudí antisoviética y su padrino estadounidense- reveló, sobre todo, la metástasis de la abusiva instrumentalización de la religión como arma de lucha política, a la vez que ponía al descubierto la ceguera política estadounidense, la vulnerabilidad del espacio nacional de Estados Unidos, la torpeza de los dirigentes árabes, la vacuidad intelectual de sus elites y la ineficacia del maquillaje de las agrietadas estructuras del sistema político árabe tal como funcionó desde la independencia de los países árabes inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
A pesar de este terremoto, no parece que se haya operado ninguna refundación del sistema político árabe. El rejuvenecimiento del liderazgo árabe gracias a las sucesiones políticas de los dos últimos años del siglo XX -Abdalá II en Jordania, Mohammad VI en Marruecos, Bachar Al-Assad en Siria y Salman Ben Issa en Bahrein-, combinado con la explosión mediática que asaltó el escenario de los países árabes desde hace un cuarto de siglo, parecieron confirmar la idea de un mundo árabe, acompasado con la modernidad, que se adhirió, si no a la democracia, al menos a su sucedáneo, la expresión moderna y formal, es decir, la democracia catódica impulsada por la sociedad de la información. Sin embargo, estos cambios no podían dar el pego. Es verdad que el relevo dinástico aseguró una transición pacífica de las generaciones, a diferencia de la danza de golpes de Estado de los decenios anteriores, pero el rejuvenecimiento de los equipos dirigentes, sin embargo, no conllevó una renovación del poder.
El fait du prince (fuerza del soberano, N. de T.) permanece como ley general: la brutal destitución del príncipe heredero Hassan de Jordania (hermano del rey Hussein y regente del país en ese momento, N. de T.) y su sustitución por el propio hijo de rey Hussein pocos días antes de la muerte del monarca hachemí en 2000; la reiteración del mismo golpe de Estado del nuevo rey, Abdalá II, contra su hermano menor Hamza, destituido en 2004 por el mismo procedimiento a pesar de las prescripciones de su padre común Hussein; la instauración en Siria de una dinastía republicana, una «República Monárquica», con la entronización, como sucesor a la cabeza de un estado republicano, del propio hijo del difunto presidente Hafez Al-Assad; así como los caprichos del presidente egipcio Hosni Mubarak y del presidente libio Muammar Gadafi de ceder en herencia su poder a su progenie, respectivamente a Gamal Mubarak y a Seif Islam Gadafi, demuestran la persistencia de una ancestral concepción autocrática y patrimonial del poder.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, Arabia Saudí ha conocido seis monarcas: Abdel Aziz, Saud, Faisal, Khalid, Fahd y Abdalá; Egipto cuatro dirigentes: el rey Faruk, Gamal Abdel Nasser, Anuar El Sadat y Hosni Mubarak; Jordania, también cuatro: los reyes Abdalá, Talal, Hussein y Abdalá II; Libia y Túnez dos dirigentes cada uno: el rey Idriss Senussi y el coronel Gadafi para el primero y Habib Bourguiba y Zine Abedine Ben Ali para el segundo. En comparación, Estados Unidos fue dirigido por doce presidentes durante el mismo período: Franklin Roosevelt, Harry Truman, Dwight Eisenhower, John Kennedy, Lyndon Johnson, Richard Nixon, Gerald Ford, Jimmy Carter, Ronald Reagan, George Bush, Bill Clinton y George Bush jr., y Francia por siete presidentes: Vincent Auriol, René Coty, Charles de Gaulle, Georges Pompidou, Valéry Giscard de Estaing, François Mitterrand, Jacques Chirac y Nicolas Sarkozy).
Señal de una personalización excesiva del poder raramente igualada, el mundo árabe detenta el récord de longevidad política de sus dirigentes y el récord de adhesión formal según el número de sufragios obtenidos. Sin contar al rey Hussein de Jordania (47 años de reinado), al rey Hassan de Marruecos (37 años en el poder) y al presidente sirio Hafez Al Assad (30 años como dirigente), los dos monarcas fallecidos en 1999 y el presidente en el año 2000, cinco dirigentes árabes siguen mandando desde hace casi cuarenta años: el coronel Muammar Gadafi en Libia (desde septiembre de 1969), 39 años de poder, decano efectivo y paradójicamente uno de los jefes de Estado árabes menos viejos; seguido del Sultán Qabous de Omán (1972), 36 años poder; el presidente egipcio Hosni Mubarak, (1981), 27 años de poder; el Rey Fahd de Arabia, ascendido al trono en 1982 y fallecido en agosto de 2005 tras veintitrés años de reinado, la mitad de ellos hemipléjico; y todos los demás: el presidente tunecino Zine El Abidine Ben Ali (1987), 21 años de poder a pesar de su enfermedad o incluso Abdel Aziz Buteflika, 10 años de poder y candidato potencial a un tercer mandato a pesar de que también está enfermo. En descargo del presidente argelino, hay que señalar que, obviamente, goza de un incomparable palmarés de diplomacia que ningún autócrata podría igualar.
