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Y mientras tanto, en Cisjordania

Fuentes: Rebelión

Toda la atención mundial se centra en Gaza, pero la vida en Cisjordania apenas difiere de la de sus vecinos de la Franja. La ocupación, los abusos y el aislamiento siguen vigentes con toda su fuerza en la zona palestina que convive ‘en paz’ con Israel. El pasado 26 de diciembre comenzó ‘Plomo Fundido’, o […]

Toda la atención mundial se centra en Gaza, pero la vida en Cisjordania apenas difiere de la de sus vecinos de la Franja. La ocupación, los abusos y el aislamiento siguen vigentes con toda su fuerza en la zona palestina que convive ‘en paz’ con Israel.

El pasado 26 de diciembre comenzó ‘Plomo Fundido’, o lo que es lo mismo, comenzó el bombardeo israelí sobre la Franja de Gaza, territorio palestino gobernado por Hamás. Pese a estar a casi cien kilómetros, ese día la tensión se apoderó como un golpe seco de toda Cisjordania, el otro territorio palestino controlado, esta vez, por la Autoridad Nacional Palestina (ANP), del partido Al Fatah.

En el hotel Bethelem, en Belén, Fayez A.Saqqa, diputado de Al Fatah, expresa su cólera mientras escucha las últimas noticias del bombardeo en una vieja televisión del vestíbulo. Hablan de 200 muertos. «Israel acaba de demostrar que es lo mismo que Hamás», expresa indignado. Sus palabras dejan claro cuáles son las relaciones entre ambos partidos palestinos. «En la Autoridad Nacional Palestina aceptamos la existencia del Estado de Israel con las fronteras del 48 y elegimos el camino de la paz. Estamos en contra de la ocupación, no del Estado de Israel», añade la también diputada de Al Fatah, Sahar Aquasmi. El cisma parece claro. A los cohetes de los milicianos de la Franja, Al Fatah responde con un discurso de términos casi ensayados: paz, diálogo, aceptación de Israel… La ANP ha abierto la mano al vecino judío, al menos sobre el papel. ¿Qué está recibiendo a cambio de Israel? ¿Es tan diferente la situación de Cisjordania de la de Gaza? La respuesta es no. A día de hoy Israel ocupa el 48% de Cisjordania pese a los acuerdos firmados y somete a toda la región a un bloqueo en todos los órdenes. Mientras toda la atención mundial se centra en la Franja de Gaza, Cisjordania sigue padeciendo la asfixia israelí. Sin bombas, es cierto, pero con otras armas más sutiles y menos ruidosas:

· El control territorial:

A día de hoy, Israel controla extensiones de kilómetros cuadrados dentro del Territorio Palestino cisjordano, en las que los propios palestinos, pese a estar en su país, no pueden entrar. Esto reduce a Cisjordania a una serie de núcleos urbanos aislados y bloqueados de tal manera que se han convertido en una suerte de guetos. La incomunicación y desestructuración de Cisjordania les impide si quiera soñar con la conformación de un espacio común que se desarrolle como estado. Un ejemplo: Jericó, al Este de Cisjordania y en pleno corazón de Territorio Palestino, está completamente rodeada de suelo controlado por Israel. Este control llega hasta Belén, en el otro extremo del país, de manera que desde un lado a otro del ancho del Territorio Palestino, todo es control israelí. No hay asentamientos, no hay colonos. Se trata sólo de kilómetros y kilómetros en los que no pueden entrar los palestinos. Pese a estar en su propio país.

Para impedir que los palestinos entren en estas extensiones, Israel las ha flanqueado con puestos de control militares, de manera que toda Cisjordania está llena de los conocidos como ‘chek points’. El problema es que, en la mayoría de ocasiones, estos ‘chek points’ están en medio de la vida de un palestino. Miles de trabajadores, estudiantes o simples vecinos que necesitan hacer la compra, se encuentran con un puesto de control en su camino que deben atravesar a diario.

«Sólo he salido cinco veces en mi vida de Belén», explica Salah, universitario de 22 años y residente en Belén. «Todas ellas necesitaba ir a Jerusalén. En cuatro ocasiones me colé y la quinta tuve que pedir un permiso a Israel que tardó meses en llegarme. Necesitaba hacer un papeleo para la universidad. El permiso me permitía estar doce horas en Jerusalén. Cinco me las pasé en el puesto de control. Hice los papeles y regresé. Estoy atrapado en mi propia ciudad», relata en un fluido inglés.

