Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
El primer ministro británico Gordon Brown y el secretario de Estado para Asuntos Exteriores David Milliband actuaron rápidamente para retirar la orden de detención de la ex ministra de Asuntos Exteriores israelí Tzipi Livni, una de los artífices del ataque israelí a Gaza del invierno pasado. Un juez británico emitió la orden de detención según la jurisdicción universal en respuesta a las acusaciones de crímenes de guerra cometidos por Israel en Gaza. Esto llevó a Brown a llamar por teléfono a Livni y asegurarle que era «bienvenida» en Gran Bretaña. Milliband, por su parte, declaró la intención del gobierno de acabar con el poder que tienen los magistrados británicos para emitir futuras órdenes de detención contra políticos israelíes.
Como ministra de Exteriores Livni utilizó la denominada por Israel «Operación Plomo Fundido» para crearse la fama de política astuta que llegaría al poder sobre los cuerpos de palestinos muertos. Llegó a ser la niña mimada de los medios de comunicación occidentales y el ataque a Gaza iba a ser su pasaporte para ser primera ministra. Sin embargo, a pesar de que el ataque mató a más de 1.400 palestinos e hirió a otros miles más, las ambiciones políticas de Livni no se materializaron como se había planeado. Benjamin Netanyahu y Avigdor Lieberman la desbancaron y los palestinos todavía están pagando el precio de la invasión. Gaza sigue estando bajo un asedio criminal impuesto por los israelíes y respaldado por sus aliados occidentales y por Egipto.
Se han adelantado varias razones del deseo del gobierno británico de proteger a los políticos israelíes de la amenaza de detención. Entre ellas están el apoyo incondicional británico al Estado de Israel desde sus comienzos, la fuerza organizativa de los lobbies sionistas y en particular su capacidad para incidir en el resultado de las políticas electorales, y, por último, el deseo de evitar ser calificados de antisemitas. Aunque éstas son consideraciones importantes, sin embargo existe otra preocupación apremiante a la que se ha prestado poca atención. Es una preocupación que comparten estadounidenses y canadienses, y se refiere específicamente a este momento particular de la llamada Guerra contra el Terrorismo. Es más, esta preocupación puede eclipsar de momento todas las demás consideraciones.
Los gobiernos estadounidense, británico y canadiense están todos ellos envueltos en intentos de inmunizarse de la exigencia de responsabilidades según el derecho internacional por sus propias acciones en la Guerra contra el Terrorismo. Por consiguiente, proteger a Israel del derecho internacional ha llegado a tener una urgencia adicional, no sólo en interés del régimen sionista sino también en el de Estados Unidos y sus dos aliados más incondicionales en la Guerra contra el Terrorismo, Gran Bretaña y Canadá, de permanecer más allá del alcance del derecho internacional. En otras palabras, si se consigue llevar ante los tribunales a políticos israelíes según el derecho internacional por haber cometido crímenes de guerra, el precedente daría alas a los intentos de hacer lo mismo con políticos estadounidenses, británicos y canadienses en relación a las acciones cometidas por éstos en Afganistán e Iraq.
En septiembre de 2009 se publicó el Informe Goldstone por mandato de Naciones Unidas sobre la invasión israelí [de 2008-2009]. Centrando su investigación en el trato dado a la población civil el juez Richard Goldstone (que había sido el fiscal de los Tribunales Internacionales para la antigua Yugoslavia y para Ruanda) concluyó que el ataque de Israel a Gaza (así como acciones específicas por parte de grupos palestinos, incluyendo Hamás) equivale a crímenes de guerra. A diferencia de la Autoridad Palestina y de Hamás, los israelíes se negaron a colaborar con la misión Goldstone. En Gaza se celebraron sesiones públicas. El Informe Goldstone pidió que se hicieran investigaciones internas independientes sobre las acciones llevadas a cabo por Israel en Gaza que incluyeran: el bombardeo deliberado de emplazamientos (incluyendo el edificio del Consejo Legislativo Palestino [Parlamento], una prisión de Gaza, dos hospitales, refugios y casas), el asesinato de fuerzas de la policía civil [palestina], el uso de mortero para atacar grupos palestinos «armados» mientras estaban cerca de gran cantidad de civiles, la destrucción de fábricas de producción de alimentos, de instalaciones de agua potable y de tratamiento de aguas, y el asesinato directo de civiles. Todas estas acciones se consideran violaciones del derecho internacional. En ausencia de estas investigaciones independientes, el Informe pedía que se procediera a remitirlo a la Corte Penal Internacional.
