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En respuesta a Sergio de Castro Sánchez

Consideraciones sobre Darwin, el darwinismo, la izquierda y asuntos afines (III)

Fuentes: Rebelión

La estrategia económica dominante del grupo de naciones capitalistas más desarrolladas de la segunda mitad del siglo XIX, señala Janet Browne quien evita el uso del adjetivo «capitalistas» [1], tomó forma en el período inmediatamente posterior a la publicación de Sobre el origen de las especies. Era habitual entonces (y no sólo entonces) usar directamente […]

La estrategia económica dominante del grupo de naciones capitalistas más desarrolladas de la segunda mitad del siglo XIX, señala Janet Browne quien evita el uso del adjetivo «capitalistas» [1], tomó forma en el período inmediatamente posterior a la publicación de Sobre el origen de las especies. Era habitual entonces (y no sólo entonces) usar directamente nociones y categorías del libro de Darwin para justificar y legitimar la competencia existente durante el denominado «capitalismo victoriano de la libre empresa», y, de paso, sus desmanes innumerables, sus «hecatombes humanas». La vida humana es así, dura, no es ningún paraíso; la naturaleza obra del mismo modo.

Darwin no era inconsciente de todo ello. Supo que un reseñador de Manchester, una de las mayores ciudades industriales de la Gran Bretaña, había afirmado que en su libro se defendía la idea de «la ley del más fuerte» y que había que extraer las consecuencias de ello. No le contradijo públicamente.

No fue el reseñador manchesteriano un caso aislado. Las «ideas» de Darwin, mejor, determinadas lecturas de sus ideas, conceptos e hipótesis fueron muy bien acogidos por magnates financieros y capitalistas industriales. A finales de siglo, señala Janet Browne, «los hombres de negocios, los filántropos y los capitalistas sin escrúpulos que planearon y llevaron a cabo el desarrollo de la industria norteamericana estaban aplicándolas» [2]. Especialmente dos grandes «personalidades» de aquellos años, dos grandes «emprendedores» norteamericanos: J. D. Rockefeller [3] y el propietario de ferrocarriles James J. Hill. Este último utilizó como slogan publicitario la expresión «supervivencia del más apto», no sería el único: la empresa más fuerte y eficaz dominaría de forma natural el mercado e incentivaría el progreso económico a mayor escala. Suenan las notas: es la música mil veces repetida. No fueron los únicos. Browne recuerda también la admiración, la adoración incluso, de Andrew Carnegie por Herbert Spencer.

Se entiende, pues, la preocupación poliética de Sergio de Castro Sánchez quien inicia su respuesta con dos citas. La segunda es del magnate John D. Rockefeller. Va en el sentido indicado. La copio: «El crecimiento de un gran negocio es simplemente la supervivencia del más apto… La bella rosa estadounidense sólo puede lograr el máximo de su esplendor y perfume que nos encantan, si sacrificamos a los capullos que crecen en su alrededor. Esto no es una tendencia maligna en los negocios. Es más bien sólo la elaboración de una ley de la naturaleza y de una ley de Dios».

¡No es ninguna maldad, no es ninguna perversión del «mundo de los negocios»! No hay pecado. ¡Natural como la vida misma! Para que cuadrase todo, Rockefeller, que probablemente no leyó nunca ni una sola línea de Darwin y tal vez quince pasos de la Biblia, incorpora no sólo a la Naturaleza sino al propio Dios en el cuadro, sin postular desde luego el Deus sive Natura spinoziano.

La otra cita, la que abre el trabajo de SCG y permite dar más luz a la afirmación del magnate usamericano, remite a un texto juvenil de los clásicos de la tradición: «En cualquier época, las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes; […] Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideológica de las condiciones materiales dominantes, que han tomado la forma de ideas; no son otra cosa que la expresión de las condiciones que justamente transforman a esta clase en dominante, por lo tanto, las ideas de su dominación. […] No queda entonces ninguna duda: las ideas dominantes son las ideas de las clases dominantes y no tienen ningún poder independiente del de esta clase» (La ideología alemana). En sus conclusiones, añade SGS que «[…] una de las más grandes aportaciones de Marx fue precisamente el concepto de ideología. A través de él, las pretensiones objetivistas y universalistas de la ciencia moderna tuvieron que dejar paso a otra interpretación de la historia de las ideas científicas: la que vincula a éstas últimas al poder de control social sobre el conocimiento del que disfrutan las clases dominantes».

