Durante esta última semana, todo el mundo daba por hecho que Benjamin Netanyahu y Mahmud Abbas, -Abu Mazen-, terminarían por comprarse el billete para Estados Unidos. Pero lo que nadie termina de ver es qué puede salir en claro de una nueva ronda de negociaciones que obedece más a la agenda de Barack Obama, un […]
Durante esta última semana, todo el mundo daba por hecho que Benjamin Netanyahu y Mahmud Abbas, -Abu Mazen-, terminarían por comprarse el billete para Estados Unidos. Pero lo que nadie termina de ver es qué puede salir en claro de una nueva ronda de negociaciones que obedece más a la agenda de Barack Obama, un premio Nobel necesitado de éxitos diplomáticos, que a la existencia de condiciones reales para desarrollar las conversaciones. El presidente estadounidense ha entrado en una di- námica de forzar la máquina y ha arrastrado con él a la comunidad internacional, que asegura ahora que «en el plazo de un año» podrían lograrse resultados. Pero la negociación podría tener fecha de caducidad, ya que el 25 de setiembre finaliza la congelación de diez meses decretada por Tel Aviv para la construcción de colonias, y nadie, por el momento, ha reclamado una prórroga.
A priori, para el lado israelí, que ve cómo su dialéctica es aceptada por los mediadores, sentarse a la mesa no traerá excesivas complicaciones. Por el contrario, Abbas tendrá que justificarse simplemente por subirse en el avión, ya que la opinión pública en Ramallah (y no digamos en Gaza) ya no se fía de unas conversaciones que se han alargado durante diecisiete años sin venir acompañadas de ningún avance sobre el terreno.
Las prisas de la comunidad internacional le han llevado a aceptar los parámetros impuestos por Netanyahu. Como decía la canción de Los Rodríguez, la dialéctica de Bibi se reduce a un «palabras más, palabras más, palabras menos. Es lo que menos te puedo dar, es lo de siempre». Ni fronteras de 1967, ni Jerusalén Este, ni paralizar las colonias, ni derecho al retorno de los refugiados. Esas son las «condiciones previas» que el primer ministro hebreo ha dejado claro que no aceptará como base para sentarse con Abbas.
En otras palabras, el líder del Likud ha forzado un retorno al «punto cero» en el que no se tomarán en cuenta ninguno de los acuerdos firmados desde la cumbre de Madrid, en 1991. Además, se ha anotado otro tanto con el tema de las colonias, ya que ni EEUU ni el Cuarteto le han exigido que mantenga la paralización parcial de la construcción de asentamientos. Y ésta es una cuestión básica, porque la Autoridad Palestina ya ha advertido que se levantará de la mesa el 26 de setiembre en el caso de que las máquinas israelíes vuelvan a ponerse en funcionamiento.
Las condiciones impuestas por Netanyahu son tan extremas que hasta el propio Kadima, el partido que obtuvo mayor número de votos en 2009 pero se quedó fuera del gobierno por no encontrar alianzas, ha recomendado a los negociadores palestinos que no entren en la trampa de las conversaciones directas. A principios de julio, cuando todavía ambas partes trataban de tomar posición ante las presiones internacionales de retomar el diálogo, el parlamentario Hami Ramon, de Kadima, expresó a Saeb Erekat, cabeza de la delegación palestina, que no era recomendable que se sentasen cara a cara con Netanyahu. «Bibi no va a aceptar nada», aseguró Ramon. La conversación, que debía de haber quedado entre ambos dirigentes, se hizo pública porque la escuchó un periodista israelí que se encontraba sentado en una mesa contigua en el American Colony, un hotel de Jerusalén Este.
Lógicamente, la jugada del diputado de Kadima no estuvo motivada por una repentina conversión a la causa palestina, sino por el interés en forzar un bloqueo de la situación que obligase al Likud a prescindir de sus socios derechistas (Israel Beitenu y Shas) y hacerles un hueco a ellos en el gobierno. Un as en la manga que el líder del Likud podría utilizar en caso de que el ala más extremista de su Ejecutivo plantease demasiada resistencia ante su viaje a Washington. De todos modos, como reconocía en un reciente artículo el ex ministro de Exteriores hebreo Shlomo Ben Ami, «para la mayoría de los israelíes el `problema’ palestino parece ocurrir en el lado oscuro de la luna». Es decir, que con Gaza bloqueada y Cisjordania cercada por el muro, la sociedad hebrea no tiene prisa en firmar absolutamente nada. Y menos después de un verano en el que su economía ha recibido un fuerte empujón con la masiva afluencia de turistas.
