Hace unos días tenía que haberse celebrado en la sede bilbaína de IPES, (c/Ronda Nº 25, Bilbo) la presentación del libro «Lenin y la revolución» de Jean Salem (Península, Barcelona 2009), pero a la necesidad del debate colectivo se impuso esa clásica dialéctica entre la irracionalidad global del capitalismo como totalidad que no puede ser […]
Hace unos días tenía que haberse celebrado en la sede bilbaína de IPES, (c/Ronda Nº 25, Bilbo) la presentación del libro «Lenin y la revolución» de Jean Salem (Península, Barcelona 2009), pero a la necesidad del debate colectivo se impuso esa clásica dialéctica entre la irracionalidad global del capitalismo como totalidad que no puede ser dirigida conscientemente, y la racionalidad parcial de cada una de sus industrias concretas. En este caso, dicha dialéctica se presentó mediante la forma externa de los típicos «problemas de saturación» aérea que retrasaron varias horas la llegada de J. Salem a Bilbo. Durante la espera, las personas asistentes decidieron no dejarse vencer por la irracionalidad global del capitalismo y, tras un debate, concluyeron que se reunirían de nuevo el próximo 3 de Junio en el Centro Cívico S. Francisco (Plaza Corazón de María) a las 19h 30m, para, ya sin la presencia del autor, discutir sobre el contenido del libro desde el enfoque que se expresa en el título de la charla-debate: «Lenin, revolución, autodeterminación».
Fue mucha la expectación creada por el debate que seguiría a las palabras de J. Salem, ya que la actualidad de Lenin a comienzos del siglo XXI se sustenta, como mínimo, en seis razones: Una, teorizó la cuestión clave de la política en general: la cuestión del poder y del Estado, y lo hizo con una brillantez y profundidad muy superiores a los tópicos superficiales y bastante reformistas de Foucault. Dos, demostró nada menos que desde 1900 la importancia creciente de las luchas de liberación nacional, redondeando su argumentación con su estudio-síntesis del imperialismo capitalista, de modo que no se puede entender a Lenin, al marxismo y a la historia del siglo XX y de lo que va del XXI sin estas aportaciones. Tres, su teoría de la organización revolucionaria, del papel de la conciencia política organizada dentro de la espontaneidad de las masas, de la interacción entre la profundización teórica, la propaganda política y la agitación de masas, esta teoría general que iría mejorándose con la experiencia sigue siendo ahora tan válida o más que entonces. Cuatro, su esfuerzo por recuperar la filosofía materialista y la dialéctica marxista reivindicando su contenido emancipador, precisamente en dos momentos críticos para la lucha revolucionaria. Cinco, sus impresionantes aportaciones en la Internacional Comunista también en un momento crítico para la humanidad. Y seis, su praxis militante personal, su rechazo a toda burocracia, honor y privilegio, su forma de vida austera y sencilla, su independencia de criterio y su reivindicación permanente tanto de la autocrítica como de la ética marxista como componentes esenciales de la acción revolucionaria.
Por estas y otras razones, Lenin, como reconoce J. Salem al principio de su obra, sufre un doble ataque: el de silenciarlo por parte de las izquierdas reformistas, ya que les produce vergüenza, y el de la criminalización por parte de la burguesía ya que esta clase comprende el potencial de su aportación al marxismo. Lenin avergüenza a los conversos marxistas porque su praxis descubre la esencia del capitalismo, a saber, la dialéctica entre explotación asalariada y dictadura de clase burguesa que sostienen la tramoya de la democracia ficticia. Un ejemplo entre muchos lo tenemos en las recientes decisiones de la burguesía para salir de la crisis capitalista descargándola sobre los pueblos trabajadores, medidas reaccionarias impuestas con nocturnidad, alevosía y autoritarismo explícito, burlando groseramente los ritos de su pomposa democracia parlamentaria.
En el Estado español, los conversos silencian a Lenin, ocultan sus tesis sobre la opresión nacional y el internacionalismo, sus críticas al Estado burgués, a la vez que parlotean sobre la «ciudadanía», la «democracia» y otras abstracciones huecas; también intentan argumentar una especie de federalismo respetuoso con los derechos de los pueblos en el interior de una «nación de naciones», barnizando con una capa de progresía al nacionalismo imperialista español, y por no extendernos, denigran directa o indirectamente la dialéctica materialista recuperada por Lenin. Hay que ocultar o negar a Lenin porque es demasiado molesto, no es manipulable. Mientras que la burguesía, que odia al revolucionario, lo ataca sin piedad, el reformismo lo silencia. Por el contrario, el independentismo socialista vasco tiene mucho que aprender de Lenin, como veremos.
La ponencia que sigue es la que se va a ofrecer como víctima de sacrificio crítico a manos de los asistentes a dicho debate. Se ha escogido ese título por una razón estrictamente leninista: es el análisis concreto de la realidad concreta el que ha de verificar la corrección de la teoría mediante el criterio de la práctica. Lo esencial del libro de J. Salem aparece expuesto en forma de seis tesis expuestas entre las páginas 39 y 101. Vamos a analizar cada una de las tesis en su aplicabilidad a Euskal Herria, pero lo vamos a hacer según un orden expositivo elegido por nosotros ya que son las necesidades y las condiciones de la lucha de liberación vasca, nuestra historia, las que determinan el orden expositivo.
1º/ «EN LA ERA DE LAS MASAS, LA POLÍTICA COMIENZA ALLÍ DONDE SE ENCUENTRAN MILLONES DE HOMBRES, INCLUSO DECENAS DE MILLONES. DESPLAZAMIENTO TENDENCIAL HACIA LOS PAÍSES DOMINADOS».
Hemos empezado por esta tesis de J. Salem que, sin embargo, es la sexta del autor, ya que ella nos introduce directamente en nuestro problema. J. Salem empieza desarrollando las clásicas exigencias de Lenin de que la izquierda revolucionaria ha de luchar contra el patriotismo y el chauvinismo de su propio país, práctica que ha de llegar a dar el salto de la guerra nacional interburguesa e imperialista a la guerra civil contre la propia burguesía nacional. Sabemos que Lenin habla aquí de burguesías que oprimen y explotan a otros pueblos, o que les atacan por razones imperialistas. El autor sigue afirmando que es muy posible encontrarnos con que las mayores democracias existen en el seno de las naciones ricas, las que explotan a las naciones dependientes. Tras referirse a algunos ejemplos puestos por Lenin, desde la democracia esclavista griega hasta Inglaterra y Nueva Zelanda a comienzos del siglo XX, J. Salem recuerda que el olvido interesado de estas realidades de explotación nacional es «una de las condiciones indispensables para el mantenimiento de la dominación de la burguesía en los países dominantes» (p.91).
Poco más tarde, el autor certifica la corrección histórica de las tesis de Lenin sobre la importancia creciente y decisiva de las lucha de liberación nacional, y reproduce palabras suyas de verano de 1921 durante el III Congreso de la Internacional Comunista: «Es muy evidente que en las inminentes batallas decisivas de la revolución mundial, el movimiento de la mayoría de la población terrestre, orientada desde el principio hacia la liberación nacional, se volverá contra el capitalismo y el imperialismo y desempeñará un papel revolucionario tal vez mucho más importante de lo que pensamos» P.96). Es incuestionable que la historia de estos últimos noventa años ha confirmado de forma aplastante la veracidad de esta tesis leninista.