En las ciudades cercanas a Israel, estos ‘chek points’ están incrustados en un enrome muro de cemento de cinco metros de alto que hace de frontera. Sin embargo, este muro, todavía en ampliación, serpentea muchos kilómetros por dentro de la frontera estipulada en los últimos acuerdos y no duda en girar sobre sí mismo para aislar poblaciones palestinas enteras.

Los habitantes de Nablús, ciudad al norte de Cisjordania, lo tienen todavía peor. No pueden salir de la ciudad si no tienen un permiso especial del Ministerio de Defensa de Israel. Ni siquiera el gobernador de la ciudad puede prescindir de este permiso. «La mayoría de niños de Nablús no han salido jamás de la ciudad. Se creen que el mundo es esto… ¿qué futuro les podemos exigir?», se pregunta Mahdi Jamdali, alcalde de la ciudad y miembro de Hamás.

El aislamiento e inmovilidad de los núcleos urbanos palestinos, dentro de su propio país, es casi total.

· Los asentamientos judíos.

En la mayoría de estas zonas controladas por Israel dentro de Cisjordania existen núcleos urbanos judíos. Son los asentamientos. Estos asentamientos están por todo el país, siempre en lo alto de las montañas y colinas (más cerca de Dios), y muchos de ellos surgen pegados a barrios o pueblos árabes. Están controlados por el ejército y ningún palestino (están en su país) puede acercarse a ellos.

Los asentamientos nacen con una justificación militar. Se acota una zona y se establece una base militar israelí por motivos de seguridad. Después se trae a los colonos, antes de edificar nada. Los colonos suelen ser judíos provenientes de Rusia, Argentina o Uruguay. El gobierno de Israel les ofrece las casas gratis en el asentamiento, una subvención de por vida (ningún colono trabaja, vive del estado) y los exime de pagar impuestos. Es decir, los traen para, sencilla y llanamente, ocupar. No sólo eso. Los colonos, como todos los ciudadanos israelíes excepto los ortodoxos, son parte del ejército del país como reservistas. Es decir, tiene licencia de armas y permiso para utilizarlas en caso de que la seguridad de Israel se vea amenazada. Si disparan a un vecino palestino que debe pasar cerca porque la tienda donde trabaja está pegada al asentamiento (algo nada raro) pueden alegar que la seguridad del país estaba en peligro.

El problema de los asentamientos alcanza su máxima expresión en la ciudad de Hebrón. Al sur de Cisjordania, esta ciudad está dividida, desde 1994, en dos zonas: H1 y H2. La zona H1 abarca dos tercios de la ciudad y en ella viven unos 120.000 palestinos. Está controlada por la Autoridad Nacional Palestina. La zona H2 también está controlada, según los acuerdos, por la ANP, pero la seguridad corre a cargo de Israel que, con 14 puestos de control militar en este tercio de ciudad, controla en la práctica la H2. En ella viven unos 40.000 palestinos y unos 600 judíos. Pese a su minoría, los judíos pueden moverse y desenvolverse por esta zona con total libertad. Los palestinos, por el contrario, tienen restringidos sus movimientos, a pesar de estar bajo el amparo, según los acuerdos, de la ANP. Deben pasar el periplo de cada puesto de control cuando salen a la calle, aunque sea a hacer la compra.

Volvemos a la zona H1. En esta zona, en teoría exclusiva palestina, sobrevive un asentamiento judío. Este asentamiento ha sido declarado ilegal por el gobierno de Israel por estar en la H1. Pero los colonos siguen ahí a día de hoy. Y ‘ahí’ no es cualquier sitio: este asentamiento está en el corazón del casco viejo de Hebrón, en plena zona H1. Los colonos de este asentamiento no llegan al centenar, pero dicen en Cisjordania que son los más radicales de todos los judíos asentados en la región. La mayoría de ellos pertenecen al partido de extrema derecha Kach, ilegalizado por Israel en 1994. Estos colonos permanecen en el casco viejo de Hebrón a sabiendas de que, en teoría, el ejército israelí no responde de su seguridad. Poco parece importarles, más si tenemos en cuenta que la mayoría de ellos rechaza cualquier gobierno israelí que no defienda la ocupación total del Israel bíblico. Esta situación deja un panorama en el casco viejo de Hebrón surrealista: los edificios están ocupados por colonos pero en las callejuelas del casco viejo siguen activos todos los pequeños comercios palestinos. Para atosigar a los comerciantes árabes, los colonos han adoptado como medida cotidiana y normal el arrojar su basura por la ventana destino la calle. La ‘costumbre’ ha obligado al ayuntamiento a instalar una red protectora sobre las calles del mercado que rebosan cada día basura arrojada por los colonos. Así, mientras paseas por las calles del mercado, ves sobre tu cabeza una red llena de cajas, comida y otros desperdicios. Te acompaña todo el trayecto. Los colonos en el nivel superior tirando basura. Los árabes a ras de suelo bajo las redes protectoras.

