Estimado Jesús: No nos conocemos personalmente, pero sí nos hemos intercambiado en los últimos meses algunos correos informáticos que guardo con orgullo en mis archivos. El 9 de junio del 2007 me escribías estas líneas muy estimulantes: «Respecto a tu artículo (Primer mandamiento democrático: no votarás: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=50700), quiero expresarte mi agradecimiento a título personal. Ya […]
Estimado Jesús:
No nos conocemos personalmente, pero sí nos hemos intercambiado en los últimos meses algunos correos informáticos que guardo con orgullo en mis archivos. El 9 de junio del 2007 me escribías estas líneas muy estimulantes:
«Respecto a tu artículo (Primer mandamiento democrático: no votarás: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=50700), quiero expresarte mi agradecimiento a título personal. Ya sé que lo que escribes respecto a nuestra pequeña y convulsa historia, es una exigencia, sobre todo, contigo mismo y con tus convicciones. Pero el que nos tengas entre las realidades que escudriñas y abordas, lo entiendo también como una expresión de tu conciencia solidaria y popular. Leo con interés lo que escribes respecto a nosotros. Hay cosas que compartimos y otra, no tanto. Pero el hecho de que alguien aporte una reflexión (siempre profunda en el fondo y brillante en la forma) es un regalo tan bien venido como necesario. Estos procesos tan enmarañados, se enriquecen inevitablemente con el contraste certero. Animo, Santi, y muchas gracias por esa voz tan contundente desde el mundo en el que te mueves».
El pasado 12 de octubre tenías de nuevo la generosidad de felicitarme por otro texto mío (España unida o democracia: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=57412) con las siguientes palabras:
«He leído y releído tu último trabajo, denso e interesante como todos los tuyos. Para nosotros (al menos para mí) supone un aporte muy valioso que alguien, desde una perspectiva de izquierda española haga reflexiones de este tipo. Rompe con los estereotipos a los que estamos acostumbrados y da una visión realmente de izquierda, por lo que subyace de compromiso, de reflexión crítica y de búsqueda de puntos de encuentro».
Ahora, cuatro meses más tarde, sin que haya cambiado mi posición ni sobre el País Vasco ni sobre el Estado español, después de publicar algunos artículos más en la línea de los que tanto elogiabas (todos los cuales pueden leerse en Gara y Rebelión), me convierto de pronto a tus ojos en una sustancia química contaminada y contaminante, como los «apestados» abertzales cuya presencia en las listas electorales las pone teológicamente fuera de la ley. Mikel Arizaleta me llamaba respetuosamente «imbécil»; tú haces algo mucho peor: me llamas… «español». No tengo remedio: finjo, finto, simulo izquierdismo, pero en realidad mis reflexiones están lastradas de prejuicios españolistas, toman partido por el Estado, revelan un «patriotismo» muy semejante al de Franco frente a Abd-el-Krim o el de las OAS frente al FLN argelino. Ya no soy ni «contundente» ni «solidario» ni «comprometido»: en el mejor de los casos, formo parte de una hispánica izquierducha pusilánime y arrogante que no ha sabido «hacer sus deberes» (ver «De un vasco de izquierda a dos españoles de izquierda» http://www.rebelion.org/noticia.php?id=65185).
¿Por qué esta repentina transubstanciación? Porque ETA ha matado a un trabajador y yo he protestado.
