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El espejismo de los agrocombustibles

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Por el mundo entero la carestía de los carburantes está provocando graves problemas económicos y sociales. En España, donde el gasóleo se ha encarecido en un 21% durante 2008, los pescadores han comenzado paros parciales y huelgas indefinidas. En el Reino Unido los transportistas protestan en el centro de Londres y hasta en Indonesia las […]

Por el mundo entero la carestía de los carburantes está provocando graves problemas económicos y sociales. En España, donde el gasóleo se ha encarecido en un 21% durante 2008, los pescadores han comenzado paros parciales y huelgas indefinidas. En el Reino Unido los transportistas protestan en el centro de Londres y hasta en Indonesia las manifestaciones se multiplican frente a la fuerte reducción de las ayudas a la gasolina. Mientras tanto, el presidente del Gobierno francés tiene que admitir impotente ante los transportistas, pescadores y agricultores galos unidos por este mal trago energético: «Tengamos la valentía de decirlo a los franceses: no va a mejorar». Dicho de otra manera, la economía mundial -donde se agudiza la diferencia entre oferta y demanda de combustibles fósiles y donde el techo del petróleo se perfila como inminente- se adentra en una crisis energética global, dura y duradera.

Frente a esta cruda realidad y sin entrar a valorar las medidas a corto plazo (reducción del IVA, exención de Seguridad Social, Fondo europeo de ayuda, etc.), llegan las propuestas de alternativas a largo plazo. En este concierto de aciertos y despropósitos, destaca una, por simbolizar una vez más la huida hacia delante del sistema desarrollista: los agrocombustibles. Se sabe de sobra que la solución no radica fundamentalmente en la búsqueda de nuevas quimeras tecnológicas, sino más bien en cambios estructurales de nuestros modos de producción y consumo. Sin embargo, en sociedades no dispuestas a ‘negociar su modo de vida’, los agrocombustibles despiertan un gran interés. En este marco, la Unión Europea se fijó en 2003 como objetivo que el 5,75% de todo el transporte basado en energías fósiles deberá ser sustituido por ‘biocombustibles’ antes de 2010. Este entusiasmo inicial por el nuevo Eldorado energético se vio fuertemente enmendado por el Parlamento Europeo en noviembre de 2007. En una resolución sobre comercio y cambio climático, éste solicitó «que se subordinara todo acuerdo sobre la compra de biocarburantes a cláusulas relativas al respeto de las superficies devueltas a la biodiversidad y a la alimentación humana». A pesar de este recordatorio, la Comisión Europea sigue vislumbrando el objetivo del 10% de ‘biocombustibles’ en los transportes para el año 2020.

En estos cuatro años, gracias a la labor de denuncia y sensibilización de los grupos ecologistas tanto a nivel social como político, no hemos podido sino darnos por enterados. Los agrocombustibles -tal y como están siendo planteados en una economía productivista y del crecimiento ilimitado- son nefastos para el medio ambiente y provocan una crisis alimentaria de envergadura mundial. Ya se conoce el papel negativo que desempeñan los cultivos energéticos específicos en la pérdida de biodiversidad, destrucción de ecosistemas, deforestación, conflictos territoriales o aumento de los gases de efecto invernadero. Por otro lado, mientras la producción de maíz para agrocombustible aumentaba en un 500% en Estados Unidos, el precio del maíz -bajo el efecto conjunto del cambio climático, de la producción de carne y de la producción de agrocombustibles- se encarecía en un 130%, provocando una crisis social profunda para todas las poblaciones cuya alimentación descansa en estos productos básicos. Mientras el agrónomo ecologista René Dumont ya nos adelantaba en los años setenta que el modo de desarrollo productivista «nos llevaría a la hambruna», Jean Ziegler, el relator especial de la ONU para el derecho a la alimentación, postuló en 2007 que la producción masiva de biocombustibles «es un crimen contra la humanidad».