Como el gobierno israelí, a diferencia de otros asentamientos, no les compra a estos colonos las casas por ser un asentamiento ilegal, los judíos ofrecen astronómicas cantidades de dinero a los palestinos para adquirirlas e irse haciendo con el control del casco viejo. Para los palestinos, vender la casa a un judío es una traición imperdonable. Pero la desesperada situación de algunos les hace claudicar ante la fila de ceros que judíos provenientes de Estados Unidos les extienden ante los ojos (muchas veces para especular y revender a judíos radicales dispuestos a seguir con la ocupación del casco viejo). No todos se rinden al dinero: a Nedal Farid le ofrecieron hace diez años un cheque en blanco por su casa. Y dijo que no. Su negativa ha dejado su vivienda como la única árabe en muchos metros a la redonda. Todos sus vecinos son colonos. Colonos que no lo quieren cerca.

En la vida de Nedal, el que los judíos arrojen basura es sólo una anécdota. Hace demasiados años que instaló una valla metálica sobre su azotea, en la que, una vez más, se ve basura acumulada. «Se asoman a la ventana y, por ejemplo, tiran un bote de comida o una botella», relata. La casa del vecino inmediato de Nedal tiene una red militar sobre su ventana y un foco, como si se tratase de una torreta del ejército. Está a apenas cinco metros de la azotea.

Nedal explica que su familia lleva viviendo cientos de años en esa casa, por los apenas quince de sus nuevos vecinos. Lo que más teme Nedal es que los colonos están armados, y no les tiembla el pulso si se desencadenan incidentes. Tanto es así, que a Nedal ya le han matado un hijo y a su mujer le han provocado un aborto. Una de sus habitaciones, la que está al lado de la azotea, está carbonizada por el lanzamiento de una granada y hay piedras del tamaño de un balón de baloncesto que han sido lanzadas desde las ventanas contiguas. Los hijos de Nedal pasan por el hueco de la escalera, cada día, a toda prisa y cubriéndose la cabeza. En mitad de la charla aparece Mohammad Yousel, psicólogo de la Universidad de Hebrón que atiende a sus hijos. Y es que, este conflicto, tiene mucho más detrás que llamativos intercambios de disparos. Los hijos de Nedal padecen importantes desórdenes de conducta, tienen fobias, no controlan sus esfínteres y sufren retraso escolar. «Viven sometidos a un estrés continuo, muy perjudicial para cualquier niño», explica Mohammad.

Termina la charla con Nedal. A pocos metros, u n vecino colono rellena con silicona una grieta en su ventana. Lleva una camiseta gris clara, seguramente la de hacer ‘chapuzas’ en casa, y su aspecto es el de cualquier afable vecino realizando tareas del hogar. Nos mira sólo un segundo de reojo, y después sigue a lo suyo. Bajamos las escaleras y volvemos al nivel bajo las redes. Después de caminar unos metros, una caja de madera llena de excrementos revienta contra el suelo a escasos pasos de nosotros. Un anciano palestino que vende queso mira y sonríe. Dice algo en árabe, pero por su expresión casi se puede hacer una traducción imaginaria: «Salid de aquí anda. Salid de aquí…».

· El desalojo y la ocupación.

La ocupación israelí no se da sólo en forma de asentamientos. Muchos judíos, amparados por el estado, están avanzando poco a poco por barrios árabes, desalojando palestinos y ocupando sus viviendas. Esta práctica se da, sobre todo, en los alrededores de Jerusalén. Su forma de ocupar y desalojar es sutil. Nada de violencia. La violencia no se estila en Cisjordania. Israel ha diseñado todo un entramado legal para avanzar.