Singularmente, la longevidad no ha producido ni la más mínima saturación; y mucho menos rechazo. Como un deslumbrante desfile de principios de siglo, los dirigentes árabes han alcanzado cotas de aceptación sin parangón en las últimas consultas del siglo XX. Sólo en 1999, se reeligió al presidente egipcio Hosni Mubarak, para un cuarto mandato de seis años, con el 93,7% de los votos, ligeramente precedido por el presidente yemení Ali Abdalá Saleh, confirmado en sus funciones por un 96,3% de los votos. La palma corresponde, no obstante, al presidente tunecino Ben Ali, un principiante con sus 21 años en el poder, con una marca mundial absoluta (99,98% de los votos), en igualdad con los dos «fueras de serie» del mundo árabe: el iraquí Sadam Husein (99,96%) y el sirio Hafez Al Assad, prorrogado en sus funciones poco tiempo antes de su muerte, para un nuevo mandato de siete años, con un 99,87% de los sufragios. Una autocracia, incluso pluralista, como ha demostrado la historia, raramente genera una democracia; más a menudo deriva hacia la teocracia, uno de los elementos que explican el colapso árabe.
El abanderado de la lucha independentista árabe, Egipto, ya no es más que la sombra de sí mismo, consagrado al papel poco glorioso de subcontratado de la diplomacia estadounidense en el ámbito regional. El mayor y más poblado país del mundo árabe, con 80 millones de habitantes, está al borde de la implosión social con el 34% de los egipcios viviendo por debajo del umbral de pobreza, con menos de dos dólares diarios. Desde la revocación pro estadounidense de Sadat en 1978 y su tratado de paz con Israel hace treinta años, Egipto funciona con un sistema binario: el poder político y la burocracia militar por un lado y la gestión cultural de la esfera civil -materializada por el restablecimiento del crimen de apostasía- cedida al celo proselitista de la organización de los Hermanos Musulmanes. Así, bajo la amenaza islamista, Egipto navega entre la corrupción, la regresión económica y la represión, con 1,3 millones de policías empleados por el ministerio del Interior y varios miles de presos políticos.
En cuanto a Arabia Saudí, el más proselitista de los Estados musulmanes, que llevó a cabo, bajo la batuta estadounidense, un combate furibundo contra el ateísmo marxista tanto en Asia (Afganistán), como en América Latina (Nicaragua), a miles de kilómetros del campo de batalla de Palestina, aparece como paralizado por el nacimiento de un nuevo estado musulmán en el continente europeo: Kosovo, único estado del mundo, con Israel, que procede, por otra parte, de una declaración unilateral de independencia con la protección de EEUU.
En vez de recordar sus obligaciones a sus aliados estadounidenses exigiendo la proclamación de la independencia de Palestina, petición que, en resumen, sería legítima por parte de un país autor de un doble plan de paz para la solución del conflicto israeloárabe, y lejos alegrarse por este descubrimiento musulmán, la dinastía wahabí teme los efectos desintegradores sobre el reino, especialmente por parte de su antiguo brazo armado, Osama Bin Laden, que reivindica, frente «a los impios wahabíes», la constitución de una «República islámica del Hedjaz» en el territorio que engloba los Lugares santos del Islam -La Meca y Medina- en torno a la metrópolis portuaria de Djeddah. Efectos desintegradores también en Iraq (Kurdistán) y en Marruecos (República Árabe Saharaui Democrática). Es decir, la descomposición de la integridad y la estabilidad de los aliados de Estados Unidos. Una justa inversión de la situación, en resumen.
Original en francés:
http://renenaba.blog.fr/2008/03/10/l-automne-des-patriarches-e-sommet-de-da-3845420
Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.