Después de convencernos de que España no era Grecia, de que España no era Irlanda, de que España no es Portugal, pronto nos convencerán de que España no es España. Como un boxeador sonado y apaleado (en cuerpo ajeno), el gobierno del autodenominado Partido Socialista Obrero Español se arrastra zigzagueando, mirando de reojo al tipo […]
Después de convencernos de que España no era Grecia, de que España no era Irlanda, de que España no es Portugal, pronto nos convencerán de que España no es España. Como un boxeador sonado y apaleado (en cuerpo ajeno), el gobierno del autodenominado Partido Socialista Obrero Español se arrastra zigzagueando, mirando de reojo al tipo del gong, a ver si termina de una vez el asalto porque el maldito cacharro no suena y apenas quedan ya más toallas que tirar hacia la izquierda.
España, octava potencia mundial, puede pasar de jugar en la Champions League de las potencias desarrolladas a ser tutelada, salvada y extorsionada por instituciones financieras que, tras años de espejismo, la tratarán como periferia, imponiendo las reformas precisas para mantener la rentabilidad de las grandes empresas y el cobro de la deuda contra la democracia si es preciso.
«Hay que reinventarse», «tenemos que hacer los deberes», «hemos de ser serios», «debemos ser creíbles», «hay que hacer lo que hay que hacer», «nos hace falta ganar credibilidad», «haremos lo que haga falta para recuperar la confianza de los mercados»… El mensaje es claro: hay que calmar a la bestia mostrando firmeza: las ganancias se recuperarán bajando los salarios directos e indirectos (desprotección social), privatizando las pensiones, desregulando el mercado laboral para aumentar el grado de explotación, impulsando la exportación para sortear el descenso de la demanda interna… La mejor de las recetas para tercermundializar a la octava potencia económica.
Pero, realmente, ¿España fue alguna vez un éxito económico «sin parangón» en los últimos decenios, una democracia moderna y consolidada, un «milagro económico»? ¿Milagro económico el progreso del regreso al desarrollismo tardofranquista (construcción, turismo, inmigración por emigración)? Más aún: ¿se abandonó alguna vez el capitalismo decimonónico corrupto, rentista y especulador?
Este país se parece mucho menos a la España imaginaria de la «economía del conocimiento» que al legado de un capitalismo sólo impulsado por la inversión extranjera, heredero de estructuras feudales agrarias y sin revolución burguesa nacional y popular, con su corte de burguesía vergonzante, aristocracia rentista, ejército y catolicismo.
La letanía referente al «cambio del modelo productivo», seguido (aun con la lengua fuera) por el «aprendizaje a lo largo de la vida», es decir, por la adecuación de la mano de obra a una estructura laboral basada en la ciencia y la tecnología como instrumentos del relanzamiento de la ganancia capitalista, más que como proyecto verosímil, suena a mantra, a intento mágico de modificar, por la pura fuerza taumatúrgica de la palabra, la historia del Estado español, con su debilidad industrial y baja cualificación del trabajo (el mayor de los incentivos para el abandono prematuro de los estudios); como si se pudiera cambiar en pocos años el sedimento de siglos en que desembocó una historia de rentismo, oligarquía y destrucción del trabajo cualificado y organizado (por no ir más lejos: desde la insurrección de Barcelona de 1842 hasta la guerra civil española, un concienzudo genocidio social e ideológico).
Por el libro La España del siglo XIX, de Manuel Tuñón de Lara (Editorial Laia, Barcelona, 1981), desfilan personajes increíblemente anacrónicos y actuales: despechados empresarios catalanes y vascos, temerosos de Dios y la clase obrera; especuladores, terratenientes andaluces y beneficiarios de la desamortización («golpe de muerte» a los bienes comunales de los pueblos, dinámica de enclosures a la española); nobles cortesanos, militares de fortuna, políticos advenedizos y audaces abogados, todo ello aderezado con la «crónica rosa» del momento, sus camarillas, su tráfico de influencias alrededor del Estado y el capital bancario extranjero, su moralidad social y religiosa por el haz e inmoralidad política y financiera por el envés. Como diría un periodista, todo ello se nos aparece como de una «rabiosa actualidad».
Más que analogías, nos topamos en la lectura con auténticas simetrías entre la situación actual y la de mediados del siglo XIX: como hoy las grandes constructoras (ACS, Acciona, Ferrovial…), entonces, las sociedades dedicadas a concesiones de obras públicas totalizaban un porcentaje enorme (más del 60%) de los capitales invertidos, lo que «da la tónica de un capitalismo más propicio a la connivencia con el Estado que a fuerte impulsión capaz de transformar la economía nacional.» Como ayer, hoy predomina el capital extranjero (poco comprometido con la formación de un mercado nacional, presto a alimentar cualesquiera burbujas económicas), comercial y especulativo, con unos bancos que sólo secundariamente se orientan a la producción. En aquella época destacaba como motor económico el desarrollo de carreteras y tendidos ferroviarios. En este sentido hay que decir que el PSOE realiza una política supermoderna en su, como suele decirse, «apuesta» (puesto que vivimos en el «capitalismo de casino») por la alta velocidad y la construcción de autovías y autopistas; política supermoderna, decimos, pues ya a mediados del siglo XIX era moderna. Este tipo de crecimiento sin desarrollo, ayer y hoy, ha frustrado otro crecimiento posible, basado en la cualificación del trabajo, la producción industrial y la tecnología (sin entrar en este punto en ningún tipo de beatería tecnofílica: el puro desarrollo científico-técnico no supone ningún avance para el trabajo mientras permanezcan intactas las relaciones sociales de producción). En nuestro caso, el mercado inmobiliario atrajo una cantidad inmensa de capitales que podrían haber sido dirigidos hacia la industria.
Los caciques locales siguen administrando en el campo los negocios de sus amos de Madrid o cualesquiera capitales de provincia, especialmente los «terratenientes» del monocultivo del ladrillo, dificultando la diversidad económica y la autosostenibilidad de los territorios. Los patrones, salvando las diferencias, conservan en buena medida «toscas concepciones sobre la productividad»: hace 150 años se defendían las virtudes de la mano de obra esclava de las colonias frente a la costosa maquinaria; según parece, los terratenientes andaluces se resistían a sustituir los bajos jornales por un simple arado de vertedera. Sólo hasta tiempos relativamente recientes han comenzado a sumarse, con fervor de converso, a la equívoca y presuntuosamente llamada «sociedad de la información y el conocimiento».
Es especialmente instructiva la narración acerca de las primeras sociedades obreras de resistencia y solidaridad, influidas, hacia los años 1840 – 50 por el socialismo utópico y el cooperativismo, las luchas, los asesinatos, las deportaciones, la clandestinidad… Nada de esto es hoy necesario, basta con la movilización política y mediática de la patronal y sus sicarios (y la consecuente desmovilización popular) para hundir a los sindicatos y la legítima defensa de la negociación colectiva. Puede sonar exagerado, pero esperemos que siga siendo un anacronismo el lema de los primeros grupos de trabajadores: «asociación o muerte».
Me temo que «los mercados» tienen claro que España sigue siendo España. A la sombra de nuestra indolencia afilan los dientes. Nos ofrecerán a un alto precio sus sensatas, realistas, cabales recomendaciones políticas y económicas: «ajuste estructural» es la fórmula para salvarnos de la crisis. Naomi Klein, en La doctrina del shock, expresa así este imperativo: «¿Quiere salvar a su país? Véndalo».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.