Las leyes de propiedad en las que se basan los palestinos son, en su mayoría, jordanas. Estas leyes se estructuran en contratos verbales o elementos circunstanciales, como el de que esta casa es del padre de mi padre de mi padre, es decir, la casa de los Abus Alul de toda la vida, por poner un ejemplo. Para la justicia israelí, este tipo de contrato de propiedad no es válido y, por lo tanto, si la casa es abandonada un período de tiempo muy corto (a veces horas) se aplica una ley israelí conocida como la ley del ausente. Esta ley considera como abandono la ausencia de su casa de una familia sin contrato de propiedad. Así pues, si una familia palestina se va a pasar el día fuera, otra familia de colonos judíos puede adquirirla mediante la ley del ausente, que dicta que esa propiedad ha sido abandonada: la casa es ocupada, la familia palestina denuncia, van a juicio y ganan los judíos, ya que tienen papeles en regla. Esto puede parecer una exageración. No lo es: Umm Kamel, mujer convertida ya en un símbolo de la resistencia árabe, vive desde noviembre de 2008 en una haima (tienda de campaña) en su barrio árabe de Jerusalén. Regresaba de hacer la compra y se encontró en el primer piso de su casa una familia de judíos. Convivió con ellos durante unos meses esperando el juicio hasta que, finalmente, fue desalojada por la justicia israelí. Decidió instalarse entonces en una tienda de campaña cerca de su casa, ya no tanto como forma de protesta sino por no tener a dónde ir, pero a los pocos días su marido murió de un infarto. Pese a ello, Umm resiste a día de hoy a pocos metros de su casa, que sigue ocupada por la familia de colonos. Otra decena de familias árabes de este barrio también tiene orden de desalojo y no pueden recurrir porque no tienen los papeles que la justicia israelí les pide. La vecina que lo relata, que ya cuenta con su propia orden de desalojo, viene del médico de que le revisen los ojos. «El doctor le ha dicho que debe dejar de llorar o se producirá daños irreversibles», explica su hijo con timidez.

En realidad los palestinos sí podrían denunciar. Con elementos circunstanciales como facturas de luz o incluso testigos vecinales, se puede demostrar la propiedad (también en España) pero es una enorme complicación jurídica que se extiende en procesos de más de un año. Un coste económico que pocos ciudadanos palestinos se pueden permitir y abandonan, quedándose sin razón ante el juez y por lo tanto sin casa.

· El subdesarrollo social:

La ocupación y bloqueo israelí impide el desarrollo social de Palestina. El relatado caso de Saleh, cuya vida universitaria es una odisea, no es aislado. Los trabajadores no lo tienen mejor.

Belén es a Jerusalén lo que Getafe es a Madrid desde el punto de vista laboral. Miles de personas se levantan cada mañana en Belén para ir a trabajar a Jerusalén. Si ya es duro acudir al trabajo a las cinco de la mañana cada día, qué decir si, para hacerlo, debes atravesar un control israelí. Con caras ajadas, agotadas por el sueño y el cansancio, miles de obreros palestinos se agolpan cada mañana (todavía sin sol) en los tornos del ‘chek point’ mientras las voces de megafonía de los soldados israelíes ocultos tras cristales tintados (al más puro estilo 1984 de Orwell) gritan que se ordenen y no se agolpen. Pero algunos llegan tarde y todavía tienen que pasar dos escáneres (vaciando los bolsillos, quitándose el cinturón y descalzándose en cada uno de ellos), tienen que superar dos tornos metálicos y una identificación de su huella dactilar. Después deben recorrer un pasadizo enjaulado hasta salir al otro lado, a Jerusalén, y coger un autobús urbano para ir a trabajar. A la vuelta, después de toda la jornada laboral, lo mismo. Así cada día.

La sociedad de Cisjordania no sólo se asfixia en el plano laboral. También en el humano. La directora del centro de acogida para mujeres maltratadas Meswhar, en Belén, explica que el gobierno de Al Fatah está intentando dar un vuelco social al maltrato concienciando a las mujeres de que deben denunciar. Realizan campañas de publicidad y hacen talleres en los pueblos, pero sigue generando mucho rechazo. Y es que, en muchos círculos de la sociedad palestina, es una deshonra para la familia que una mujer sea violada o maltratada. Hermanos o hijos de violadas son estigmatizados por la comunidad de manera que su vida se convierte en imposible. Así que, si sucede, los familiares esconden y en ocasiones matan a la mujer para limpiar el honor de toda la familia. «Con esta perspectiva, puedes imaginar cuántas mujeres se deciden a denunciar», indica Basma Abu Sway, ministra de Asuntos Sociales. A este retraso social hay que añadirle una legislación muy débil. Basma explica que la ley palestina puede llegar a solucionar un caso de maltrato entre parejas obligándoles a casarse. ¿La solución? «Necesitamos más medios para que esta lucha sea efectiva, para que nuestra sociedad evolucione. Pero Israel nos bloquea».