Ante la negativa de Israel a cooperar con su misión el Informe Goldstone afirmaba sin lugar a dudas su «apoyo a la dependencia de la jurisdicción universal» como una vía para ampliar las investigaciones y las acciones sobre «graves violaciones» de las Convenciones de Ginebra de 1949 y para «impedir la inpunidad y promover la responsabilidad internacional». Israel rechazó las conclusiones del Informe y acusó al juez Goldstone, un sionista y firme defensor de Israel, de estar sesgado en contra de Israel. De la misma manera se atacó a otras personas que habían apoyado el Informe calificándolos de antisemitas. La embajadora estadounidense ante Naciones Unidas Susan Rice amonestó a los autores del Informe y la Cámara de Representantes estadounidense votó por 344 votos frente a 36 a favor de pedir a la administración Obama que lo rechazara. Ésta ha mantenido su postura y también ha ejercido una inmensa presión sobre la Autoridad Palestina para que retire el Informe de ser sometido a la consideración de la Asamblea General de Naciones Unidas. Ni Gran Bretaña ni Canadá apoyaron el Informe Goldstone.
Según se ha informado, muchos de los actos identificados en el Informe Goldstone como violaciones del derecho internacional también han tenido lugar tanto en Afganistán como en Iraq. Organizaciones de derechos humanos están investigando el asesinato desproporcionado de civiles en ambos países, se ha informado de que se han bombardeado regularmente emplazamientos civiles y que los asesinatos selectivos de «terroristas» también matan rutinariamente tanto a los familiares de estos supuestos «terroristas» como a personas presentes en el lugar del ataque. También parece que se impone regularmente el castigo colectivo y en muchos lugares se ha destruido la infraestructura civil. Está también la cuestión de la tortura de los presos capturados, detenidos o transferidos por las fuerzas estadounidenses, británicas o canadienses. Es más, algunos expertos legales han cuestionado la propia legalidad de las «guerras» y ocupaciones tanto de Afganistán como de Iraq.
Como informaba The Guardian el 26 de noviembre de 2009, la [Comisión de] Investigación Chilcot de Gran Bretaña concluyó que el gobierno del anterior primer ministro Tony Blair decidió participar en la invasión estadounidense de Iraq un año antes de que ésta tuviera lugar. Todas preocupaciones por la supuesta acumulación de armas de destrucción masiva por parte de Sadam Husein y de sus vínculos con al Qaeda no fueron sino pistas falsas, y, en todo caso, resultaron ser el resultado de informes de inteligencia falsificados. Además, el 14 de noviembre The Telegraph informó de que desde 2003 se había acusado a soldados británicos, hombres y mujeres, de haber torturado y cometido abusos sexuales contra prisioneros iraquíes que estaban bajo su custodia. Nada menos que 33 acusaciones de tortura, violación y abusos sexuales han salido a la luz acerca de incidentes particulares y The Telegraph afirmó que un abogado que representa a los iraquíes sometidos a estos abusos «ha entregado al ministerio de Defensa una carta de protocolo de acción previa». También citaba la petición de «investigaciones formales» sobre el asunto realizada por el ministro de las Fuerzas Armadas británicas Bill Rammell.
Mientras tanto, los canadienses están envueltos en sus propias acusaciones de complicidad con la tortura de los detenidos afganos. El veterano diplomático Richard Colvin testificó ante un comité parlamentario que muchos de los detenidos afganos capturados por soldados canadienses eran civiles inocentes de los que muy probablemente se abusó o que fueron torturados por las autoridades afganas a cuya custodia fueron entregados. Además testificó que a pesar de haber advertido al gobierno canadiense de que existía esta posibilidad, el gobierno no había emprendido acción alguna para impedirlo. Malalai Joya, la parlamentaria afgana que huyó del país tras haber sido suspendida por este organismo, ha confirmado las declaraciones de Colvin. También añadió que muchos de estas personas torturadas y violadas eran mujeres y niños. La Canadian Broadcasting Corporation informó el 26 de noviembre de que el ministro de Defensa Peter McKay y el ex jefe del Estado Mayor de Defensa, el general Rick Hillie, habían negado ambos las acusaciones de Colvin. Con todo, si se confirman las afirmaciones de Colvin podría darse el caso de que según el derecho internacional el gobierno canadiense fuera cómplice de tortura y de abusos cometidos contra estos detenidos.
Si ahora se puede llevar a Israel ante la Corte Penal Internacional, ¿quién podría ser el próximo? Si se puede detener a políticos israelíes con órdenes de detención según la jurisdicción internacional, ¿por qué no también a altos cargos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá? ¿Quién sabe lo rápido que pueden suceder las cosas y hasta dónde pueden llegar? Si se puede considerar a una potencia ocupante responsable de crímenes de guerra, ¿por qué no a otras potencias ocupantes que también han podido estar envueltas en castigos colectivos, en la destrucción de la infraestructura civil, en la tortura y asesinato de civiles? ¿En qué podría acabar todo esto?
Tratando de proteger a Israel del Informe Goldstone y a los políticos israelíes de la amenaza de ser detenidos en Gran Bretaña, los gobiernos británico, estadounidense y canadiense bien pueden estar implicados en una batalla para salvar su propia piel ante un envalentonado activismo legal. Gaza bien podría abrir la puerta a una exigencia de responsabilidades antiimperialista en el siglo XXI.