Euskal Herria, nación a la que el joven Engels definía en la década de 1840 como «pueblo sin historia», condenada a la desaparición al ser absorbida por dos grandes Estados viables económicamente, es un ejemplo más del acierto de Lenin. Hemos retrocedido hasta el joven Engels para poder mostrar la enriquecedora evolución del marxismo desde entonces hasta Lenin, y hasta ahora, en lo que toca a la opresión nacional. Engels asumía la concepción mecanicista y determinista abrumadoramente dominante en la cultura europea de la época, reforzada por la visión hegeliana del desenvolvimiento de la Idea según los parámetros de la cultura grecorromana, tal cual se le definía entonces. Semejante paradigma, que Engels superaría con el tiempo, fue reforzado al poco tiempo dentro del movimiento obrero gracias a la fuerza del socialismo lassalleano y de la fuerza del eurocentrismo en otros socialismos asentados en Estados colonialistas e imperialistas. En los Estados español y francés, tal mecanicismo nacionalista e imperialista forma parte del ideario socialdemócrata, stalinista, eurocomunista y de la izquierda supuestamente «internacionalista».
Lenin quedó impresionado por la tenaz resistencia del pueblo chino a la invasión rusa de finales del siglo XIX, y desde entonces la cuestión nacional fue un componente genético de su pensamiento, hasta el final de su vida consciente. No podemos analizar aquí sus avances intelectuales en este problema, pero sí debemos decir que nunca lo entendió como secundario o periférico, sino decisivo para la construcción del socialismo, sobre todo conforme descubría la fuerza reaccionaria del nacionalismo de los Estados dominantes, el peso de la cultura y la necesidad de entrelazar la «revolución cultural» con la superación del nacionalismo opresor. En síntesis, es su visión del imperialismo la que nos aporta criterios básicos para entender por qué la historia demostró el error de Engels y la vitalidad de muchos pueblos oprimidos, capaces de encontrar fuerzas liberadoras allí donde el determinismo mecanicista, con crecientes dosis de racismo, sólo veía derrota y extinción.
Pero la aportación leninista va más allá de esta obvia constatación. Hace muy bien J. Salem cuando nos recuerda aquella decisiva aportación bolchevique hoy olvidada de que si bien la revolución estalla más fácilmente en los países atrasados y oprimidos, sin embargo el socialismo tarda más en construirse en estos países «atrasados», mientras que en los países capitalistas más desarrollados la revolución tiene muchas más dificultades para vencer en el primer momento, aunque luego puede avanzar más rápidamente al socialismo (pp. 99-101). Las débiles burguesías colonizadas y colaboracionistas no han podido desarrollar plenamente la alienación y el fetichismo, mecanismos de integración y desunión, aparatos burocráticos reformistas, medios de control, vigilancia y represión sofisticados, y tampoco tienen las sobreganancias imperialistas que atontan con sus migajas e ideología reaccionaria a las clases explotadas. Al contrario, deben enfrentarse a furiosos estallidos populares o a largas guerras de liberación nacional, lo que les lleva a supeditarse al imperialismo todavía más cumpliendo sus exigencias a cambio de ayuda represiva. Las revoluciones y luchas de liberación pueden estallar así con relativa facilidad, si no son destrozadas por los errores de las izquierdas o por la invasión extranjera, pero, una vez lograda la victoria, se enfrentan a pesados frenos históricos materiales y culturales, físicos y simbólicos, sin apenas recursos y bajos crecientes cercos y agresiones imperialistas, todo lo cual dificulta sobremanera el avance al socialismo. Avance que ha de apoyarse en la conciencia nacional y de clase obrera y popular, campesina y artesana, del pueblo trabajador.
Las burguesías imperialistas sí han desarrollado esos y otros sistemas de alienación y represión, de consenso y coacción, lo que les permite desunir a la clase trabajadora, sobornar a su aristocracia obrera, atar material y psicológicamente a las masas explotadas con lo que Marx muy acertadamente definió como las «cadenas de oro» del consumismo, enfrentar a la pequeña burguesía al pueblo trabajador cortando así la creación de un mayoritario movimiento popular integrador e incluyente, y azuzando a la pequeña burguesía y a los sectores menos conscientes del proletariado a que se movilicen con el fascismo, el militarismo y la contrarrevolución, etc. Las revoluciones se enfrentan a muchas más dificultades en el imperialismo por esto mismo, y son aplastadas a sangre y fuego, mediante el terrorismo más sanguinario, del mismo modo con el que son exterminadas las luchas de liberación, o con más brutalidad incluso. Pero cuando esas revoluciones triunfan tienen más recursos económicos y culturales para avanzar al socialismo.
Euskal Herria aparece aquí como uno de los casos atípicos, raros, porque simultanea la opresión nacional con un capitalismo muy industrializado, la existencia de una gran burguesía de origen vasco totalmente españolizada y afrancesada y que odia incluso su antiguo origen vasco hasta tal grado que castellaniza y afrancesa sus apellidos, con un poderosísimo sentimiento de construcción nacional y de clase arraigado cada vez más en el pueblo trabajador, el choque entre un complejo lingüístico-cultural con sólidas raíces pre indoeuropeas y precristianas y dos grandes lenguas y culturas extranjeras que se han impuesto sólo gracias al interés económico y político de las clases ricas autóctonas y a la superioridad militar de los Estados español y francés, sostén y amo de las anteriores. Estas y otras peculiaridades vascas tienen algunas semejanzas de fondo con Irlanda y otros pueblos oprimidos dentro del capitalismo imperialista, pero tienen también diferencias significativas que no debemos olvidar.
La teoría marxista del desarrollo desigual y combinado explica por qué y cómo el pueblo más antiguo de Europa, pequeño y aplastado por dos grandes Estados es, por eso mismo, uno de los focos más brillantes de la lucha por el socialismo en Europa. Siendo un país capitalista altamente industrializado, con potentes empresas multinacionales, con toda la efectividad alienante de fetichismo social inherente a la mercantilización asalariada, a pesar y de estas y otras características del sistema burgués asentado el pueblo trabajador vasco ha desarrollado una destacada fuerza emancipadora en todos los sentidos. Por tanto, la lucha por el socialismo y la independencia en Euskal Herria se desarrolla bajo la paradoja de, por un lado, disponer de las «ventajas» de la opresión nacional para avanzar con relativa velocidad en su emancipación, mientras que, por el otro lado, sufrir de la «desventaja» del capitalismo altamente industrializado, lo que dificulta relativamente su autoorganización.
