Texto publicado en el libro Elegías íntimas, instantáneas de cineastas, editado por Hilario J. Rodríguez
Vamos a imaginar que una obra de arte fuera como un problema matemático. Pongamos uno muy simple: «El viento arrancó cincuenta hojas de un árbol, en el que ahora solo quedan ochenta y cinco. ¿Cuántas hojas había en el árbol?». Ya sé que estoy proponiendo una herejía, sé que el arte es complejo y sus variables, múltiples, casi infinitas. No obstante, vamos a imaginar que imaginamos, esto es, que no nos limitamos a dejarnos llevar por el prejuicio de lo ya sabido e intentamos construir una hipótesis.
Vamos a imaginar que en ese problema matemático lo importante no es solamente responder al cuántas hojas, sino también describir el árbol, y el viento, y las causas de que el viento arrancara las hojas, y el abrigo contra el cual una hoja golpeó y quién lo llevaba puesto. Importan, sí, la estación del año, el frío, los ojos de quien mira las hojas en el árbol, sí, pero vamos a imaginar que también importa la pregunta: ¿cuántas hojas había…? Y la respuesta: ciento treinta y cinco. Si en vez sumar, restamos, la respuesta no sólo sería errónea sino que indicará que no hemos comprendido la pregunta. Si acertamos con la operación, pero nos equivocamos en los números, significaría que tenemos en poco la exactitud, la precisión, el cuidado.
Pues bien, regresando a la obra de arte, en concreto a una narración cinematográfica, lo que vengo a defender aquí es que estas narraciones, además de viento, hojas, abrigos, ojos que lo miran todo, contienen una pregunta con una, sí, con una respuesta. No es lo único que contienen, pero lo contienen. Y aunque en algunas de estas narraciones puede que la pregunta no sea lo más importante, lo cierto es que existe y tiene una respuesta. Ahora, vayamos a la historia de El mamut siberiano. A principios del siglo XXI un cineasta brasileño, Vicente Ferraz, se interesa por las circunstancias que rodearon el rodaje de Soy Cuba, la película de Mikhail Kalatozov hecha en Cuba en los años sesenta y que había pasado inadvertida para Occidente hasta ser redescubierta, en los noventa, por los directores estadounidenses Martin Scorsese y Francis Ford-Coppola. Vicente Ferraz nació en 1965. Soy Cuba se había estrenado un año antes, y había sido rechazada tanto por el público y la crítica cubana, como por la crítica soviética y su público, pues en ambos países apenas si fue exhibida unos pocos días. Vicente Ferraz, al principio, no sabe nada de esto. Ferraz ve una película que le parece fascinante, conoce también la admiración que por ella han expresado Scorssese y Coppola, y decide ir a Cuba y rodar un documental conversando con las personas, la mayoría vivas aún, que participaron en aquel rodaje.
En los inicios de su documental, Ferraz descubre que uno de los actores principales apenas recuerda su participación; eso le sorprende y le hace darse cuenta de que la misma película que a él le había fascinado, que había considerado un hito en la historia del cine, en Cuba apenas ocupa un lugar mínimo en la memoria de quienes la hicieron. Ferraz empieza a preguntar, averigua que la película decepcionó a los cubanos y que fue despreciada en el resto del mundo.
A través de las voces de distintas personas relacionadas con la película se nos cuentan tanto las interioridades de un rodaje de extraordinaria calidad que duró catorce meses, como el vacío que siguió al estreno. En el último tramo del documental, Ferraz muestra a quienes participaron en la película el video reeditado con el aval de Coppola y Scorsese junto a algunos fragmentos de críticas estadounidenses muy elogiosas que les conmueven después de tantos años.
El mamut siberiano ha participado en multitud de festivales, entre otros Amsterdam, Locarno, Sundance, La Habana, y ha obtenido varios premios, entre los que destacan el premio de la prensa extranjera en el Chicago Documentary Festival, el de mejor guión del Festival de Recife, mejor documental del Festival de Lima y los premios al mejor documental y de la crítica al mejor filme del Festival de Gramado. El documental toma su título del crítico estadounidense J. Hoberman, quien, en alusión a la recuperación de Soy Cuba, había hablado de «un hallazgo tan inesperado como hallar un mamut siberiano preservado bajo las arenas de una isla tropical». Diversos analistas han considerado este documental una reflexión sobre cómo una obra de arte puede admitir distintas interpretaciones a lo largo del tiempo. Con mayor precisión, Sylvia Nemer nos dice: «Producida entre 2001 y 2004, la película de Vicente Ferraz trae las marcas de su tiempo; un tiempo marcado, entre otras cosas, por el fin de las utopías, por la crisis de las grandes narrativas; un tiempo que ya no se preocupa apenas por deconstruir verdades, por demoler conceptos; un tiempo que intenta, entre las brechas del pasado, reconstruir algo, aunque ese algo sea impreciso, vago, no definitivo».