Por si no fuera poco, los agrocombustibles también tienen una consecuencia directa sobre los derechos humanos. Tomemos el ejemplo de Brasil, principal promotor a escala internacional del etanol como alternativa a la gasolina a partir de caña de azúcar. En este país que aspira a ser potencia regional y mundial, la industria de la caña de azúcar es el sector del agronegocio que más creció en 2005, hasta alcanzar en 2006 más de 425 millones de toneladas en 6 millones de hectáreas de tierra. Este crecimiento ha sido posible gracias a la fuerte apuesta del Gobierno brasileño y personal de Lula por el etanol como agrocombustible del que hoy se consume un 85% en el mercado interno y del que se exporta un 15% (principalmente a Estados Unidos). En este afán de asentar una nueva matriz energética basada en el etanol, Lula ha realizado alianzas políticas que sorprenden en un sindicalista histórico. En Brasil lo apoyan los grandes terratenientes, como el gobernador del estado de Mato Grosso -principal productor de etanol de este estado-, mientras en el extranjero afianza relaciones estratégicas con gobiernos poco proclives a la transformación social y ecológica, como Estados Unidos o México. La ‘diplomacia del etanol’ se convierte en la principal arma comercial y geopolítica de Brasil.

En este contexto, la caña de azúcar -históricamente utilizada para producir azúcar y alcohol de cachaça- se convierte en el monocultivo más potente de Brasil. Su inexorable crecimiento acapara tierras destinadas a la reforma agraria, en detrimento de los pequeños campesinos y productores, y por otro lado se impone a otros monocultivos como la soja y el eucalipto. De hecho, este avance del monocultivo de caña empuja los otros monocultivos así como el ganado hacia la Amazonia. Esta dinámica se traduce pues en una especulación de tierras, una deforestación feroz, un ataque directo al pulmón verde amazónico, el desplazamiento forzado de poblaciones indígenas y las adquisiciones irregulares de tierras (el ‘grilagem’), que llevan a frecuentes violaciones de derechos humanos a manos de las milicias privadas de los terratenientes (en otros países de Latinoamérica destaca el triste papel de los paramilitares).

Más aún, el monocultivo de caña recuerda a los peores momentos de los latifundios latinoamericanos, cuyo desarrollo sólo se hacía posible a través de la explotación de una mano de obra sometida. Es lo que denuncia la ONG brasileña Rede Social de Justiça y Direitos Humanos, que remarca que en pleno siglo XXI el trabajo esclavo se ha generalizado de nuevo en las plantaciones. En este proceso la servidumbre económica es central: las políticas laborales aplicadas por los productores de caña (grandes familias brasileñas o, cada vez más, empresas transnacionales) buscan la dependencia total del trabajador, atándolo a la tierra a través de deudas que nunca podrá reembolsar. Por ejemplo, los trabajadores son generalmente migrantes traídos por intermediarios (los llamados ‘gatos’): ellos les adelantan el pago del viaje que, por su coste elevado, nunca podrán sufragar con los frutos de su trabajo. En las plantaciones se remunera con alrededor de un euro la tonelada de caña cortada y se estima que un trabajador corta un promedio de 10 toneladas de caña al día. Esto significa que para cobrar el salario mínimo brasileño (160 euros al mes) los trabajadores tienen que dar 30 golpes de machete por minuto durante ocho horas de trabajo diario… Por lo tanto, para conseguir una remuneración mínima y nunca garantizada, los accidentes de trabajo son frecuentes: principalmente golpes de machete, dedos cortados, mutilaciones, etc., sin contar la contaminación por quemas de tierra o la insalubridad de los dormitorios colectivos. Sólo en el estado de Sao Paulo, en los dos últimos años murieron 25 trabajadores de puro cansancio.

Frente a unas políticas energéticas que atacan el medio ambiente, provocan crisis alimentarias y vulneran los derechos humanos, es importante tener las ideas claras. Mientras que los biocarburantes provenientes de los residuos de biomasa pueden representar a veces una buena opción (por ejemplo, biodiésel procedente de aceites usados), es un imperativo ético, social y medioambiental rechazar los agrocombustibles que entran en competencia con las tierras cultivables (¿comer o conducir?) o ponen en peligro las reservas de agua, los bosques o la biodiversidad. Además de trabajar por una reducción del consumo de combustibles fósiles y exigir una moratoria sobre el objetivo europeo del 10% de biocarburantes para el año 2020, también es importante privilegiar la producción local y descentralizada de biocarburantes ante la importación. Con estas cuantas reglas de juego básicas, podremos volver a plantearnos las soluciones a largo plazo frente a la crisis energética que condicionará de ahora en adelante nuestras vidas.

*Florent Marcellesi es Coordinador estatal de Jóvenes Verdes
[email protected]
http://www.jovenesverdes.org/