De este modo, las fuerzas emancipadoras desatadas por la opresión nacional, además de ser frenadas por la represión, chocan también con las fuerzas alienantes del capitalismo más desarrollado. Sin embargo y a la vez, la paradoja convierte así en contradicción porque, entonces, interviene en el sentido opuesto otra fuerza emancipadora que se fusiona con la independentista, la fuerza de la lucha de clases socialista común a todo capitalismo. La paradoja se tensa al máximo como un resorte por su propia contradicción interna, y el choque entre, por un lado, la liberación nacional y de clase, más la antipatriarcal, y por el lado irreconciliable, la explotación nacional, de clase y patriarcal, este antagonismo remueve hasta las raíces más profundas de la larga historia del pueblo más antiguo de Europa que a la vez, por esta misma lucha revolucionaria, pasa a ser uno de los más avanzados en la liberación radical. Todos los componentes de la existencia social son así afectados por las ciclópeas fuerzas materiales y morales desencadenadas por la compresión del tiempo histórico que se concentra en el presente. Una lengua formada cuando no existía ni el hierro ni el dinero, ni la propiedad privada ni la opresión patriarcal, cada vez más perseguida por la moderna civilización patriarco-burguesa, salta a ser instrumento vivo y vigoroso de creación de libertad, de arte y ciencia, de socialismo, un salto que quiere llegar del comunismo primitivo al comunismo que nacerá en el siglo XXI.
Semejante síntesis entre contradicción y paradoja determina toda la lucha de liberación del Pueblo Vasco. Solamente la majestuosa capacidad de análisis concreto de la realidad concreta desarrollada por Lenin, sólo este método marxista puede resolver el denominado «misterio vasco» que pulveriza todos los dogmatismos. De hecho, esta paradoja explicable por la ley de desarrollo desigual y combinado aplicada a Euskal Herria tiene una profunda identidad con la situación de cerco imperialista que sufrió la revolución bolchevique tras las derrotas de las oleadas revolucionarias europeas, y con la alternativa ideada por Lenin, tal como expone Salem (pp. 100-101) de resistir avanzando en la medida de lo posible hasta que otra oleada revolucionaria fuera en auxilio de la URSS. A finales de la década de 1970 la oleada prerrevolucionaria que había barrido al franquismo fue detenida y vencida gracias a la claudicación de las principales izquierdas, progresistas y democrático-burguesas estatales.
La parte del Pueblo Vasco bajo dominación española quedó aislada, cercada por la furiosa recuperación del nacionalismo español que llegaría a grados involucionistas tremendos a raíz del tejerazo de febrero de 1981. Salvando todas las diferencias, existe empero algo más que una similitud de coyunturas entre la URSS de entonces y la Euskal Herria de finales de 1970. Este punto es tan importante que luego lo analizaremos con más detalle.
2º/ «UNA REVOLUCIÓN POLÍTICA ES TAMBIÉN Y SOBRE TODO UNA REVOLUCIÓN «SOCIAL», UN CAMBIO EN LA SITUACIÓN DE LAS CLASES EN LAS QUE SE DIVIDE LA SOCIEDAD».
Esta es la segunda tesis de J. Salem y nosotros también la citamos en segundo lugar porque afirma algo que es decisivo para la correcta comprensión de la larga lucha de liberación vasca. Salem nos recuerda que Lenin insistía en que la revolución puede prolongarse durante meses e incluso durante años, y que no debe ser entendida como «un acto único» (p.52). Más aún, esta tesis leninista es vital para todos los procesos de liberación nacional como iremos viendo. Siempre citando a Lenin, el autor sigue recordándonos que la revolución es la demolición por la fuerza de una superestructura política caduca, en la que el proletariado toma el papel dirigente de las masas, el primer lugar. Sin embargo, ocurre que si bien las condiciones objetivas para el triunfo revolucionario pueden estar dadas, pueden existir y existen de hecho, cuando las contradicciones han llegado a un punto crítico de no retorno, pese a esto y por razones represivas y de capacidad de integración capitalista, también ocurre con frecuencia que en estos momentos no existen o están poco desarrolladas las condiciones subjetivas suficientes para dar el salto revolucionario victorioso, para realizar ese «acto único» de demolición violenta del poder burgués e instauración de otro poder diferente, el proletario (pp.57-58).
Las naciones oprimidas tienen que valorar con suma precisión esta dialéctica entre las condiciones objetivas y las subjetivas, con tanto o más cuidado que el que tienen que aplicar las fuerzas revolucionarias en un pueblo que no sufre opresión nacional y que solamente se enfrenta a su clase explotadora propia, en una primera instancia. Las naciones oprimidas carecen de un Estado propio y, por consiguiente, de un poder defensivo con recursos a largo plazo, a no ser que los creen en las duras condiciones de clandestinidad. Aún así, disponiendo de esos recursos defensivos, han de calibrar con precisión quirúrgica el grado de ventaja militar del Estado ocupante para evitar que éste destroce al pueblo oprimido de un simple zarpazo, como ha ocurrido tantas veces por aventurerismo irreflexivo y voluntarista.
Reducir la revolución a un «acto único» olvidando que puede durar años y que sufre altibajos y retrocesos, este error es más dañino para un pueblo que no sufre opresión nacional que para el que sí la sufre. Volvemos a encontrarnos aquí con el papel crucial del Estado en uno y en otro caso. Aunque sea un Estado burgués, el pueblo que no sufre opresión nacional tiene más recursos de autoorganización que el que debe luchar contra el Estado ocupante y contra la burguesía colaboracionista autóctona. Al igual que un esclavista blanco no comprende la realidad del esclavo negro, y que un machista no entiende la realidad de la mujer aplastada, y el peso decisivo de las estructuras de poder esclavista y patriarcal que multiplican las miserias de las mujeres y masas esclavizadas, y al igual que un patrón no entiende la conciencia de clase de sus trabajadores, tampoco la cultura política de un pueblo que desconoce lo que es la opresión nacional por la sencilla razón de que no la sufre, no puede imaginar las tremendas dificultades que deben superar en su emancipación las naciones oprimidas.
Para éstas es suicida jugarse su futuro a una sola baza, como en una ruleta, depositando todas sus esperanzas en «un único acto» insurreccional. Las condiciones en las que Lenin tuvo que dirigir la toma del Palacio de Invierno no son las mismas que las que sufrían los pueblos chino, vietnamita, cubano y tantos otros. Y aunque Lenin teorizó brillantemente en qué consistía el arte de la insurrección, su método teórico-político y organizativo también sirve para los pueblos que han de desarrollar largos procesos de liberación en los que las movilizaciones pacíficas y no violentas, las huelgas legales y otras formas de movilización de masas pueden interactuar con otras formas de lucha, siendo incluso más numerosas que las violentas. Las naciones oprimidas tienden, por su misma situación estructural, a desarrollar dinámicas más o menos prolongadas según los contextos y coyunturas, en las que la interacción de los métodos puede llegar a eficaces niveles de sofisticación. Y el recurso último a la victoria mediante un acuerdo pacífico que abra nuevas perspectivas, o mediante una victoria militar efecto de una larga campaña en la que también ha habido negociaciones con el invasor, o mediante una insurrección de masas, estas variables, con sus mezclas respectivas, suelen ser decididas según sean los altibajos del conflicto. Solamente en los casos de una ayuda externa decisiva que aplaste al ejército ocupante, o que debilite a su Estado al abrir otros frentes, o el derrumbe del Estado por su misma crisis interna, solamente así puede una lucha de liberación nacional jugarse su futuro a una única baza.
3º/ «LA REVOLUCIÓN ES UNA GUERRA, Y LA POLÍTICA ES, DE MANERA GENERAL, COMPARABLE AL ARTE MILITAR».