Intentaré decir algo sobre la noción de ideología, la cita de Marx que abre la respuesta de SGS y sobre La ideología alemana en mi última aportación pero me gustaría centrarme ahora en el paso sobre la ideología y la ciencia moderna, que conjeturo decisivo en la posición de SGS. La sugerencia o hipótesis de la ciencia como parte de la supraestuctura ideológica de la sociedad sin mayor precisión o comentario, siguiendo la clásica y algo gastada metáfora marxiana, no anda muy lejos de todo esto.

No descubro ningún nuevo Mediterráneo si señalo que el concepto marxiano de ideología es polisémico. La acepción de ideología como falsa conciencia no es ningún extravió hermenéutico. Hay muchas pistas de ello en la obra de Marx, plural y fluyente como todas las obras de los grandes científicos y filósofos. Marx lo fue desde luego. Los aparatos ideológicos althusserianos generaban una falsa comprensión de la situación real de los afectados si no ando errado. Ser materialista equivalía a no contar cuentos.

Sea como fuere, incluso si pensamos ideología como marco teórico, como «teoría» social hegemónica, como condiciones culturales de comprensión social, la objetividad y universalidad de la ciencia moderna, ¿es meramente una pretensión? ¿Una vana y falsaria ilusión arrojada a la cuenta de los cuentos estúpidos desmedidos por la crítica marxiana? ¿La tradición marxista dio un buen repaso (y para siempre) a esa sesgada pretensión? ¿El marxismo, otra tradición de mil tendencias, y diez mil tesis e interpretaciones, vinculó sin más las ideas científicas «al poder de control social sobre el conocimiento del que disfrutan las clases dominantes»? ¿Existe tal control social sobre las comunidades científicas, sus investigaciones y sus conquistas?

Existe. Cuanto menos en algunas disciplinas auque es conveniente delimitar sus contornos. Gran parte de lo que se llamaba o suele llamarse «big science» depende de grandes inversiones que tienen a estados y grandes corporaciones detrás interesadas en asuntos que tienen el poder y el dinero como valores destacados. No suelen aspirar filosóficamente al conocimiento por mor del conocimiento. No sólo eso. Las grandes multinacionales, a los hechos podemos remitirnos, no financian cualquier cosa, aunque no sean tan estúpidas como para cortar la hierba de la investigación básica. Hay más desde luego. Muchos programas de investigación abonados por grandes laboratorios, por ejemplo, exigen condiciones leoninas: hay que investigar la eficacia de un fármaco nuevo; si lo es, adelante con el paper, los laureles y los premios; si no lo es o sus efectos son indeseables, que se guarde en la caja fuerte y ya se hablará de ello dentro de dos o tres años, o cuando toque si toca. Lo tomas o lo dejas; debes tomarlo: tenemos el poder (y los medios) para tu (posible) gloria.

Pero, ¿es sólo esto? ¿La ciencia, sometida al «poder del control social del conocimiento» disfrutado por las clases dominantes y hegemónicas», es una mera y ocasionalmente eficaz sirvienta? ¿Vive con permiso? Veamos un ejemplo que puede representativo. El caso de la denominada «disfunción sexual femenina» (DSF) [4], que no es propiamente investigación científica pura sino práctica científica con fuertes implicaciones ciudadanas, iIustra poderosamente sobre la imbricación de grandes corporaciones, profesionales científicos, estudios y congresos de investigación. Pero también sobre algo más: el importante, el decisivo papel de la regulación pública y de la consciencia crítica de las propias comunidades científicas. El nudo es esencial: hay resistencia, hay honestidad científica y ciudadana. Existen, siguen existiendo, científicos concernidos. La hecatombe de Fukushima ha sido otro ejemplo reciente de ello. No todos los científicos han permanecido mudos ni dóciles ante el poder y las estrategias de Tepco.

Hace más de diez años, en 1998, Pfizer, la principal compañía farmacéutica de Estados Unidos, comercializó Viagra, un tratamiento para la «disfunción sexual masculina», concebida ésta básicamente como disminución o desaparición de la capacidad de erección. Se calculó que tres años más tarde, en 2001, a más de 17 millones de hombres en el mundo se les había recetado el medicamento comercializado por Pfizer. Su volumen de ventas superó ese mismo 2001 los 1.500 millones de $USA. Con el nuevo producto, la multinacional había superado los criterios de definición de un «blockbuster», un fármaco con un volumen de ventas superior a los 1.000 millones de dólares o euros.

