«No veo ninguna solución. Hace unos años podía haber motivos para el optimismo, pero ahora…». Las palabras de Zahi Nasser reflejan el pesimismo del pueblo palestino. La paz parece, más que nunca, una utopía; una Palestina independiente, una quimera. El pesimismo surge ante la evidencia de que ni los gobernantes ni la sociedad israelíes desean […]
«No veo ninguna solución. Hace unos años podía haber motivos para el optimismo, pero ahora…». Las palabras de Zahi Nasser reflejan el pesimismo del pueblo palestino. La paz parece, más que nunca, una utopía; una Palestina independiente, una quimera. El pesimismo surge ante la evidencia de que ni los gobernantes ni la sociedad israelíes desean realmente llegar a un acuerdo. A pesar de la propaganda, es en el lado hebreo donde no se encuentra un socio para la paz. Hasta el ministro de Asuntos Exteriores de Francia, Bernard Kouchner, saltándose todas las normas diplomáticas, comparte esta convicción: «Creo, y espero estar totalmente equivocado, que el deseo de paz de Israel se ha desvanecido para siempre».
Zahi Nasser es el reverendo jefe de la Iglesia Anglicana en Israel. Representa a una minoría -los protestantes- dentro de esa otra minoría de Oriente Próximo que son los cristianos. Pero por encima de sus creencias, este hombre de maneras suaves pero discurso contundente reivindica su condición de árabe, de ‘palestino del 48’, como se conoce a aquellos que se quedaron en el territorio ocupado por los israelíes tras la guerra de ese año. «La izquierda judía cada vez es más débil y está más arrinconada», se lamenta en una conversación mantenida en julio de 2009 en su despacho de la Iglesia de Cristo, en el corazón de Nazaret, la más árabe de todas las ciudades del actual Israel. «Amigos judíos de izquierda, cultos e instruidos, me reconocen ahora que ellos tampoco estaban de acuerdo con Isaac Rabín». Los hechos avalan su tesis. Tras el asesinato de Rabin en 1995, Israel comenzó un proceso de radicalización que aún continúa. Triunfan los políticos que prometen mano dura contra los árabes. Prueba de ello es el ascenso del partido xenófobo y ultranacionalista Yisrael Beytenu (Israel Nuestra Casa) y de su líder, el controvertido ministro de Asuntos Exteriores, Avigdor Lieberman.
«Lieberman, que llegó de Rusia hace treinta años, me dice a mí, que he nacido en esta tierra, que si no hago un juramento de lealtad me tengo que marchar…», se indigna el sacerdote ante una de las muchas propuestas abiertamente racistas del líder de Yisrael Beytenu. El empeño del primer ministro, Benjamín Netanyahu, en que Israel sea reconocido por la comunidad internacional como un ‘estado judío’ le provoca idéntica estupefacción: «Si Israel es un estado judío, entonces ¿qué somos los árabes que vivimos aquí?, ¿invitados?, ¿clientes que pueden entrar a un restaurante a comer pero después se tienen que ir…?». Interrogado sobre qué significa ‘ser judío’, su respuesta no deja lugar a dudas: «Judío es un término que los israelíes manipulan a su antojo según la situación y el momento. Puede referirse a la religión, a la nacionalidad, a la cultura, a la tradición; todo depende de lo que les convenga».
Zahi Nasser, que se define como socialista, finaliza la conversación con una frase un tanto heterodoxa para un religioso: «La Ciudad de Dios de San Agustín está muy bien. Pero antes que en el Cielo hay que ponerla en práctica aquí en la Tierra».
Soluciones Made in USA
Jericó, a algo más de cien kilómetros al sur de Nazaret, ya en territorio cisjordano. El Jabel Quruntul domina la ciudad más antigua del mundo, con casi 10.000 años de historia. En la tradición cristiana se le conoce como Monte de las Tentaciones, donde Jesús fue tentado por el demonio. En primer término, pegado a la montaña, el campo de refugiados de Aquabat Jaber. Más allá, difuminada su visión por el calor, el Mar Muerto y las colinas rosadas que anuncian Jordania.
Un teleférico construido por la Autoridad Nacional Palestina con fondos de la cooperación internacional salva el desnivel del acantilado y lleva a los visitantes hasta el monasterio ortodoxo de las Tentaciones (Deir Quruntul), excavado en plena roca. Abajo, a la salida, hay tiendas de recuerdos: no hay un solo cliente. Tampoco en el restaurante habilitado en la cima. Apenas unos pocos turistas han utilizado hoy el teleférico. El colapso de la economía es total. Las iniciativas empresariales son estranguladas por los israelíes. El desmantelamiento del tejido industrial palestino es uno de los objetivos hebreos.