Esta es la primera tesis presentada por J. Salem pero nosotros la presentamos en el tercer lugar porque necesitábamos analizar primero las dos anteriores para ubicar el debate en el contexto vasco. Aquí J. Salem certifica no sólo algo que es sabido por la experiencia marxista, sino por toda la experiencia política desde que existe la explotación de la mayoría por la minoría. Aunque los lenguajes y el uso de conceptos político-militares varíen de un autor a otro, y de una época a otra dependiendo de los sistemas conceptuales dominantes en los modos de producción dados y en sus respectivas formaciones socioeconómicas, siendo esto así, también es cierto que desde la aparición de la violencia opresora existe una estrecha conexión más o menos visible entre propiedad privada, política y violencia, conexión que tiene en el Estado su punto centralizador como se aprecia leyendo a Herodoto, Sun Tzu, Tucídides, Jenofonte, etc. Maquiavelo no inventó nada nuevo en este sentido. Otro tanto sucede, obligatoriamente, con el lenguaje machista, sexista y patriarcal, violento en extremo, genéticamente asentado en todas las sociedades basadas en la explotación de la mujer por el hombre.
Algunas corrientes del pacifismo más obtuso y cegato plantean la «desmilitarización» de la cultura, como si tal cosa fuese posible en una sociedad en la que la misma cultura depende de las ganancias extraídas por la clase propietaria de las fuerzas productivas tanto a las masas trabajadoras mediante su explotación como a las naciones y pueblos que oprime violentamente para saquearles hasta el aliento, o a los que amenaza con la invasión aniquiladora si no aceptan las condiciones del atacante. Ya que hemos citado a Maquiavelo, recordemos cómo dijo que los suizos eran libres porque tenían armas. La proverbial y admirada «cultura pacífica» suiza se basa en sus armas y en el egoísmo de lo más corrupto y podrido de las burguesías mundiales, de los dictadores terroristas, de los reyezuelos sanguinarios y de los presidentes déspotas, que guardan su oro ensangrentado e ilegal en la banca suiza, país denominado como la «puta de Europa» en la jerga económico-diplomática.
No vamos a perder más tiempo con una ideología, la pacifista –no hay que confundir pacifismo con métodos pacíficos de lucha por la justicia–, que sólo ha cosechado fracasos en toda su historia. Sí queremos recordar lo que explica J. Salem sobre cómo el componente militar de la política razona la necesidad de los «retrocesos tácticos» realizados por Lenin y por los bolcheviques en los momentos críticos de la revolución, recurriendo a dos ejemplos contundentes como fueron el Tratado de Paz de Brest Litosvk de marzo de 1918 y la Nueva Política Económica, o NEP, de finales de 1922 (pp. 48-52). En ambos casos, Lenin usó magistralmente el lenguaje militar para convencer a los bolcheviques de la necesidad de hacer «concesiones al enemigo» para «obtener tiempo de recuperación», etc. Ahora tenemos que recordar lo visto arriba (pp. 100-101) sobre el reacción de Lenin al cerco imperialista tras la derrota de la oleada revolucionaria internacional. La URSS aparecía como un reducto cercado por el enemigo, rodeado por el atacante y sin posibilidad alguna de recibir refuerzos del exterior, sin ser salvado por la derrota exterior del enemigo. En los tres casos, la dialéctica entre guerra y política, entre política y guerra, demostró su fecundidad práctica.
Aplicando el método de Lenin a Euskal Herria, vemos en la situación vasca de finales de los ’70 y comienzos de los ’80 una identidad sustantiva que se presenta en formas diferentes por razones fáciles de entender. Los bolcheviques tuvieron que readecuar su táctica en 1918 para no ser barridos por los alemanes y en 1922 para obtener un tiempo de recuperación productiva tras los ingentes destrozos causados por ocho años de guerras y desastres naturales, de sabotajes y de enfermedades. Sectores bolcheviques y de otras fuerzas revolucionarias criticaron muy duramente aquellas decisiones acusándolas de derrotismo, giro a la derecha, mano tendida al reformismo, etc. Luego, cuando la derrota revolucionaria internacional dejó cercada a la URSS, la decisión de Lenin de 1923 de seguir avanzando en la medida de sus fuerzas sin caer en el pesimismo defensivo a ultranza, de resistencia numantina, sino movilizando todos los recursos creativos y de construcción de que eran capaces los agotados pueblos trabajadores que componían la URSS, esta decisión tampoco fue entendida por otros sectores.
Las dos primeras decisiones fueron cambios tácticos dentro de una línea estratégica destinada a conquistas unos objetivos irrenunciables, pero aparentaban ser cesiones reformistas al enemigo. La reafirmación de 1923 de seguir para adelante construyendo primero las bases de la cultura y de las fuerzas productivas para, más adelante y al calor de victorias revolucionarias internacionales, avanzar al socialismo, esta decisión tomada en medio del cerco asfixiante imperialista, muestra la fidelidad a ultranza a los objetivos históricos. En Euskal Herria, la izquierda independentista demostró la misma fidelidad a ultranza a los objetivos estratégicos al adaptar sus esquemas anteriores a la victoria burguesa española en 1978, lograda tras la claudicación del grueso de las izquierdas estatales. También hubo sectores del independentismo vasco y de ultraizquierdistas estatales que denunciaron como reformismo este cambio táctico. Más tarde, conforme en los ’80 se desinflaban los restos de la izquierda revolucionaria estatal, y la represión aumentaba de manera imparable a comienzos de los ’90, la izquierda vasca se reafirmó en sus objetivos pasando de la simple resistencia a la estrategia de construcción nacional en medio del creciente cerco de exterminio represivo desencadenado por el Estado español.
No serían las únicas veces en las que se mostraría la identidad de fondo entre la sorprendente capacidad de respuesta del bolchevismo y la de la izquierda independentista y socialista vasca. Volveremos a encontrarnos con ella más adelante, cuando estudiemos el presente, en el que se empiezan a recoger los frutos de más de un tercio de siglo de fidelidad histórica a los objetivos irrenunciables, y de coherencia estratégica por dentro y por debajo de los cambios tácticos. Pero antes de llegar al presente debemos seguir estudiando a Lenin en el libro de J. Salem.
4º/ «UNA REVOLUCIÓN ESTÁ HECHA DE UNA «SERIE» DE BATALLAS; CORRESPONDE AL PARTIDO DE VANGUARDIA FACILITAR EN CADA ETAPA UNA CONSIGNA ADAPTADA A LA SITUACIÓN OBJETIVA; A ÉL INCUMBE RECONOCER EL «MOMENTO OPORTUNO» DE LA INSURRECCIÓN».
Esta es la tercera tesis de J. Salem pero nosotros la ponemos en cuarto lugar. Las revoluciones son procesos largos e inciertos que no tienen el futuro asegurado sino que el resultado depende de la misma lucha, de las sucesivas «batallas» que determinan los ritmos y las variantes en su devenir. No son «un acto único» porque su evolución depende de una compleja interacción de fuerzas y factores de diversa índole que Lenin supo sintetizar con la siguiente definición que cita Salem (p. 58) extraída del texto: «El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo», de primavera de 1920: «Para la revolución no basta que las masas explotadas y oprimidas tengan conciencia de la imposibilidad de seguir viviendo como viven y exijan cambios; para la revolución, es necesario que los explotadores no puedan seguir viviendo y gobernando como viven y gobiernan. Sólo cuando «los de abajo» no quieren y «los de arriba» no pueden seguir viviendo a la antigua, sólo entonces puede triunfar la revolución».