Por la parte palestina, la situación es más complicada. Puede que lo único que consiga Mahmud Abbas de su viaje a Washington sea escapar por unos días del verano más caluroso en los territorios ocupados desde el siglo XIX, que está paralizando la vida de tal manera que parece que ésta se desarrolle en cámara lenta. Fuentes del equipo negociador de la OLP señalaron a GARA que el presidente palestino exigía «clarificar los términos de referencia», es decir, dejar bien claro cuáles eran los temas de negociación, y establecer un calendario que evite el alargamiento eterno de las conversaciones. Finalmente, el plazo de un año establecido por el Cuarteto (EEUU, Rusia, Unión Europea y ONU) ha sido el único logro aparente de la diplomacia palestina, aunque queda eclipsado por el veto a «condiciones previas» que se remarca en la convocatoria a las negociaciones de Washington.
En realidad, Abu Mazen lo tiene difícil para explicar su billete a Washington. Nunca ha estado muy convencido, sabiendo que la opinión pública palestina apoya mayoritariamente la solución de dos estados pero que no cree que ésta pueda llegar a través de las conversaciones, tal y como reconocían fuentes de la delegación negociadora. Además, es consciente de que sentarse con Netanyahu sólo puede aportarle más descrédito, y su figura no se encuentra en un momento de gran popularidad, teniendo en cuenta que sigue en el cargo a pesar de que las elecciones tendrían que haberse celebrado hace casi dos años.
A pesar de todo, Abbas ha tenido que ceder a las presiones internacionales. Según el propio presidente, la avalancha de llamadas efectuadas por los principales líderes internacionales ha llegado a ser «insoportable». Y es difícil hacer oídos sordos a los llamamientos extranjeros cuando la viabilidad económica de la Autoridad Palestina está en manos de las inversiones foráneas. En este aspecto, cobra gran relevancia la labor que, durante los últimos dos años, viene realizando el primer ministro, Salam Fayyad. Su apuesta es sentar las bases del futuro estado desde ahora mismo y su método es tratar de generar confianza en los mercados inter- nacionales y atraer fondos que generen desarrollo económico y empleo. Un planteamiento que, curiosamente, encaja con la propuesta de «paz económica» realizada por Netanyahu y que consiste en relajar algunas de las restricciones que impone la ocupación israelí a los palestinos para permitir su crecimiento a cambio de que éstos renuncien a principios políticos como el retorno de los refugiados o la capitalidad de Jerusalén Este. Incluso apostando por esta vía, Fayyad tendrá que explicar cómo logrará que el Estado palestino sea viable si el control sobre las fronteras se mantiene en manos de Israel y si ni siquiera logran una continuidad territorial, ya que Cisjordania se encuentra rota por las colonias y las carreteras que las conectan.
La falta de unidad palestina es otra de las cuestiones que condicionan cualquier acuerdo. En teoría, su firma debería ser refrendada por una consulta, pero parece difícil que ésta tenga lugar, ya que Hamas, que se impuso en los últimos comicios celebrados en los territorios ocupa- dos pero que ahora sólo mantiene su liderazgo en la Gaza bloqueada, se ha mostrado en contra de las conversaciones y ha advertido que no permitirá que el referéndum se celebre en la Franja. Y la resistencia islámica no es la única formación que se opone a iniciar el diálogo directo. Mustafá Barghouti, líder de la Iniciativa Nacional Palestina, cree que sentarse con Israel «sin detener los asentamientos ni clarificar las referencias, puede conducirnos a un fracaso mayor que Camp David en 2000».
El Gobierno israelí se siente cómodo con las negociaciones, que puede dilatar hasta el infinito, y el palestino entra porque no tiene otro remedio. Ante ese panorama, las perspecti- vas de futuro se mantienen dentro de los parámetros de Los Rodríguez. Simplemente, «es lo de siempre».
Todos los actores saben que sólo existen tres escenarios posibles. El primero es el sistema de apartheid, que ya se encuentra en vigor. El segundo, la solución de dos estados en función de las fronteras de 1967. Sigue siendo el planteamiento preferido por los palestinos, pero se enfrenta a dos problemas principales. Uno, el rechazo hebreo a permitir que Jerusalén Este se establezca como capital. El otro, lograr la viabilidad de un estado sin continuidad territorial después de que la carrera colonizadora de Tel Aviv haya convertido Cisjordania en una sucesión de islotes palestinos divididos por asentamientos, colonias, carreteras exclusivas para judíos y puestos militares.
La tercera opción sería la de un único estado, y es la que han defendido siempre los grupos progresistas de uno y otro lado. Curiosamente, esta solución ha sido recuperada ahora por la derecha sionista pero con matiz: los judíos gozarían de todos los derechos civiles y políticos mientras que los palestinos únicamente accederían a la residencia. En la práctica, esto se traduciría en un sistema de castas que no se diferenciaría mucho del régimen de segregación que actualmente existe en los territorios de 1948.
La posición de Israel -que no tiene prisas y sigue imponiendo sobre el terreno lo que luego tratará de hacer firmar a los palestinos- y de la comunidad internacional -centrada en presionar a la parte más débil mientras no exigía ningún compromiso a Netanyahu- no llaman al optimismo.
Así, resulta difícil pensar que cualquier acuerdo propuesto por Washington a partir del 2 de setiembre pueda desembocar en una paz justa que resuelva el conflicto en Palestina.