· El destrozo psicológico:

El trato dado al conflicto árabe-israelí, en ocasiones, simplifica los términos y genera estereotipos: por un lado están soldados israelíes y por otra los milicianos palestinos, para muchos terroristas. Pocos análisis explican, por ejemplo, la terrible ignorancia histórica y el desconocimiento de la realidad del conflicto que padecen la mayoría de los soldados israelíes. La organización israelí IPCRI explica en una conferencia en Tel Aviv que realizan visitas, cada semana, a soldados israelíes en los puestos de control de Cisjordania. Los miembros de la organización no dejan de sorprenderse con lo que los soldados les cuentan al justificar la lucha y las motivaciones para ella. «Esto es nuestro y nos lo han robado», es sólo un ejemplo.

Más compleja si cabe parece la violencia palestina. Es fácil establecer el estereotipo de miliciano o terrorista, pero es difícil explicar por qué optan por esta salida. El campo de refugiados de Balata, en Nablús, puede dar algunas pistas.

La ONU construyó Balata en 1948 para refugiados palestinos del recién creado Estado de Israel. En él se alojaron 5.000 personas, aunque mide sólo un kilómetro cuadrado. A día de hoy, la población en este mismo kilómetro es de 25.000 habitantes. Cada nueva generación levanta un piso construido a mano en el bloque de viviendas familiar. El resultado, después de varias generaciones, es el de un barrio claustrofóbico, donde enormes edificios se agolpan separados entre sí por apenas medio metro. «A Balata le llaman el campo donde nunca sale el sol», explica Muhamed Salid, director del Centro Cultural Yafar, un centro social organizado por varios vecinos del campo destinado a los jóvenes. «Esta gente no sabe lo que es la intimidad. Nunca han disfrutado de intimidad porque en cada casa viven unas 60 u 80 personas. Y cada generación que pasa es peor», añade.

El ejército israelí entra todas las noches en Balata. Todas. Salid explican que los niños escuchan desde sus casas las pisadas de los soldados y, en ocasiones, disparos y llantos. «En su cabeza está enquistada la idea de que ellos pueden ser los próximos». Las consecuencias son imaginables. «Los niños del campo de refugiados de Balata son muy agresivos y padecen enormes trastornos de conducta. El miedo y el odio ya se ha instalado desde la cuna en sus cabezas», relata Ibrahim Dah, profesor de la Universidad de Nablús que vivió dos años en Córdoba. Este odio se adereza en los colegios saturados por la falta de medios en los que, en cada aula, conviven 50 alumnos, la mayoría de ellos problemáticos. «¿Qué profesor les puede educar en estas condiciones?», se pregunta Ibrahim. El odio toma forma cuando los niños caminan por el campo de refugiados rodeados de carteles de mártires, milicianos muertos en combate, a los que ven como auténticos héroes y ejemplos de vida, y que empapelan las paredes del barrio.

Dentro de las casas de Balata el panorama no cambia. Ibtisian Mizher, una chica de 27 años, nos invita a la suya en pleno corazón del campo de refugiados. «¡Esperad que me ponga el velo!», solicita desde la ventana. En esta casa de cuatro pisos viven 80 personas. En el salón, mientras charlamos con Ibtisian, tres niños corretean bajo un enorme cuadro con el rostro fotografiado de un mártir. «Él es el padre de los niños», nos explican. Los tres pequeños se sientan bajo el cuadro de su padre y piden que les hagan una foto mientras sonríen. Desde su creación, Balata ‘ ha ofrecido’ 250 mártires a la causa, aproximadamente la mitad de los que han salido de Nablús. ¿Terroristas? ¿O niños sin nada que perder? O, en realidad, y en este caso, ¿cuál es la diferencia?

El panorama que vive Cisjordania en 2009 sigue siendo el del sufrimiento de miles de palestinos que aseguran haber elegido el camino de la paz. Un sufrimiento que está ahí, aunque el ruido de las bombas de Gaza no permita escuchar el lamento.