Como se aprecia, la dialéctica entre las condiciones objetivas y las subjetivas integra tanto el nivel de conciencia de las masas explotadas como el nivel de crisis y agotamiento de las clases explotadoras. Durante el largo proceso revolucionario las relaciones de fuerza cambian lentamente, a veces sin que pueda apreciarse a simple vista el débil movimiento interno ya que la superficie cotidiana aparenta ser estática. El «partido de vanguardia» debe saber captar esos pequeños ruidos subterráneos, inaudibles para la mayoría, y descubrir qué crisis y contradicciones estructurales los causan. Descubrir su origen y su tendencia evolutiva, y elaborar la acción necesaria para acelerar su avance, o variarlo en la dirección justa, son tareas vitales para el «partido de vanguardia» porque si no las realiza él nadie las hará, mientras que el Estado sí tiene aparatos especializados en la tarea opuesta, la contrarrevolucionaria, con recursos materiales y con dedicación permanente. La inactividad de la revolución en esta tarea supone la derrota.
Pero toda praxis revolucionaria tiene siempre un componente de incertidumbre ya que el azar y la reacción burguesa, así como las debilidades internas de las masas explotadas, interactúan de diversos modos. Por esto mismo, no se puede predecir con exactitud el cómo y el cuándo estallará el acto crucial del proceso revolucionario: la toma del poder. Según Lenin, la «revolución popular» (p. 59) no tiene una fecha fijada con precisión. Este criterio es decisivo para entender por qué el «partido de vanguardia» no debe permanecer a la espera sino que debe aprovechar todas las oportunidades serias, asentadas en el estudio del movimiento de las contradicciones, para intervenir sobre ellas con iniciativa y audacia. En los momentos críticos que siempre surgen en cada proceso revolucionario, el «partido de vanguardia» ha de saber crear ocasiones nueva, o al menos saber aprovechar las existentes. Durante estas crisis, la espera es la muerte (p.61).
Las naciones oprimidas tienen en estas tesis leninistas un poderoso instrumento teórico y práctico. Las fuerzas independentistas deben saber ofertas alternativas integradoras, incluyentes y no excluyentes, al resto de fuerzas soberanistas y autonomistas que por miedo, egoísmo o alienación no pueden o no quieren todavía avanzar más. Las crisis internas al Estado ocupante y a la burguesía autóctona colaboracionista pueden y deben ser utilizadas por el «partido de vanguardia» para tomar o recuperar la iniciativa estratégica, para abrir nuevas vías de avance desbloqueando y superando los obstáculos represivos creados por el Estado. De hecho, esto es lo que ha venido realizando el independentismo socialista vasco desde su nacimiento. Aprovechando los momentos de crisis, debatiendo sus características y tendencias, con mayores o menores fricciones y corrientes internas que también han derivado en escisiones que se han salido de la izquierda independentista, esta fuerza política ha realizado periódicos saltos en su creatividad e iniciativa. No podemos extendernos ahora en la historia interna de la izquierda independentista vasca, en sus sucesivas escisiones, rupturas y reagrupamientos, historia idéntica en el fondo a la bolchevique, también llena de conflictos del mismo cariz, pero sí es necesario recordar que al igual que éstos, los revolucionarios vascos también mantuvieron firmes sus objetivos.
J. Salem vuelve aquí a recordarnos lo visto en la tesis anterior sobre la necesidad de no caer en la pasividad derrotista del cercado, del rodeado por fuerzas enemigas superiores. Citando palabras de Lenin dichas en 1918, el proceso revolucionario no debe nunca limitarse a «resistir en una fortaleza asediada» (p.62) sino que debe romper el cerco, tomar la iniciativa y avanzar en la ampliación de fuerzas emancipadoras. ¿Cómo hacerlo? La respuesta es sencilla: aumentar las batallas por las reivindicaciones sociales, económicas y políticas «democráticas en todos los ámbitos» pero sabiendo que tarde o temprano llegarán a plantearán la cuestión central siempre presente en Lenin, la del poder, y más concretamente la de la expropiación de los expropiadores (p. 63). Nos encontramos, por tanto, frente a un debate decisivo para los pueblos dominados, el de la dialéctica entre reforma y revolución ya que, en última instancia, la opresión nacional consiste en reducir al pueblo ocupado a mera fuerza productiva esclavizada por el ocupante, que la explota en su beneficio. La independencia socialista es, así, la expropiación de los expropiadores imperialistas que se habían apropiado mediante la violencia bélica o económica, o ambas a la vez, de la nación ocupada.
5º/ «LOS SOCIALISTAS NO DEBEN RENUNCIAR A LA LUCHA A FAVOR DE LAS REFORMAS».
Nosotros hemos citado esta tesis en quinto lugar coincidiendo con el orden expositivo de J. Salem, quien nos recuerda en (p. 83) una argumentación de Lenin de 1916 a favor de la lucha por las reformas, explicándolo así: «Los socialistas no pueden renunciar a la lucha por las reformas; entre otras cosas, también deben «votar en los parlamentos por cualquier mejora, aunque sea mínima, de la situación de las masas; por ejemplo, por el aumento de la ayuda a los habitantes de las regiones devastadas, por la disminución de la opresión nacional, etc.»». Salem podría presentar otras muchas citas de Lenin sobre la necesidad de la lucha socialista por las reformas pero nos vale con esta. La lucha por las reformas desde y para un objetivo revolucionario abarca a la totalidad entera del proyecto emancipador, muy especialmente al sostenido por los sectores más explotados, como las mujeres, tercera edad e infancia, sectores empobrecidos y marginados, emigrantes, y a la clase trabajadora y a su sindicalismo sociopolítico.
Para una nación oprimida que pueda y quiera realizar una lucha parlamentaria e institucional, este argumento leninista explica el valor pedagógico y movilizador de la lucha en los limitados marcos. Cada proceso liberador ha de decidir qué marcos impuestos por el Estado ocupante acepta o rechaza para luchar en ellos. Sin entrar ahora al debate inconcluso sobre las diversas posturas internas al bolchevismo acerca de la lucha parlamentaria bajo la dictadura o dictablanda zarista, sobre su efectividad última, y sobre las críticas que recibía la tesis de Lenin al respecto, lo que sí es cierto que una nación oprimida ha de decidir libremente si utiliza o no, y cómo los utiliza, los escasos o amplios espacios institucionales tolerados por el Estado opresor. Además de los ámbitos de lucha por las reformas arriba enunciados y que afectan a los sectores, franjas, capas y clases explotadas, en un pueblo oprimido la lucha por las reformas también es necesaria para recuperar su complejo lingüístico-cultural, su historia, su identidad y referentes imaginarios.