Debo confesar que tu artículo me ha dolido, pero sobre todo me ha deprimido. Como siempre he creído que la izquierda abertzale tiene muchas lecciones que dar (de organización, disciplina, militancia y resistencia), abordé tu texto con la confianza de ser aleccionado. Como creo que tengo mucho que aprender, lo abordé con la humildad del aprendiz que espera ver ampliado su conocimiento. Nada: ni un análisis ni una explicación ni una instrucción. A los intelectuales aliados, amigo Jesús, se les convence, no se los da por perdidos. El peligro de tener razón es que se acaba creyendo que no hace falta razonar; el peligro de defender una causa justa es que se acaba creyendo que no hay nada que justificar. Pero ocurre que, en política, está todo siempre por pensar y todo por justificar y no tomarse el trabajo de hacerlo nos precipita sin darnos cuenta en un esquematismo excluyente de orden ontológico y religioso. Soy «español», ¿por qué? Porque me he pronunciado algunas veces contra ETA. No hay, por tanto, distintas maneras de estar contra ETA ni de apostar por la autodeterminación y eventualmente la independencia del País Vasco; lo que hace la islamofobia con el conjunto de los musulmanes, lo que hace la doctrina Garzón con el conjunto de los activistas vascos, es lo que haces tú con los que no encajamos en silencio -con buena o mala cara- el asesinato de Isaías Carrasco: somos todos «españoles» por igual. No hay ninguna diferencia entre Sabino Ormazábal y Rajoy o entre Mariano Ferrer y Jiménez Losantos o entre Carlos Fernández Liria y la Guardia Civil: todos los que consideran a ETA un obstáculo se sumen en la homogeneidad sin matices de una españolidad compacta y adversaria, como todos los que se oponen a la política represiva del Estado español en el País Vasco (o a la del imperio estadounidense en el mundo) son tratados uniformemente como «terroristas». Al mismo tiempo y del otro lado, bajo la presión de este binarismo excluyente, ETA se ontologiza también; ya no es un instrumento -fungible como todos- en el marco de una lucha cambiante que exige una constante renovación estratégica sino una instancia teológica de legitimidad cuya existencia no puede negarse sin incurrir en un pecado de apostasía. No se trata ya de obtener la independencia de Euskal Herria sino de que ETA exista, y esto hasta el punto de que todos los que no dediquen su vida a conservar y robustecer la existencia de ETA -incluso los que buscan la independencia fuera de su regazo- son asimilables a Franco o a las OAS o, en cualquier caso, no merecen más que desprecio como «españoles» definitivos y sin remedio (españoles «sustantivos» que el adjetivo «izquierdista» podrá colorear pero no corregir). Si se trata sencillamente de que ETA siga existiendo, creo que acabar con ella será tan difícil como acabar con el Estado español; pero si se trata de llegar por ese camino a alguna parte -si se trata de vencer a 42.800.000 «españoles», mayoría también entre los vascos- la batalla está de entrada perdida. Aún más: por ese camino, me parece que no vale la pena ganarla. Si estoy a favor de la negociación (entre dos fuerzas que, aparte otras cosas, tienen en común un exceso de existencia) es porque las negociaciones no se establecen nunca entre dos vencedores sino entre dos vencidos; y sería bueno para todos (y para la democracia en España y en Euskal Herria) que tanto el Estado español como ETA comenzasen en serio a asumir y pensar su derrota.
No contento con llamarme «español», amigo Jesús, me llamas además «pacifista». Lo haces de tal manera -e investido a mis ojos de tal autoridad- que me siento inmediatamente avergonzado; por un reflejo extraño, tan espontáneo como ése que ambos dos denunciamos en el moralismo claudicante de una parte de la izquierda, me entran ganas de mentir y decir que me fascinan las pistolas, que estoy a favor de los puñales, que la violencia es el afrodisíaco de la historia y que, si no fuese porque me falta el coraje, habría ya degollado alegremente a algunos miles de hombres que sin duda se lo merecen o cuya desaparición puede ser funcional a mis intereses. Pero mentiría. Basta mirar a un vegetariano mordiendo una manzana para comprender que la violencia es inseparable de la reproducción de la vida. Basta ver los efectos de los bombardeos estadounidenses sobre Iraq o Afganistán para comprender que la violencia es útil y eficaz. Pero que la violencia sea irremediable para el hombre y útil para los EEUU indica precisamente que no es buena. Con lo irremediable no se puede hacer política; con lo «útil» sólo puede hacerse una mala política. Por lo tanto, si se toma la decisión de recurrir a las armas, nunca se tratará de reivindicar la violencia sino de justificarla; y toda violencia no justificada se vuelve o reproductora de la naturaleza o reproductora del poder contra el que dice rebelarse. A esta trabajosa labor de vigilancia -entre el «pacifismo» abstracto y el culto a la violencia- se llama «ética revolucionaria»: es decir, el esfuerzo político-moral -mitad casuístico mitad táctico- para no caer ni en la naturaleza humana general ni en la injusticia particular que se dice combatir. Saber cuándo hay que tomar las armas, saber cuándo hay que dejarlas, son prácticas inseparables de la necesidad de que el propio ejercicio de la violencia desmienta -y no sólo resista- la violencia del enemigo y prefigure ya de manera convincente el mundo alternativo por el que se está luchando.
