Los mejores académicos suelen exigir a sus alumnos que estudien a los clásicos en sus obras originales. Nada de manual y ojo crítico con las versiones. Las interpretaciones, así como las síntesis o resúmenes, si bien acortan el camino hacia la comprensión de las ideas más complejas, también incluyen el riesgo de simplificarlas o descontextualizarlas […]
Los mejores académicos suelen exigir a sus alumnos que estudien a los clásicos en sus obras originales. Nada de manual y ojo crítico con las versiones.
Las interpretaciones, así como las síntesis o resúmenes, si bien acortan el camino hacia la comprensión de las ideas más complejas, también incluyen el riesgo de simplificarlas o descontextualizarlas tanto que, aun sin ser ese el propósito, pueden terminar tergiversándolas y hasta transformarlas en su contrario.
El más grande y triste ejemplo yace entre los escombros del llamado socialismo real, teóricamente sostenido por tantos manuales que extravió todas sus esencias originales. Al margen del bostezo y el distanciamiento que nos provocaban en los años universitarios.
Algunos preferirán los manuales por aquello de que «los clásicos son difíciles» -un prejuicio que desaparece al primer contacto con la fuente- o que no todas las traducciones les hacen justicia. Otros más honestos reconocen que los asusta la dimensión de los textos. Obvian que justamente la complejidad de las ideas que exponen, obligan a sus autores a complementarlas con argumentos y contextualizaciones que se pierden en resúmenes y versiones.
En otras palabras, nadie capaz de crear un cuerpo de ideas trascendente, escribe por escribir.
El periodismo es quizás la profesión en la que se hace más visible el riesgo de las interpretaciones y las versiones. Y mientras más periodista se es, es decir, mientras más oficio se tiene, suele ocurrir que más se pretende servir de mediador -¿mediatizador?- entre la fuente y el receptor. Como si nos molestara desaparecer en el momento en que ambos se encuentran.
¿No ha sentido usted alguna vez, leyendo una determinada entrevista, que le escamotean al entrevistado real para darle -mejorado o empeorado porque hay de todo- la versión de esa persona y de sus palabras que el periodista quiere, subestimando su capacidad para leerlo e interpretarlo sin sugerencias?
Debe ser la fascinante herencia de Oriana Fallaci, la mítica entrevistadora que amaba y odiaba a sus entrevistados, empujando a sus lectores a las mismas pasiones. Basta recordar sus célebres diálogos con Golda Meier y con Yasser Arafat, tendenciosos ambos hasta generar compasión o desprecio.
Quienes hayan leído hasta aquí se preguntarán sorprendidos si esta es una diatriba contra el oficio del que vivo hace 28 años.
Sí y no. Siempre he creído que somos privilegiados a la vez que sufridos practicantes de una de las profesiones más nobles, pero también más terribles que existen. Ya se ha dicho que el médico entierra sus errores y que el periodista los publica. Faltaría agregar que las consecuencias, en nuestro caso, no terminan sino que comienzan cuando el desaguisado se hace público.
Y si me perdonan el que cometo ahora mismo con este largo preámbulo, solo trataba de llamar la atención sobre las declaraciones descontextaulizadas y más versionadas que exactas que han provocado las Reflexiones más recientes de Fidel Castro.
No hace falta conteo alguno para confirmar que las frases suyas al periodista de The Atlantic, Jeffrey Goldberg, sacadas de contexto y amplificadas por todas las agencias de prensa del mundo, han tenido y por largo tiempo tendrán mucha más difusión y alcance que el esclarecedor mensaje del propio Fidel sobre ellas. Es más, ahora mismo, mientras escribo esto, desde una televisora de la oposición venezolana, el lead noticioso es una clásico de la tergiversación: «Fidel Castro se desdice. Donde dijo socialismo quiso decir capitalismo…»
Pero ya ese es el extremo malicioso de la versión periodística de los hechos. Sigamos en la línea de la sencilla simplificación, del recurso ténico de tomar solo la parte que nos interesa de unas declaraciones, ignorando complementos y contexto. La entrevista de Golberg es magistral en ese sentido.