En Euskal Herria, la lucha en instituciones y parlamentos ha sido positiva, tanto que, al principio, las fuerzas reformistas vascas y las españolistas se aliaron para expulsar a la izquierda de los «parlamentos vecinales», de los Ayuntamientos, que son los sitios más cercanos e inmediatos, vivenciales incluso, en los que el pueblo trabajador puede seguir en tiempo real, de muy cerca, y vigilar asiduamente qué hace y qué no hace cada fuerza política. Los «demócratas» se aliaron para realizar verdaderos pactos «contra natura» con tal de obtener mayorías en los ayuntamientos gobernados por la izquierda independentista, y una vez obtenida esa mayoría expulsaban al alcalde abertzale entregando el poder municipal a otra fuerza política no independentista. Del mismo modo, en las diputaciones o «parlamentos provinciales» estas alianzas buscaban impedir la acción del independentismo en los territorios. Con respecto al parlamento español, el Estado recurrió simplemente al terrorismo intentando asesinar a los electos vascos elegidos democráticamente, y matando a uno de ellos en 1989. Viendo el fracaso de estas represiones, el nacionalismo español decidió imponer la Ley de Partidos en 2002 para, entre otras medidas, impedir definitivamente la lucha municipal, institucional y parlamentaria de la izquierda independentista vasca. Recordemos, por ejemplo, que cuando esta izquierda era la segunda fuerza en las elecciones municipales en todo el Pueblo Vasco bajo dominación española.
La práctica de la izquierda independentista vasca en los espacios citados coincide plenamente con la cita de Lenin, porque busca potenciar todo lo relacionado con los derechos nacionales negados, con la identidad vasca perseguida directa o indirectamente, con el desarrollo y enriquecimiento de la unidad entre la lucha de clases por el socialismo y la independencia vasca, y así un largo etcétera en el que hay que incluir a la práctica del movimientos populares y sociales, de toda serie de organismos y colectivos de base autoorganizados, del sindicalismo sociopolítico, y de la interacción entre el movimiento obrero y de masas con la intervención en los parlamentos, diputaciones y ayuntamientos. Frente a esta dinámica popular en ascenso, el nacionalismo español sólo tenía el recurso represivo, el endurecimiento y la ampliación de las prohibiciones de todo tipo, como lo está haciendo.
Además, J. Salem nos recuerda el otro componente de la dialéctica entre reforma y revolución que plantea Lenin: la lucha por las reformas sólo tienen sentido y eficacia acumulativa si van dentro de la lucha por la revolución, si cada conquista en una reforma que beneficia a las clases explotadas ayuda por ello mismo a aumentar su conciencia revolucionaria, su capacidad organizativa, su pensamiento teórico y político; las reformas deben ser parte de una dinámica ascendente en la confluencia revolucionaria, en la extensión y raigambre de las fuerzas emancipadoras que, mediante las reformas conquistadas, van arrinconando y debilitando al poder explotador y aumentando la fuerza del pueblo, ya que, según Lenin, los revolucionarios no deben olvidar jamás que: «a veces es el propio enemigo el que cede una determinada posición con el fin de dividir a los atacantes para batirlos mejor. No olvidarán jamás que, sólo si se tiene siempre presente «el objetivo final», sólo si cada paso del «movimiento» y cada reforma parcial son valorados aisladamente, desde el punto de vista general de la lucha revolucionaria, se podrá librar el movimiento de pasos en falso y errores ignominiosos» (pp. 82-84).
La importancia de la lucha por las conquistas democráticas, por las reformas que mejoran las condiciones de vida y de trabajo, que reducen la opresión nacional, etc., esta lucha es tanto más necesaria en aquellos pueblos oprimidos que tienen un alto componente de emigración asentada durante años. Es estos casos, la identidad nacional oprimida ha de avanzar con victorias concretas, materiales y tangibles, reformas positivas que demuestran en la práctica a esas masas emigrantes que solamente el avance en los derechos nacionales puede ayudarles a mejorar su vida y que, por el contrario, la opresión nacional las empeora por cuanto son parte del pueblo oprimido, aunque de distinto origen. La experiencia extraída de la lucha municipal, institucional y parlamentaria confirma esta tesis. Pues bien, la razón última que explica por qué se ha ilegalizado y prohibido la lucha de la izquierda vasca por las reformas mediante las instituciones toleradas por el Estado español no es otra que la expresada por Lenin, que esa lucha por las reformas estaba siempre inserta en la lucha general por la independencia y el socialismo en Euskal Herria.
6º/ «LOS GRANDES PROBLEMAS DE LA VIDA DE LOS PUEBLOS SE RESUELVEN SOLAMENTE POR LA FUERZA».
Nosotros hemos concluido con la tesis cuarta de J. Salem porque pensamos que resume el punto crítico siempre planteado por Lenin: ¿quién tiene el poder, y cómo y para qué lo emplea? Para los pueblos oprimidos estas interrogantes son más importantes aún que para las clases explotadas no oprimidas nacionalmente, con serlo y mucho para estas últimas. Excepto en los muy contados casos en los que el invasor extermina hasta a la clase autóctona dominante, despreocupándose en utilizarla como peón colaboracionista, excepto en estos casos tan raros en la historia, los pueblos trabajadores nacionalmente oprimidos han de tomar conciencia de que el poder al que se enfrentan es doblemente peligroso: tiene la fuerza del Estado extranjero y tiene la legitimidad de la burguesía autóctona colaboracionista. Volvemos así a uno de los componentes de la paradoja y contradicción que recorre toda la historia vasca arriba expuesta.
Por tanto, la teoría del poder, del Estado y de la violencia, la teoría marxista, adquiere toda su importancia en las luchas de liberación nacional. Salem nos recuerda al Lenin del «Estado y la revolución» cuando dice que: «el proletariado necesita el poder de Estado, una organización centralizada de la fuerza, una organización de la violencia, tanto para reprimir la resistencia de los explotadores como para dirigir a la gran masa de la población –campesinado, pequeña burguesía, semiproletariado– en la puesta en marcha de la economía socialista» (pp. 66-67). Como vemos, Lenin incluye en un párrafo varios problemas decisivos: la democracia socialista enfrentada a la democracia burguesa, o lo que es lo mismo, la dictadura de la mayoría proletaria sobre la minoría burguesa; el Estado como centralizador de la violencia; la alianza del pueblo trabajador bajo la dirección proletaria con el semiprolatariado, el campesinado y la pequeña burguesía; y la construcción del socialismo.
Hemos dicho arriba, varias veces, que Euskal Herria se encuentra en una situación idéntica en el fondo a la que se encontraba la URSS tras la derrota de la oleada revolucionaria europea y asfixiada por el cerco imperialista. Cualquier veleidad insurreccionalista de asalto al poder del Estado, que además está a 500 Km. de Euskal Herría resultaría suicida. Recordemos cómo la II República española ahogó en sangre a la Asturies insurrecta y soviética en 1934, con las tropas árabes mandadas por el genocida Franco, que además de asesinar en masa violaron a centenares de mujeres y niñas, con la bendición de la Iglesia católica. Recordemos cómo las masas campesinas y artesanas vascas resistieron en las llamadas «guerras carlistas» del siglo XIX al ejército invasor español sólo hasta que éste pudo movilizar toda su fuerza tras superar las crisis internas del Estado español. Recordemos cómo las huelgas generales y las insurrecciones obreras vascas entre 1890 y 1922 fueron aplastadas por las fuerzas represivas españolas. Recordemos cómo la II República abandonó a su suerte, sin apenas enviarle armas, al Gobierno Vasco que resistía a la desesperada en Bizkaia entre octubre de 1936 y verano de 1937. Recordemos cómo los sucesivos estados de excepción impuestos por el franquismo contra el Pueblo Vasco concentraron ingentes fuerzas represivas en nuestra nación. Ahora mismo, padecemos la cifra más alta de la UE de fuerzas represivas por número de habitantes.