«Ahí podría haber una fábrica, y allí otra, y allá un hotel… Pero para qué, si cada dos o tres años Israel desencadena una guerra y aprovecha para destruir nuestras industrias», se lamenta el joven mientras señala a puntos imaginarios en el horizonte. Lo primero que llama la atención de este joven es que se encuentre fumando una shisha (pipa de agua) en el restaurante del Monte de las Tentaciones, cuyos precios europeos resultan inasequibles para los depauperados salarios palestinos. También choca que vista unas bermudas. Los árabes abandonan los pantalones cortos cuando llegan a la edad adulta, considerándolos incluso un signo de mala educación. Ambas situaciones tienen su explicación: se trata de un joven palestino emigrado a Estados Unidos, en concreto a Chicago, donde se dedica al negocio de la hostelería con, al parecer, excelentes resultados. Es una situación habitual desde el fracaso de los Acuerdos de Oslo y el comienzo de la Segunda Intifada: las familias pudientes envían a sus hijos al extranjero ante la falta de oportunidades.
El joven ha regresado a Palestina para casarse. Su mujer, ataviada con el omnipresente velo -«se lo pone por propia voluntad, yo no le digo lo que tiene que hacer»- y silenciosa durante toda la conversación, cursa un master en sistemas democráticos que espera poder continuar en Chicago. Tras visitar las principales ciudades cisjordanas continuarán su luna de miel en Jordania y Egipto. Les gustaría ir a Jerusalén (Al-Quds, ‘la santa’, para los palestinos) pero Israel impide el paso a todo aquel que no tenga un permiso de trabajo.
«Hay palestinos formándose en todo el mundo: ingenieros, arquitectos, médicos… Si regresan podrían poner en práctica todo lo que saben. Tenemos talento, tierra y ayuda exterior. Porque nos apoya Obama, nos apoya la Unión Europea, incluso Fidel Castro nos apoya. Podríamos ser una pequeña China. Seríamos la bomba. Y eso lo sabe Israel, por eso nos tiene tanto miedo y nos machaca. Porque sabe que los palestinos podemos desbancarlos como potencia económica de la zona». El análisis oscila entre la ingenuidad más sonrojante y la inquebrantable fe estadounidense en la iniciativa privada, los emprendedores y el libre mercado. Sin embargo, su conclusión no difiere en lo esencial de la del reverendo anglicano de Nazaret. «No habrá una solución pacífica. Los judíos no quieren».
Como ejemplo pone las condiciones de Netanyahu para una Palestina independiente: un estado sin ejército, con el espacio aéreo controlado por Israel y con la prohibición de establecer relaciones diplomáticas con Irán. «¿Qué clase de estado es ese?», se pregunta el joven. También tiene claro que la famosa Ley de Retorno, que concede la ciudadanía israelí a cualquier judío del mundo, no es más que un instrumento «de limpieza étnica».
La sombra de Fatah
La familia de Nayim también pudo enviarle al extranjero, en su caso a Sevilla, de ahí que su castellano, casi perfecto, tenga un acento andaluz inconfundible. Este joven de 25 años ha regresado a su Belén natal para visitar a los suyos. Entró en Cisjordania por la frontera jordana. El ejército israelí le retuvo allí ocho horas. No había ningún motivo y tampoco nadie le dio una explicación cuando le dejaron marchar. Forma parte de esa guerra psicológica de los hebreos en la que la restricción de movimientos es una estrategia fundamental. Se trata de lanzar un mensaje claro y contundente: la próxima vez te lo pensarás antes de regresar.
En la Basílica de la Natividad, Nayim fotografía el lugar, marcado por una estrella, donde supuestamente nació Jesús. Ha prometido a sus compañeros de la residencia de la tercera edad de Sevilla en la que trabaja como conserje y a algunos residentes que les llevaría esa imagen. Pasea también por el claustro donde en 2002 se refugiaron durante cinco semanas más de 250 personas del asedio del ejército de Israel.
Nayim es periodista. Durante algún tiempo trabajó en la televisión de la Autoridad Palestina, pero abandonó el empleo, desengañado por la falta de perspectivas de futuro e impotente ante la red de nepotismo y corrupción tejida durante décadas. Los puestos de trabajo públicos, y muchos de los privados, van a parar a parientes y amigos de los dirigentes del partido oficialista Fatah. La capacidad y los méritos no cuentan. «Pusieron a trabajar conmigo a un chico que no tenía ni idea de periodismo. No había visto una cámara en su vida. Pero era el sobrino de un jefe. Lo metieron en la televisión como lo podían haber metido en cualquier otro sitio. ¡Y encima quería que le enseñara yo!». Las protestas de Nayim podrían pasar por el desahogo habitual de un trabajador si no fuera porque se producen en el contexto de una ocupación militar y civil que sojuzga al pueblo palestino desde hace seis décadas. Las situaciones extremas producen reacciones también extremas, desde la integridad y la coherencia, incluso el heroísmo, más admirables hasta la podredumbre y la miseria moral.
