Mohamed Yusef. (Foto: M.G.P.) BEIRUT.- Sesenta años después de la declaracion de independencia israelí en la Palestina bajo mandato británico, se puede hablar de varias categorías de palestinos: los ocupados, habitantes de la Cisjordania tomada por militares y colonos hebreos; los cercados, un millón y medio de habitantes de Gaza controlados por tierra, mar […]
Mohamed Yusef. (Foto: M.G.P.)
BEIRUT.- Sesenta años después de la declaracion de independencia israelí en la Palestina bajo mandato británico, se puede hablar de varias categorías de palestinos: los ocupados, habitantes de la Cisjordania tomada por militares y colonos hebreos; los cercados, un millón y medio de habitantes de Gaza controlados por tierra, mar y aire por Tel Aviv; los refugiados, 5,5 millones de exiliados, la mayoría en condiciones lamentables, acogidos en los países del entorno; y los que, sencillamente, no existen.
Mohamed Yusef es uno de esos 3.000 ciudadanos sin identidad. Nació en Ramala hace 64 años, cuatro antes de que la política emprendida por la minoría judía para expulsar a la población natal -descrita por el historiador israelí Ilan Pappe como la «limpieza étnica de los palestinos»- comenzase.
«Sólo tenía cuatro años, pero recuerdo las calles de Ramala, la mezquita y la iglesia», dice hoy Yusef con la voz rota por el tabaco desde una desconchada oficina del campo de refugiados de Shatila, en Beirut. «Si no tuviera recuerdos no tendría identidad», farfulla en protesta por las dudas de tan tempranos recuerdos.
En 1948, su familia se marchó de la ciudad por miedo a las milicias judías y se estableció en Jordania, donde recibió un pasaporte en el que figuraba como palestino de origen. Con la mayoría de edad Mohamed se integró en el Ejército jordano, pero tras la Guerra de los Seis Días que derivó en la conquista israelí de toda Palestina, parte de Siria y de Egipto, el soldado Yusef se sumó a la escisión que nutrió las filas de Yasir Arafat para «participar en la revolución palestina».
Los ataques más espectaculares de las facciones y las repuestas israelíes comenzaban a afectar a Jordania, y el rey Husein decidió combatir, en septiembre de 1970 -conocido como el ‘Septiembre Negro’- a los palestinos. En julio de 1971, Arafat y sus combatientes de la Organización para la Liberación de Palestina, entre ellos Mohamed, fueron expulsados del reino.
Así fue como Mohamed se convirtió en nadie. Ninguna autoridad le pidió papeles para acceder al exilio libanés, pero una vez allí su pasaporte le expiró y la embajada jordana en Beirut se negó a renovárselo al haber sido expulsado.
Ahora, ni el Gobierno de Beirut ni la UNRWA, agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos, le reconocen, como no reconocen a otros 3.000 palestinos en su situación, la mayoría combatientes y allegados y la minoría, personas que simplemente perdieron sus documentos durante su huída.
«Me siento un fugitivo, permanentemente humillado», se queja Yusef. «No me atrevo a salir del campo de refugiados por miedo a que me detengan. Construí cuatro casas y de las cuatro me echaron por no tener papeles. La ONU me considera jordano y no palestino, y los jordanos me consideran palestino y dicen que no me pueden ayudar», se lamenta este hombre con seis hijos, todos ellos herederos de su condición de inexistentes.
Ahmed Talal. (Foto: M.G.P.)
Ciudadanos de segunda clase
Los refugiados palestinos asentados en el Líbano son tratados, de por sí, como ciudadanos de segunda clase. Los 400.000 exiliados tras la Naqba de 1948 -el ‘desastre’, como califican a la campaña de expulsiones que siguió a la declaración del Estado israelí que ahora celebra Tel Aviv con gran boato- o la campaña de 1967 no pueden acceder a 72 trabajos, según la Constitución libanesa, ni poseer una vivienda, como tampoco acceden nunca a un sueldo digno por alta que sea su formación profesional.
En el caso de los no documentados, ni siquiera pueden poseer un coche o un teléfono móvil, dado que no tienen un carné que presentar para firmar un contrato. «No puedo ni vender cafés o limpiar botas», se lamenta Mohamed.
Ahmed Talal, de 58 años, tiene más suerte: al ser empleado de la OLP recibe un salario por su trabajo en Shatila. Enseña su acreditación con orgullo, pese a ser inservible: un folio plastificado con el membrete de la OLP en Beirut que le identifica como nacido en Gaza.
«Si salgo del campo pueden arrestarme o no, depende del humor del oficial de turno, porque las autoridades no reconocen este papel», explica. Ahmed cuenta que fue expulsado en 1967 de Gaza, durante la Guerra de los Seis Días, y que tras pasar por Egipto, en Siria le afectó el ‘Septiembre Negro’ y fue expulsado como otros muchos militantes.
Talal había partido de Gaza sin papeles, así que nunca tuvo documentos. «Antes no los necesitábamos», se sonríe. Ahora, sin ellos no puede hacer nada. «Por eso dejé a mi mujer y mis hijos en Siria, donde el certificado de la OLP es suficiente para que les permitan estar registrados, tener estudios y comprar una casa», puntualiza.
«Yo no puedo visitarles por miedo a que me arresten en el camino, pero dentro de dos años, cuando me jubile, me arriesgaré para reunirme con ellos en Damasco».
La casa de Talal, dos habitaciones insalubres propiedad de la UNRWA, es tan austera que carece de cualquier objeto prescindible. «La única propiedad que tengo es el recuerdo de Gaza, y es precisamente lo único que no puedo recuperar», se lamenta.
Fuente: http://www.elmundo.es/elmundo/2008/05/12/internacional/1210589360.html