Pero esta realidad no es argumento contra la teoría marxista de la violencia, y menos aún contra la experiencia histórica que muestra que ningún pueblo ha conquistado su libertad plena por métodos pacíficos. Algunos sí han conquistado su libertad burguesa, su independencia política formal, por métodos pacíficos o escasamente violentos, gracias sobre todo a una confluencia fugaz de factores externos e internos que han debilitado al Estado ocupante, obligándole a liberar a su presa. El caso de la implosión de la URSS es el más reciente, pero las naciones que se han «liberado» de la «dictadura rusa» han caído en otra dictadura peor, han sufrido drásticos retrocesos en sus condiciones sociales y están sometidos a la dominación invisible o muy visible del imperialismo. Otros ejemplos los tenemos en las descolonizaciones pactadas u ofrecidas por potencias imperialistas decadentes, que otorgaban la independencia política formal a las clases ricas corruptas, incluido asiento en la ONU, pero controlada económica e internacionalmente por la metrópoli. La independencia verdadera, es decir, que el pueblo trabajador sea propietario de sí mismo, que no sea explotado económicamente por las potencias imperialistas aunque aparente gozar de la «soberanía política» formal, esta independencia plena sólo es posible con el socialismo.
Ahora bien, para una nación aplastada es mejor gozar al menos de la independencia política formal, que no disponer ni siquiera de ella. Hay multitud de medidas progresistas imprescindibles, necesarias y urgentes, que pueden tomarse con un Estado propio por muy débil que sea, el problema es el de la decisión política y social de avanzar o no a la independencia verdadera a partir de los logros ya alcanzados. De la misma forma en que la lucha revolucionaria por las reformas logra que éstas sean peldaños y avances en la emancipación, del mismo modo, la lucha independentista y socialista logra que la «primera independencia», la burguesa y formal, sea un trampolín para la segunda independencia, la socialista. Fueron los pueblos de las Américas los que acuñaron hace unos años ambos términos, el de «primera» y «segunda» independencias para resumir el largo proceso de 500 años de lucha contra los invasores europeos, proceso que logró la «primera» independencia en algunos pueblos justo a comienzos del siglo XIX con la expulsión de los ocupantes españoles tras 300 años de opresión, y es ahora –Cuba empezó antes– cuando se fortalece la oleada independentista y socialista actual, desde comienzos del siglo XXI. Durante estos siglos, los pueblos de las Américas han recurrido a la interacción de todas las formas de lucha política para avanzar a la «primera» independencia, y de ésta a la «segunda» y definitiva, la socialista.
Euskal Herria no tiene suficientes recursos militares para declarar ni siquiera su «primera» independencia porque sería masacrada sin piedad por la católica España, pero, por otra parte, va acumulando fuerzas independentistas, soberanistas y democráticas para avanzar en su construcción nacional dentro de las cada vez más restringidas libertades supervivientes. ¿Qué hacer entonces con la experiencia histórica arriba descrita en la tesis 6º? Antes que nada hay que volver a Lenin precisamente en su teoría de la violencia. Sabemos que, al igual que Marx y Engels en determinados períodos, Lenin también pensó muy seriamente, y lo teorizó, que era posible el avance pacífico a la revolución socialista si tanto el «partido de vanguardia», como el resto de fuerzas progresistas y las clases explotadas, actuaban con rapidez y contundencia mientras se mantenían determinadas condiciones coyunturales de debilidad y desconcierto de la burguesía rusa zarista. Si se aprovechaba rápida y contundentemente la profunda crisis capitalista, decía Lenin, no se necesitará de la violencia insurreccional y la revolución podrá triunfar por métodos pacíficos. Pero aquellas fugaces y excepcionales condiciones se esfumaron rápidamente, como sospechaba Lenin, porque la burguesía reaccionó y la revolución dudó. La violencia revolucionaria se hizo así imprescindible para acabar con la barbarie zarista e imperialista. Otras revoluciones y luchas de liberación nacional han vivido situaciones idénticas, y en cierta forma, por ejemplo, ahora mismo se está produciendo en Venezuela y Bolivia algo parecido a lo pensado por Marx, Engels y Lenin en las raras, excepcionales y fugaces condiciones que analizaron con extremo cuidado.
Quiere esto decir que, en primer lugar, el marxismo no niega la posibilidad del tránsito pacífico al socialismo en países aislados, pero sí afirma de inmediato y lo demuestra teóricamente, que esta posibilidad es cada vez más remota, que depende de una extraordinaria y dificilísima conjunción de factores objetivos y subjetivos, y que las burguesías en aislado y el imperialismo en su conjunto toman cada día más medidas para exterminar de raíz toda remota posibilidad en este sentido. En segundo lugar, el marxismo sostiene que, por tanto, hay que estar preparado para la violencia revolucionaria porque, por lo visto históricamente y demostrado teóricamente, la posibilidad abrumadoramente mayoritaria de la violencia criminal burguesa se ha convertido en probabilidad casi absoluta de que las burguesías concretas resistan a la desesperada al avance popular en sus respectivos Estados, y en certeza absoluta, en total certidumbre teórica, de que el imperialismo como unidad mundial del poder burgués, decidirá morir matando, decidirá –ya lo ha decidido– saltar al abismo del exterminio humano total mediante armagedones fanáticos, antes que devolver las fuerzas productivas a la humanidad trabajadora, prefiriendo el holocausto al comunismo.
En tercer lugar, que, por tanto, esa preparación para la violencia revolucionaria ha de tener en cuenta siempre las situaciones particulares, concretas y generales a nivel nacional, estatal y mundial, así como los cambios y mejoras permanentes que los Estados burgueses hacen en su violencia fundante, opresora e injusta. El «partido de vanguardia» ha de valorar en todo momento estas situaciones para responder a las nuevas necesidades con los cambios tácticos y estratégicos convenientes buscando acelerar el avance a los objetivos irrenunciables. Es precisamente a esto a lo que se refieren las citas que J. Salem hace de Lenin, cuando éste, insistiendo en la corrección de la tesis marxista de que «la violencia es la partera de toda vieja sociedad que lleva en su seno otra nueva», también insiste en la necesidad de variar las formas y tácticas de la violencia revolucionaria respondiendo a los cambios previos realizados por la burguesía en su violencia reaccionaria (pp. 80-81).
Y en cuarto lugar, la necesidad de variar las tácticas y las estrategias de la violencia revolucionaria, y de estudiar siempre la mejor interacción de todas las formas de lucha política, abandonando unas en una coyuntura o contexto determinado para volcar toda la presión de masas en otras, en las más eficaces en cada período, esta capacidad busca siempre acelerar la victoria, acortar en lo máximo posible la necesidad del uso de la violencia ampliando en lo posible el uso de luchas no violentas. Se trata de la interacción entre la norma ética del mal menor necesario y del principio político de la mayor aglutinación posible de fuerzas emancipadoras. Es decir, de calibrar en cada fase de lucha qué método es más efectivo en la acumulación y ampliación de fuerzas liberadoras, para desechar los que se han podido convertir en un freno relativo e impulsar los que aceleran la lucha revolucionaria en la nueva fase.