Para saber lo que es la «ética revolucionaria» basta con leer algunas de esas convenciones internacionales y declaraciones de DDHH que la izquierda abertzale tantas veces invoca para denunciar con todo fundamento al Estado español (o al imperialismo estadounidense). O basta leer esta larga cita de un discurso de Felipe Pérez Roque, ministro cubano de Exteriores, pronunciado en diciembre de 2006: «La ética tiene raíces en el pensamiento de Martí, pero es la práctica de Fidel a lo largo de 50 años lo que convierte la ética en una cualidad imprescindible de la Revolución Cubana. Con la práctica de Fidel y la concepción de la ética como componente esencial de la actuación política y revolucionaria, no se asume la idea de que el fin justifica los medios. Para Fidel, el fin no justifica los medios. No se puede lograr el objetivo o la victoria a cualquier precio. Es por eso que no se ha torturado nunca en Cuba a un prisionero, aun cuando su conocimiento valioso, la información que podía dar, hubiera podido evitar otros crímenes, hubiera podido evitar un nuevo ataque terrorista Nadie recuerda nunca la idea de que se permitiera, se estimulara, se tolerara la idea de la tortura o del asesinato como método de lucha, y por eso la Revolución Cubana hizo el centro de su actuación la derrota del ejército enemigo y de sus tropas invasoras, y no acudió a otras tácticas de lucha, ni «al ojo por ojo y diente por diente». La ética hizo a los revolucionarios cubanos, pese a la propaganda adversa y tendenciosa, hacerse querer, y respetaron siempre la idea de que no se les podía confiscar a los campesinos lo que tuvieran, y el pequeño ejército guerrillero, hambriento y descalzo, pagaba a los campesinos la gallina o el poco de arroz y frijoles que pedían para su sustento. La idea de que se pierde la autoridad moral si falta la ética en la actuación, es un aporte indiscutible de Fidel a la Revolución». O basta leer al propio Fidel en respuesta a una pregunta de Ignacio Ramonet: «Tú no puedes matar a inocentes, tienes que luchar contra las fuerzas vivas del enemigo, en combate. No hay otra manera de justificar el uso de la violencia. (…) Porque los que violan, roban, matan y queman, en todas partes, son las fuerzas de los regímenes tiránicos contra los que luchan los guerrilleros. (…) No recuerdo un solo caso de un civil muerto en todos los combates. Por eso tuvimos el respaldo de más del 90 por ciento de la población. ¿Cree usted que nosotros poniendo bombas habríamos logrado ese apoyo? ¿Cree usted que poniendo bombas, matando soldados, matando civiles habríamos obtenido las armas que obtuvimos? Los atentados, actos donde se podía matar a gente inocente, eso no está en ninguna doctrina revolucionaria.» O basta leer, mucho más cerca, esta reflexión de Iker, el nombre ficticio bajo el que aparece uno de los miembros de ETA responsables del atentado contra Carrero Blanco en Operación Ogro: «Todo eso y más se podía hacer (volar o ametrallar indiscriminadamente la Iglesia) pero nuestra preocupación era la gente. Recuerdo que el problema ése nos traía de cabeza porque empiezas a pensar en la gente, en que no deben ocurrir desgracias a inocentes, que tiene que ser una cosa limpia, que le dé al enemigo, que le golpee a él pero a nadie más porque precisamente lo haces por el bien del pueblo y si entonces te cargas a un inocente… (…) Yo recuerdo que en todas las acciones en las que he participado esa preocupación es una cosa común porque, ¿y si tienes la desgracia de que en el momento se te cruce alguien? Tú planificas bien, estás en todo pero ¿y si te pasa eso? Ya no es por el enemigo, que ése siempre nos presentará como asesinos, sino por los que todavía no están en la lucha o por los que no aceptan la violencia como respuesta». O basta leer, en fin, el propio comunicado de ETA del 26 de diciembre de 1973, en el que se dice palabra por palabra lo siguiente: «Somos revolucionarios vascos, no terroristas asesinos; distinguimos entre nuestros amigos y nuestros enemigos. Entre éstos últimos sólo vemos a los grandes capitalistas españoles con todo su aparato de poder fascista. Y en nuestra lucha por la independencia y el socialismo para Euskadi, consideramos como aliados nuestros a los trabajadores y a todo el pueblo español».