El exilio voluntario -si algún exilio es voluntario- ha aguzado el sentido crítico de Nayim. Es consciente de que la ocupación israelí es el principal problema, pero eso no le impide ver los errores propios de la sociedad palestina. El tono de su voz se eleva al hablar de estos temas. Al final, prefiere callar: «Aquí nunca sabes quién te escucha».
La lógica de la humillación
Es difícil entender el Muro (con mayúsculas, como corresponde a un símbolo del siglo XXI, en este caso un símbolo de la opresión y la injusticia) si no es viéndolo con los propios ojos. Mucha gente piensa, de forma errónea, que se trata de una barrera que recorre toda la frontera entre Israel y Cisjordania. En realidad no se trata de un muro, sino de varios muros que encapsulan a las principales ciudades cisjordanas, dejando en muchos casos tan sólo una salida que, por supuesto, controla el ejército de israelí, a la vez que protege los asentamientos de colonos judíos -todos ellos ilegales- y culmina la separación de Jerusalén Oriental del territorio palestino. Por eso el Muro -los muros- tendrá una vez finalizada su construcción el doble de longitud que la frontera entre Israel y Cisjordania. En su recorrido, la barrera divide poblaciones, separa a los palestinos de sus tierras de labor, fábricas, centros de salud o escuelas, impide el tránsito de personas y mercancías y se apropia de parte de Cisjordania, así como de los mejores acuíferos. De hecho, cuando se termine su construcción, Israel habrá robado el 38% del territorio de Cisjordania. El resultado final es una suerte de archipiélago con islas sin conexión entre sí, completamente imposible de gestionar y que difícilmente puede dar lugar a un estado (ver gráfico).
Ver el Muro impresiona. La sensación de opresión es casi física. Del lado israelí se ha decorado con paisajes o motivos geométricos. En la parte palestina está cubierto con los graffiti de la resistencia. Algunos tramos tienen más de ocho metros de altura, lo suficiente como para que los israelíes no vean -y así olviden- a quienes están tras él. Es un escenario completamente bélico: alambradas, antenas, torretas de vigilancia, garitas, vehículos militares que no dejan de pasar, soldados -apenas niños de 18 años- con gafas oscuras, gesto displicente y un supuesto gatillo fácil…
Los puestos de control son las puertas de las cárceles en las que Israel ha convertido a las ciudades palestinas. Se abren y cierran a voluntad de los hebreos, regulando a su antojo el trabajo para los palestinos, cuya única fuente de empleo se encuentra en Israel ante la sistemática destrucción de su tejido industrial. Un día de cierre es un día sin salario. Al atardecer, cientos de palestinos forman una larga fila en el control de Belén. Regresan de trabajar para los israelíes. Muchos de ellos están empleados en la construcción de casas en los asentamientos de colonos. Es imposible hacerse una idea del deterioro moral que debe de suponer para ellos esta tarea. El puesto de control está decorado con carteles turísticos que invitan a disfrutar de las playas de Tel Aviv o de Haifa. Su presencia es una muestra de cinismo insoportable.
La lógica del Muro es la lógica de la humillación cotidiana. Cada día, los trabajadores palestinos, tras recorrer un largo pasillo metálico en zigzag, son obligados a pasar por un detector de metales, un escáner para sus efectos personales y un control de documentación. Nada garantiza que puedan pasar. El permiso queda al arbitrio de los soldados. Las vejaciones y los abusos son habituales.
El puesto de control de Qualandya, muy cerca del campo de refugiados del mismo nombre, es la puerta de entrada a Ramala. También canaliza el transito de vehículos que intentan desplazarse por territorio cisjordano. Los controles y registros provocan enormes atascos. Los coches pueden estar parados durante horas. Los nervios se disparan. Algunos se meten por dirección contraria, incrementando aún más el caos. Desde el autobús palestino en el que viajan, este periodista y su acompañante contemplan una escena que, intuyen, se repite día tras día. No paran de sacar fotografías. Una mujer árabe de unos cincuenta años grita con gesto airado. Un pasajero traduce sus palabras: «Dice que saque fotografías de todo y que después vaya y le cuente al mundo lo que está pasando aquí».
Alejandro Fierro es periodista
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.