Llegados a este punto tenemos que volver a lo dicho por Lenin sobre la alianza entre el pueblo trabajador y el campesinado, el semiproletariado y la pequeña burguesía, alianza dirigida y liderada por el proletariado. Tenemos que hacerlo porque existe una conexión directa entre la teoría de la violencia y la teoría de la acumulación de fuerzas emancipadoras. Ninguna forma de lucha es válida cuando es rechazada por el pueblo, cuando debilita políticamente, cuando divide a las clases explotadas. La efectividad de las forma de lucha debe ser minuciosamente estudiada porque, entre otras razones, es mucha la compleja variedad de las fracciones de clase, capas y estratos internos al pueblo trabajador, complejidad que aumenta a fortalecerse la alianza entre el pueblo y los sectores citados, el semiproletariado, el campesinado y la pequeña burguesía. La efectividad de las formas de lucha debe ser estudiada en su impacto tanto sobre el conjunto de esta alianza como sobre cada uno de sus componentes internos. Cuanto más compleja es la estructura social y clasista, y cuanto más amplia y variada es la alianza que impulsa el pueblo trabajador, más exquisito y sofisticado debe ser el método de valoración de la efectividad política de las formas de lucha.
Hay que partir del hecho de que la alianza no es sólo política, también es y debe ser de proyecto social y económico, y de debate lingüístico-cultural, fundamentalmente en las naciones oprimidas. O sea, es y debe ser un proyecto de construcción nacional desde criterios progresistas y democráticos, en el que se integren diversos componentes bajo la hegemonía socialista e independentista del pueblo trabajador. En sociedades capitalistas industrializadas la estructura clasista está muy sectorializada porque la burguesía necesita, por un lado, dividir y fragmentar a las clases asalariadas para explotarlas mejor, impedir su unidad e independencia política de clase, y alienarlas; y por otro lado, también necesita esa fragmentación por razones productivas y económicas. Ambos motivos forman una unidad irrompible político-económica, social, cultural e ideológica. En las naciones oprimidas dentro del capitalismo altamente industrializado, el Estado ocupante interviene en todo momento para aumentar la división y la desunión mediante, entre otros métodos, también el de azuzar su nacionalismo imperialista, buscando enfrentar a la población de origen emigrante con la población autóctona. Estos y otros factores deben ser tenidos en cuenta en la valoración de la efectividad de los métodos de acción política.
La izquierda independentista vasca lleva años impulsando el acercamiento y la concordancia de fuerzas democráticas, progresistas, soberanistas e independentistas no sólo para resistir a la opresión nacional y a la explotación de clase, y a otras formas de dominación, sino, sobre todo, para avanzar en la construcción de una fuerza sociopolítica de masas que arrincone al Estado y a la burguesía colaboracionista, obligándoles a llegar a acuerdos democráticos básicos. En las condiciones vascas de aislamiento y cerco descritas, la construcción de este bloque democrático y soberanista va hacia delante a pesar de todas las maniobras represivas que aplica un Estado en crisis profunda, cada vez más nervioso. A la vez, la izquierda vasca ha sostenido un intenso debate con una muy amplia participación de su militancia, valorando los cambios sociales que se están dando en el Pueblo Vasco en medio de una pavorosa crisis mundial. Una de las conclusiones del debate que ha culminado en el documento Zutik Euskal Herria!, es que van formándose rápidamente las condiciones para un salto en la acción política de masas, teórico-cultural e institucional que permita, tras cinco décadas, superar ya determinadas formas de lucha política violenta porque se ha llegado, por fin, a una acumulación de fuerzas sociopolíticas y de masas capaz de avanzar hacia la «primera» independencia.
No tiene sentido elucubrar ahora sobre las líneas evolutivas posibles o probables, sobre el resultado concreto a largo plazo, etc., porque, a diferencia que lo que podía pensarse hace sólo dos o tres años, en la actualidad hay dos realidades nuevas que determinan todo el futuro: una, el grado de decisión y coherencia alcanzado por el bloque soberanista y las crecientes expectativas optimistas que está generando; y otra la crisis estructural, de larga duración, que afecta al capitalismo mundial, a la UE y muy especialmente al Estado español, crisis que se agrava al integrar en su todo sistémico características nuevas que nunca antes habían interactuado a la vez con la crisis estrictamente socioeconómica. Ahora, la crisis no es sólo de superproducción y excedentaria causada por la caída de la tasa media de beneficio, cuyo detonante ha sido una pavorosa crisis financiera, sino que, siendo también esto, a la vez es una crisis ecológica, energética y alimentaria a escala mundial. Nunca el capitalismo ha sufrido una crisis global como la presente, que, además, golpea con brutal virulencia al Estado español en sus grandes quiebras irresolubles que arrastra desde su misma formación histórica.
Ambas realidades nuevas abren expectativas inexistentes hace pocos años. De hecho, en los dos últimos años es clara la tendencia al alza de las movilizaciones populares en Euskal Herria entera, que no sólo en la peninsular, tendencia nítida en los últimos meses en los que es el movimiento obrero y popular el que marca la dirección general del proceso democrático, sin desdeñar las importantes intervenciones de otros movimientos y colectivos, algunos de los cuales son de reciente creación precisamente al calor y bajo el impuso de la dinámica general.
Ahora bien, la constatación fehaciente del aumento de la fuerza de masas en Euskal Herria, la propuesta lanzada en el documento Zutik Euskal Herria!, etc., no anula la corrección teórica de la tesis arriba expuesta, la sexta de nuestro texto y la cuarta en el de J. Salem. Todo indica que si bien podemos avanzar mucho y más rápido hacia metas que nos acerquen a la «primera» independencia y hacia ella misma, sin ingerencias de ningún tipo de violencia armada, el panorama cambiará a peor y mucho cuando nos acerquemos a la «segunda», la verdadera y definitiva independencia, la que se sustenta en un Estado obrero basado en la democracia socialista, en la economía planificada horizontalmente mediante la intervención rectora del poder soviético y consejista, y dentro de una creciente solidaridad internacionalista entre los pueblos. El tiempo que tardemos en pasar de la «primera» a la «segunda» independencia dependerá de la interacción entre las condiciones objetivas y las subjetivas, y cuanto más fuertes, conscientes y masivas sean las segundas, las subjetivas, más posibilidades habrá de aplicar una de las decisivas aportaciones del marxismo: la audacia y la iniciativa ahorran sufrimiento, y cuanto más poderoso y ofensivo sea el movimiento revolucionario más rápido y menos doloroso y violento será el parto de la nueva sociedad socialista.
Por todo lo visto, Lenin está tan vigente ahora, a comienzos del siglo XXI, como lo estaba a comienzos del siglo XX. Más aún, ahora es cuando podemos apreciar con más perspectiva histórica y rigor teórico todo el potencial emancipador inserto en la majestuosa aportación de Lenin y del bolchevismo, del marxismo en suma, a la emancipación de la humanidad.
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