Tratemos ahora, por un momento, de entrar en conflicto con las marcas de nuestro tiempo, regresemos al problema matemático y hablemos como si sí fuera posible reconstruir algo no del todo impreciso, no del todo vago y si no definitivo, al menos sí con un sentido, con una dirección. A tenor del documental de Ferraz, Soy Cuba fue criticada en la isla y en la Unión Soviética por un predominio excesivo de la forma sobre el contenido, así como por estar excesivamente imbuida del espíritu eslavo y por la magnitud de los recursos utilizados (catorce meses de rodaje, un equipo de más de doscientas personas, cinco mil soldados para una escena, etcétera) para una sola película. Bien es cierto que no fue tan unánimemente criticada como se narra en el documental, pues si existió la reseña titulada «No soy Cuba», hubo también otras en donde se dijeron cosas como «un verdadero alarde de creación cinematográfica» (Alejo Beltrán, pseudónimo de Leonel López Nussa, en Hoy), «ya Cuba tiene una película para exportar con decoro y grandes posibilidades de éxito» (Josefina Ruiz en Verde Olivo) o «es un film histórico en nuestro cine» (Mario Rodríguez Alemán en Diario de la Tarde). En cualquier caso, lo cierto es que la película apenas se exhibió y permaneció en el olvido durante décadas.
Después fue, como decíamos, rescatada precisamente por lo mismo por lo que no fue bien acogida: por ese predominio de la forma sobre el contenido, si es que una frase así significa algo. Yo tiendo a pensar que la frase es indicativa de otra cosa, esto es, tiendo a pensar que «el predominio de la forma sobre el contenido» es un absurdo lógico pero que el uso de ese absurdo lógico sí significa. A mi modo de ver, cuando una cámara flota por el aire prendida a un teleférico no estamos ante una forma diferente de narrar el mismo contenido que si la cámara estuviera fija en el suelo, como tampoco cuando un personaje emplea una metáfora en un diálogo estamos ante una forma distinta de expresar el mismo contenido que expresaría el personaje si hablar sin metáforas, sino que en cada uno de estos casos estamos ante realidades distintas. Porque una silla no es una mesa con otra forma, es simplemente una silla. Y tampoco valdría la imagen de que el contenido es la madera que adopta forma de silla o de mesa, porque en tal caso, la madera sola no existiría, no estaría en parte alguna sino siempre siendo árbol, tablón, astilla o mesa.
¿Qué se quiere decir entonces cuando se dice que en «Soy Cuba» la forma predomina sobre el contenido? Creo que en este caso concreto se está aludiendo a la voluntad épica de la película, a su deseo de contar la grandeza de un hecho histórico antes que contar la necesidad de este hecho o sus contradicciones o sus consecuencias o, incluso, su funcionamiento. Soy Cuba es una película grandiosa, y esta característica puede resultar aplastante, como ha señalado uno de sus guionistas, Enrique Pineda. Da la impresión de que Soy Cuba no es una película pensada para Cuba en particular, sino para algo así como Occidente.
En este sentido es posible entender el rechazo, la distancia que pudieron experimentar algunos cubanos y cubanas al ver reflejada allí no su propia historia sino sólo, aunque fuera mucho, la grandeza de esa historia. La crisis de los misiles y las tensas relaciones entre la URSS y Cuba debieron de influir en la escasa permanencia de la película en las salas. Es posible que, de no haber ocurrido así, la acogida hubiera sido mayor, aun contando con los prejuicios y problemas inevitables debido a la dificultad que entraña que una cultura elija narrar un episodio de la historia de otra cultura diferente.
En todo caso, me interesa subrayar la voluntad de Soy Cuba de hablar en voz alta, de no pedir perdón para narrar una historia acontecida lejos en una isla pequeña; la voluntad, casi diría, de consagrar un hecho, no en el sentido no religioso del término consagrar sino en el sentido de señalar algo como merecedor de sumo respeto. La indagación de Ferraz en distintos momentos del rodaje refleja, en efecto, esta voluntad. Tomemos sólo dos ejemplos: la práctica del director de fotografía Sergei Urusevsky, de ponerse una venda en los ojos para poder dilatar la pupila antes de tomar la cámara y así ver con más brillo, o la decisión de Kalatozov de implicar tanto al ejército cubano para poder disponer de los cinco mil soldados, como al ejército soviético para poder usar material fotográfico infrarrojo.
¿Pesaron los claroscuros, los matices del blanco, el uso innovador de la cámara y la luz, o, por centrarnos en una sola cosa: pesó el plano secuencia de entierro del estudiante más que el sentido de lo narrado? No, yo no lo diría así; lo que diría es que forma parte del sentido de la película inscribir ese entierro en algo que podríamos calificar como muy próximo a la belleza objetiva y memorable. Cierto que la belleza objetiva no existe, y cierto que alguien decide siempre qué es lo memorable. Y ese alguien suele hacerse presente en ciertas narraciones en forma de destinatario. En el caso de Soy Cuba el destinatario sería, según me parece, Occidente, siendo en esencia lo que entonces se entendía, y aún hoy en el ámbito de la cultura, por Occidente, la burguesía ilustrada europea y cierta clase media culta norteamericana.
