Gaza se desangra en cada instante de este «ahora» que vivimos: cuando escribo estas líneas, cuando alguien las lee…, aunque nosotros sólo veamos los niños muertos treinta segundos en la tele; aunque sólo esté presente la sangre el tiempo de hojear un periódico; aunque la atrocidad diaria sólo ocupe una pequeña porción de nuestros desordenados […]
Gaza se desangra en cada instante de este «ahora» que vivimos: cuando escribo estas líneas, cuando alguien las lee…, aunque nosotros sólo veamos los niños muertos treinta segundos en la tele; aunque sólo esté presente la sangre el tiempo de hojear un periódico; aunque la atrocidad diaria sólo ocupe una pequeña porción de nuestros desordenados e inconexos pensamientos; un rincón entre la lista de la compra y la clase de inglés. Bajo las bombas va cayendo un pueblo, atrapado en una ratonera, entre el mar, los muros y los tanques israelíes, y al que se le concede apenas tres horas al día para respirar y enterrar a sus seres queridos. Y, acto seguido, continuar muriendo. «Las puertas que impidieron el paso del trigo se abren ahora para recibir a los cadáveres», en palabras de Hishan Bustani, en Rebelión.
Pienso esta noche en las cientos de madres que lloran a sus hijos, imagino ese río interminable de lágrimas, esos gritos de dolor; y en que todo eso se produce mientras nosotros arropamos a nuestros niños en sus camas, como si no pasara nada, como si todo fuera normal; y me ronda en la cabeza la acertada definición que leí en «El miedo a los bárbaros» de Tzvetan Todorov, flamante Príncipe de Asturias: «Ser bárbaro es quitarle al otro su humanidad, negársela». Convertirlo en un ser extraño, distinto a nosotros; sencillamente tratarlo como si no fuera humano o como si no lo fuera del todo. Ver lo poco que nos diferencia y no lo mucho que nos une, no ser hospitalario con el extranjero, resolver los conflictos mediante la violencia… La tortura, la humillación y el sufrimiento que se infligen a los otros forman parte de la barbarie. Llevar al colapso económico, al bloqueo y al aislamiento de un pueblo también lo son.
La barbarie nacería de esa falsa distancia que nos impide reconocer a nuestro vecino como a un igual, como un cuerpo cruzado por venas y sangre roja, huesos y músculos, y un corazón que late al ritmo de los sentimientos, con parecidos deseos y aspiraciones de libertad, paz y bienestar. Barbarie es ser capaz de decir sin inmutarse que no hay crisis humanitaria en Gaza, y que la situación es la que debe ser, como hizo la ministra de Exteriores del Gobierno israelí, Tzipi Livni.
Se comporta también como un bárbaro el que se mantiene indiferente ante el dolor ajeno, el que no hace nada por evitarlo aunque no lo cometa directamente porque no empuña el arma ni arroja la bomba; el que permanece impasible como si no le atañera ese sufrimiento descomunal, el que no siente ninguna clase de empatía con el que muere y no demuestra piedad, porque sencillamente no se conmueve, como un psicópata cómplice. Este despojamiento de la humanidad del otro, esta barbarie de maltrato sistemático, combinado con la más desvergonzada indiferencia y/o connivencia internacional, hace ya mucho tiempo que sucede en la ocupada y bloqueada Gaza, un gigantesco gueto de cielo azul y gris, donde no se permite el libre acceso de alimentos, combustible, agua, anestesia o medicinas, una cárcel que sobrevuelan aviones lanzando toneladas de bombas desde hace dos semanas, en un nuevo crimen contra la Humanidad.
Porque el objetivo último de Israel no es -como asegura el Gobierno de Ehud Olmert- la seguridad de los israelitas; inalcanzable, por otra parte, en tanto se mantenga a Gaza aislada, humillada, asediada, indefensa; mientras no se respeten resultados electorales obtenidos limpiamente aunque no sean los «deseados» -como los que dieron el triunfo a Hamás en las elecciones legislativas hace tres años-, mientras se le nieguen las ayudas humanitarias a la población, mientras no se permita a los palestinos habitar en su propia tierra, mientras apenas exista diferencia entre la vida y la muerte. El verdadero objetivo de Israel -lo demuestran sus acciones- es la aniquilación del pueblo palestino.
Para la profesora de Estudios Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid, Luz Gómez, Israel pretende «dividir y fragmentar el territorio y la población, y crear nuevos guetos identitarios que propicien la disolución de la unidad histórica, social, cultural y política de Palestina». Si queremos ser precisos con el lenguaje no podemos calificar de «guerra» a esta barbarie; su nombre real es «genocidio».