A los intelectuales aliados, amigo Jesús, se les convence, no se los da por perdidos o se los descalifica ontológicamente. A los trabajadores vascos y españoles se les convence, no se les mata, indefensos, al salir de su casa.
Ya sé que es fácil hablar cuando no se está en la brega y uno se juega poco o nada; pero es aún más fácil hacer callar al que no está en la brega porque uno sí lo está y se juega mucho o todo. ¿Cuánto hay que saber para rechazar moralmente el asesinato de Isaías Carrasco? Poco: que era un hombre y estaba desarmado. ¿Cuánto hay que saber para rechazar revolucionariamente el asesinato de Isaías Carrasco? Un poco más: que era un civil, un trabajador, que no representaba al Estado, que su muerte le es indiferente tanto al PSOE como al PP (a los que, por el contrario, fortalece, incluso en el País Vasco). ¿Cuánto hay que saber -cuánto- para reivindicar el asesinato de Isaías Carrasco? Siempre un poco más, siempre un poco más allá, dejando atrás el saber común de la moral y la ética revolucionaria, llegando al corazón mal iluminado del círculo reducido de «los que están en la brega», de los «realistas» esclarecidos que toman las decisiones -como el OMC y el FMI- en sus alvéolos blindados. Nada que pueda contarse, nada que pueda explicarse, nada que pueda aprobarse; una especie de providencia inescrutable que hay sencillamente que aceptar. «¿Por qué Dios hace sufrir a los niños?», era la pregunta que inquietaba a Aliosha Karamazov. «Dios lo sabrá», es la respuesta que da la Teodicea, de manera que a los creyentes -pero sólo a los creyentes- les basta con saber que Dios lo sabe para saberse parte de un proyecto más grande que ellos mismos y sentirse tranquilos y seguros. Desde ahí dentro no hace falta dar explicaciones; desde ahí dentro -en esa brega- uno puede ser condescendiente con los conversos, arrogante con los ignaros e implacable con los adversarios. Nosotros sabemos que Dios sabe lo que se hace; nosotros sabemos que ETA sabe lo que se trae entre manos; y sabemos -por muchos niños que sufran y muchos Isaías que mueran- que Dios lo hace por el bien de las madres y ETA por el bien de los vascos. Eso, amigo Jesús, es teología y no política, y permíteme que te lo diga uno que de política entiende mucho menos que tú.
