«(…) ya no tenía ante mi vista la penumbra de una escalera oscura, ahora veía de nuevo la luz…» Son palabras de Haydée que le escuché en una de esas largas conversaciones que tuve la dicha de sostener con ella. Ese día hablaba con euforia sobre la tarea que Fidel -desde la prisión- acababa de […]
«(…) ya no tenía ante mi vista la penumbra de una escalera oscura, ahora veía de nuevo la luz…» Son palabras de Haydée que le escuché en una de esas largas conversaciones que tuve la dicha de sostener con ella. Ese día hablaba con euforia sobre la tarea que Fidel -desde la prisión- acababa de darles a ella y a Melba tan pronto salieron de la cárcel de mujeres en Guanajay. Las instrucciones, contenidas en una carta, se referían a la inminente necesidad de imprimir, en el mayor secreto posible, su alegato del juicio del Moncada, conocido como La historia me absolverá, y hacerlo distribuir clandestinamente.
La continuación riesgosa y tenaz del trabajo revolucionario «me devolvía la vida porque para mí era muy duro salir en libertad cuando Abel, Boris y tantos compañeros estaban muertos, y Fidel preso». Con esa primera tarea, la Haydée más conocida volvió a sonreír, a proyectarse, a crear, transpiraba energía y audacia. Muchas fueron sus tareas a partir de entonces, entre las más relevantes y valientes su lucha clandestina en Santiago de Cuba durante la preparación del alzamiento que ocurrió el 30 de noviembre, hecho que debía coincidir con el desembarco del Granma. Haydée Santamaría en la Sierra Maestra, junto con Fidel, con Celia, fue para ella un momento -según le oí decir más de una vez- que la hacía creer que estaba en el cielo, «si lo que dicen que hay en el cielo es el paraíso». Ni su asma ni el esfuerzo físico extraordinario la arredraron. Pero, en sus condiciones, con su autoridad revolucionaria, y demás características esenciales para llevar adelante cualquier tarea, asumió con entusiasmo y decisión su arduo trabajo en el exilio, en su condición de integrante de la Dirección Nacional del 26 de Julio. También para ella, según me contó y les contaría a otros, como a Marcia Leiseca, tal vez, que aunque hubiera querido permanecer como combatiente en la Sierra Maestra el hecho de estar en un lugar donde estuvo Martí le daba fuerzas y una alegría inmensa. Años más tarde, cuando ya la Revolución había triunfado, Haydée diría, durante un conversatorio en la Universidad de La Habana: «hoy somos marxistas porque fuimos martianos».
Un inventario de las acciones revolucionaria de Haydée Santamaría sería tan emocionante como extenso. Habría que hablar, en primer lugar de voluntad, destreza, sabiduría y profunda convicción latinoamericanista y universal que desplegó en la Casa de las Américas, un centro que acogería y atraería a los intelectuales y artistas más importantes del continente y a los que surgían «de la nada», decía ella, y a cubanos del más alto nivel intelectual, como Alejo Carpentier, quien le dijo a Lilia Esteban que Haydée no solo lo había conmovido con la palabra, sino que su inteligencia e ideas eran prodigiosas. Y fue ese, otro don importante de Haydée, pues no alcanzó la enseñanza media cuando asumió esa tarea de gigante y se proyectaba de igual a igual en los más elevados círculos de la literatura y apreciación de las artes. En la Casa leyó mucho; buscaba o preguntaba lo que no sabía sobre textos y personas pero aquellos que, como Roberto Fernández Retamar, la conocieron muy de cerca en la faena de Casa de las Américas, sabían que ella veía el lunar, inadvertido para otros, y descubría un diamante donde nadie suponía que algo brillaría.
Su labor en la Casa no la apartaba de su función política, no solo con respecto a América Latina. Su responsabilidad, como Presidente de OLAS1 le permitió realizar uno de sus sueños más caros en esa época: ir a Vietnam y hablar con Ho Chi Minh -«ese hombre que, aunque más viejo, me hace recordar a Martí»- con quien sostuvo una larga conversación en Hanoi, y de donde volvió «con más bríos después de ir a Vietnam en guerra y saber que ganarán porque con Ho Chi Minh y ese pueblo tienen que ganar» -me dijo al regreso, y llamó a Melba, su compañera del Moncada, para compartir su emoción.
Más de una vez me han preguntado cómo era Haydée, ¿alegre o triste? Para mí, las dos cosas. La conocí severa y profundamente triste durante el juicio del Moncada. Y la conocí muy alegre, como también la veía el Che, esperando un año nuevo. La constante de su personalidad era, para mí, su agudeza e ingenio impresionante y la generosidad sin límites. Amaba a su familia y valoraba la amistad cultivándola con preciosismo siempre que no se contradijera, ni un ápice, con la lealtad a la Revolución y a Fidel. Cuando murió también me preguntaron qué yo pensaba, hoy reitero lo que respondí entonces: Haydée, en el fondo, fue también un mártir del Moncada que durante un tiempo venció con creces su muerte, íntimamente deseada aquel 26 de julio, junto a Abel y a Boris cruelmente torturados, por eso fue dos veces ejemplar.
Foto:Cortesía de la autora y Archivo Casa de las Américas. En un banco en la puerta exterior de la cárcel de Guanajay, el mismo día de la excarcelación de Melba y Haydée.