Soy Cuba fue, como sabemos, una respuesta solidaria de la Unión Soviética hacia Cuba, ante el bloqueo económico impuesto por Estados Unidos a la isla. Era una forma de decirle al mundo que la revolución cubana debía ser respetada. Y entonces «el mundo» receloso lo encarnaba ese Occidente del que he hablado. Hoy puede quizá parecernos, como dicen algunos de los miembros del equipo en el documental, una película pretenciosa. Pero lo que esta película no tiene es una gota de paternalismo. Quienes viajaron a Cuba para rodarla, junto con los cubanos que colaboraron, podían haber hecho una peliculilla, o una película correcta, o una película de acción emocionante y perecedera. Hicieron otra cosa, esculpieron en piedra, hicieron cine con mayúsculas con todas las posibilidades y limitaciones que esto tiene. Entre las principales limitaciones yo citaría, en este caso concreto, el uso de la parábola, el hecho de no haber contado una sola historia sino cuatro, con lo que la condensación simbólica propia del registro elegido se torna, a mi parecer, excesiva.
Probablemente en aquel momento de efervescencia y peligro muchos hombres y mujeres de Cuba hubieran preferido algo que, sin ser paternalista, sí fuera en cambio más cercano y flexible. En cuanto a la Unión Soviética, los tiempos de la coexistencia pacífica más o menos impuesta, más o menos solicitada, no eran tampoco, precisamente, tiempos para las mayúsculas. Más allá de las secuencias que pudieran, según se comenta en el documental, hacer parecer oscuramente deseable el capitalismo, cabe suponer que la crisis de los misiles debió de convertir en un tanto inoportuno el canto épico, bello, no paternalista de la revolución cubana.
Tampoco es de extrañar, como bien se sugiere en el documental, que fuera precisamente en los años noventa, caída la Unión Soviética y en aparente peligro de muerte la revolución cubana, cuando esa clase media alta, culta, occidental, fue capaz de apreciar una película que de algún modo iba dirigida a ella. En ese momento ya no corría peligro al apreciarla. En ese momento podía además permitirse ser, ella sí, condescendiente con la película, tomar de la película lo que le interesaba y abandonar o menospreciar el resto como de hecho sucedió en la mayor parte de las reseñas que se hicieron de la copia rescatada por Scorsese y Coppola.
Volvamos a las matemáticas. ¿Qué pregunta se plantea en la unión de Soy Cuba y El mamut siberiano? Creo que es la pregunta sobre la legitimidad cultural. La película de Kalatozov no quiso ser paternalista, no quiso condescender a la hora de hablar de la revolución cubana. Lo que eligió fue elevar la narración a los estándares de la alta cultura «universal», aun sabiendo que universal significaba en realidad burguesía occidental, no tanto porque esa burguesía hubiera creado la alta cultura sino porque seguía siendo la clase mejor situada para apropiársela. Ni la Unión Soviética ni la cultura latinoamericana lograron imponer la legitimidad de Soy Cuba cuando más necesario hubiera sido. Y al fin, una vez más, Occidente se apropió de Soy Cuba cuando ya la relación de fuerzas le permitía desechar lo incómodo y aceptar el resto.
En este sentido, no es anecdótico que la recuperación de la película se realice a través de Scorsese y Coppola y de los grandes medios de comunicación que ellos ponen en liza. Y causa una cierta melancolía que el documental de Ferraz, no obstante su valor y sus grandes aciertos, se oriente hacia el momento en que quienes participaron en el rodaje de la película ven el vídeo de Scorsese y Coppola y, de algún modo, como el documental mismo, ceden a la legitimidad que otros, en realidad, los otros, han dado a lo que ellos hicieron. Porque si la escena del entierro es bellísima e impactante, lo era antes de que los directores norteamericanos así lo decretaran, y si fue entonces insuficiente para dar cuenta de un proceso que, además de impacto y de belleza, contenía, contiene, rabia, cansancio, certidumbre, también lo es ahora. Las obras de arte no cambian con el tiempo, sino que el tiempo cambia a veces a los hombres. Lo que tanto la película de Kalatozov como el documental de Ferraz terminan por contarnos es que, una vez más, cuando la legitimidad cultural la otorga la burguesía occidental, al hacerlo sólo se legitima a sí misma. Nuestras son, sin embargo, la pupila dilatada, la belleza del entierro, la posible insuficiencia de la parábola. Nuestros el arrobo, la impertinencia, la admiración y la crítica.