Tienes razón, claro, al reputar incorrecta mi afirmación de que ETA ha matado a «un señor que pasaba por la calle». Es verdad. Es mucho peor: ETA se lo pensó, seleccionó el blanco, decidió matar precisamente a ese señor que pasaba por la calle. Fue una indiscriminada discriminación. Eso es precisamente lo que representa una bofetada ignominiosa a toda «ética revolucionaria» (por no hablar de la moral). Los izquierdistas «españoles» no somos tan ingenuos como para no saber que, con arreglo a la lógica especular Estado/ETA, tras el fracaso inducido de las negociaciones, frente a la brutal y escandalosa ofensiva jurídico-policial, ETA -puesto que existe- tenía que afirmar su existencia antes de las elecciones. En virtud de este «exceso de existencia» y de sus inercias mecánicas -como las del propio Estado- no cabía esperar de la organización armada mucho criterio a la hora de pasar a la acción. Pero si ETA no es una máquina, si no es una fuerza de la naturaleza, si no es Dios, si no es un Estado dictatorial, si realmente pretende inscribirse entre «lo irremediable» y «lo injusto» -lo que yo llamo «política»- entonces podía haber escogido otros veinte objetivos diferentes -mensajes «vacíos», por ejemplo, como los que había lanzado en los meses anteriores- que conciliasen el mínimo necesario de «realismo» con el máximo indispensable de «política». Como lo que reprocho a ETA es su «exceso de existencia», nada de lo que hubiera hecho me hubiera parecido bien, pero no hubiese tenido más remedio que guardar silencio ante el mínimo-realismo que impone -como la úlcera de un zapato apretado- la propia mecánica interna del conflicto. La paradoja es que el todo-realismo del atentado contra Isaías Carrasco no sólo pone fuera de la realidad el proyecto de liberación vasca -reforzando el duro realismo estatal- sino que amenaza una vez más con reducir y desbaratar el impresionante tejido político y social de Euskal Herria que la propia ETA -empeñada hoy sólo en existir- ayudó en otro tiempo a construir.
Haces trampas, Jesús, cuando me llamas «español» y cuando me llamas «pacifista», pero también cuando pretendes -para mejor asimilarme a Zapatero y Rajoy, por no hablar de Franco y las OAS- que niego el carácter político de la lucha de ETA. Lo que hago, al contrario, es demostrar que argumentos como los de Arizaleta y los tuyos dan la razón a los que se lo niegan. Y que, por mucho que el conflicto sea político y haya que resolverlo políticamente, ETA no deja de dar fundamento al discurso puramente criminalizador de la mayoría social del Estado español. Por lo demás, decir «política» -en este sentido ahora banal- es decir poca cosa. Te llamo la atención sobre la confusión en que te mueves al tratar de definir -frente a mi texto y para equipararme a los colionalistas que llamaban «perro rabioso» a Abdl-Krim- el carácter político del atentado de ETA: «Quien quiera saber si el atentado tenía o no un componente político que analice la descomunal reacción política que suscitó en todo el Estado, incluidos los dos escritores. Y cómo se quiso instrumentalizar lo ocurrido para infligir un severo castigo político a ETA. La reacción hubiera sido muy distinta si el autor de los disparos hubiera sido un estudiante despechado». Eso es sencillamente -perdona- una bobada. Si Monica Levinsky le hubiese hecho una felación a su novio en su casa de Manhattan no habría salido en ningún periódico, ni siquiera en las páginas de Sociedad, pero que Clinton fuera juzgado y estuviera a punto de perder la presidencia de los EEUU no indica que la famosa mamada tuviera carácter político y, mucho menos, revolucionario o emancipador. El componente político no puede definirse por sus consecuencias políticas. Nada ha tenido más consecuencias políticas que el 11-S y yo no diría que tenemos que alegrarnos de ello (menos aún los afganos e iraquíes) ni considerar bueno, liberador y revolucionario al que dio su vida y renunció a su libertad para matar a 2800 estadounidenses, introduciendo de esa manera efectos políticos inconmensurables en todo el mundo. Lo mismo puede decirse del 11-M, que propició un vuelco electoral y la caída de un gobierno. Que el impulso y las consecuencias de las acciones de ETA revistan un carácter político quiere decir muy poca cosa y desde luego nada todavía en su favor o en su contra: también son políticas las intervenciones de la CIA, las del ejército del Mahdi, las de Pedro J. Ramírez y hasta las del asesino de Mariluz -pues el PP utiliza su muerte contra Zapatero. No se trata de definir la lucha de ETA como «política» y luego dejar que haga lo que le venga en gana; se trata de que ETA demuestre que es justo lo que defiende y justa la manera en que lo defiende; y, si no puede demostrar las dos cosas al mismo tiempo, no veo por qué ningún izquierdista, ni vasco ni español, debe guardar silencio ante sus acciones.