Según la conveniencia, hay quien escogerá el reconocimiento de Fidel al holocausto, al sufrimiento histórico de la diáspora judía y la consecuente crítica a quienes pretenden negarlo. Otros preferirán sus reiteradas condenas a Israel y Estados Unidos.
Pero, ¿por qué no leer directamente a Fidel? Como él mismo ha dicho, en sus más de 300 reflexiones está su pensamiento claramente expuesto. Y si se siguen en particular las de los últimos tres meses, se comprenderá mejor su visión que concede razones y cuestiona sinrazones, siempre desde un acercamiento profundo a la historia de los conflictos pasados, porque en ella están las raíces de los conflictos actuales.
Leyéndolo directamente se comprenderá que los conceptos del líder revolucionario están bien lejos de las antípodas que buscan ubicarlo en una tendencia contra otra.Es tan claro y sencillo que Fidel está solo contra la guerra y contra la injusticia, como no lo es el conflicto, precisamente por los extremos en que se ubican los adversarios.
Y quien pretenda ver en sus análisis un supuesto afán de trascendencia universal no debería olvidar que esa ya fue reconocidamente concedida hace muchos años por millones de hombres y mujeres de todo el mundo, que sin ser formalmente parte de tribunal alguno, integran el imaginario de los pueblos, mucho más serio y responsable que el que concedió premios Nobel de la Paz a guerreristas con expediente como Henry Kissinger o Shimon Pérez.
Pero vuelvo al artículo de Golberg y su otra frase sacada de contexto y explotada con más ignorancia que misericordia en tantos medios de todo el planeta: la del supuesto reconocimiento de que el modelo cubano no funciona ni siquiera para los cubanos.
A alguien que en un primer momento me preguntó si era posible que Fidel hubiese dicho algo así, le respondí con recuerdos más que vivos de una reunión de economistas latinoamericanos a la que asistí como periodista en junio de 1998.
En esa ocasión, después de un largo debate sobre las vías alternativas al capitalismo neoliberal en la región, un delegado latinoamericano sugirió que se extendiera «el modelo cubano» y recuerdo que Fidel le respondió más o menos (los recuerdos no son citas textuales) lo siguiente: «nosotros no podemos ser modelo para nadie, sencillamente porque no hemos podido hacer lo que queríamos, sino lo que podíamos…» y se extendió entonces preguntando si es posible hablar de modelo económico en un país sometido a bloqueo financiero y comercial por la economía más poderosa del planeta.
El prestigioso economista cubano Osvaldo Martínez, me decía días más tarde en una entrevista que «Cuba es el antimodelo» porque su economía se ha ido construyendo con fórmulas e iniciativas muy diversas, las que nos permitían, en cada momento, sobrevivir a todas las gradaciones del bloqueo.
Todo eso sin hablar de la permanente autocrítica a la que los líderes de la Revolución, tanto Fidel como Raúl Castro, han sometido la práctica económica socialista durante todo el proceso revolucionario.
En fin, que no es nuevo el planteo, pero resulta cuando menos tramposo, separar esa autocrítica de un contexto fundamental y un principio invariable por donde se busque: el reconocimiento constante por toda la dirección revolucionaria y por el pueblo que lo defiende, de que solo el socialismo explica que hayamos sobrevivido como nación soberana y como sociedad más justa que cualquier otra sobre la tierra, al colosal asedio imperial que todavía muchos se dan el lujo de ignorar en sus interpretaciones de la realidad cubana.
Pero, ¿a qué seguir explicando lo que ya está suficientemente explicado? A Fidel, como a los clásicos, sigue siendo mejor leerlos en original.
Fuente: http://www.cubadebate.cu/opinion/2010/09/12/a-los-clasicos-hay-que-leerlos-en-original/