Una pregunta se impuso inmediatamente en las mentes de los directivos de la corporación: ¿y si fuera posible conseguir un éxito semejante con un producto afín dedicado a las mujeres? La igualdad de géneros transcurre por ese sendero para ese grupo social. El problema residía en que, en principio, existía un criterio claro para poder diagnosticar disfunción masculina, pero en el caso de las mujeres eran mucho más difícil definir la disfuncionalidad y, sobre todo, cuantificarla y evaluarla «objetivamente». ¿Cómo se consiguió? Esta es la historia que nos ha contado Teresa Forcades i Vila.

En 1997, antes de que Viagra irrumpiera en el mercado, tuvo lugar en Cape Cod (Nueva York) el primer encuentro de especialistas médicos dedicado a determinar el perfil clínico de la DSF. La iniciativa, la organización y financiación del encuentro corrieron a cargo de 9 compañías farmacéuticas preocupadas por la inexistencia de una definición de este supuesto trastorno. Fueron los promotores (es decir, las grandes corporaciones) quienes eligieron entre sus colaboradores las personas que podían asistir al encuentro. Su objetivo no fue ocultado: diseñar una estrategia adecuada para crear una nueva (y supuesta) patología, funcional a los intereses económicos de la industria farmacéutica.

Un año y medio más tarde, en 1998, se celebró en Boston la primera conferencia internacional para la elaboración de un consenso científico sobre la DSF. Fueron 8 esta vez las compañías farmacéuticas que financiaron el encuentro. Dieciocho -¡el 95%!- de los diecinueve autores de la nueva definición de la noción admitieron tener intereses económicos directos con estas u otras compañías del sector.

En 1999, apareció en la revista científica JAMA un artículo titulado «Disfunción sexual en EEUU: prevalencia y variables predictivas». Se aseguraba en él que un 43% de la población femenina adulta de Estados Unidos (¡el 43%!) tenía esta «disfunción», sufría de esta enfermedad siguiendo la definición del congreso de Boston financiado por aquellas 8 empresas farmacéuticas. Los pasos para delimitar la población enferma, señala Teresa Forcades, fueron los siguientes: se elaboró una lista de siete problemas; cada uno de ellos era suficiente para justificar el diagnóstico de disfuncionalidad si se había presentado durante dos meses o más en el último año; se pasó el cuestionario a unas 1.500 mujeres; se evaluaron de tal forma que responder afirmativamente a alguna pregunta, una sola, era suficiente para identificar positivamente la enfermedad. Se generalizó la muestra y de ahí el 43% resultante.

Uno de los items del cuestionario era la ausencia de deseo sexual. De forma tal que, independientemente de cualquier otra consideración, si una mujer había manifestado ausencia de deseo sexual durante dos o más meses, automáticamente quedaba etiquetada de disfuncional y contabilizada como tal. No importaba si esa persona estaba atrapada en una relación infernal, había sufrido una pérdida muy importante, o cualquier otra circunstancia que podamos o queramos imaginar. Nuevamente, dos de los tres autores que firmaban el artículo tenían intereses económicos con laboratorios farmacéuticos.

En octubre de ese 1999 tuvo lugar un tercer encuentro. Fue esta vez la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston la que organizó la reunión. 16 compañías farmacéuticas fueron las organizaciones financiadoras. La mitad de los asistentes admitieron (¡no bajo amenazas de ningún tipo!) tener intereses económicos directos con esas corporaciones. Del encuentro surgió el «Fórum para la Función sexual femenina». En él se celebraron dos conferencias sobre el tema, en 2000 y 2001, ambas en Boston, con la generosa financiación de veinte compañías, cuatro más en esta ocasión, lideradas por Pfizer, the best.

Hasta aquí parece claro lo señalado por Sergio de Castro Sánchez, la corroboración es de manual, inapelable: una prueba más del «poder de control social sobre el conocimiento del que disfrutan las clases dominantes». ¿Ya está? ¿Es el fin de la historia? ¿No hay más historia? Hay más historia, queda partido.

Dos años más tarde, en 2003, esta manipulación de saber científico en función de intereses estrictamente comerciales de privilegiados sin alma fue denunciado por un científico, por Ray Moynihan en British Medical Journal (BMJ 2005; 330: 192-194). Sólo ante el peligro, se dirá; no fue el caso, tuvo reconocimientos.

Los editores de la publicación recibieron setenta comentarios sobre el artículo de Moynihan: dos tercios de las respuestas (en torno al 66%) fueron notas de apoyo a sus observaciones críticas y confirmaron la indignación de la comunidad científica médica ante este tipo de actuaciones y presiones, reconociendo simultáneamente (y no es meramente una nota perdida en el capítulo CCIII del XX tomo de las obras incompletas) que sin la interesada y nada científica colaboración de determinados médicos la preponderancia de los intereses económicos empresariales no se hubiera conseguido en este caso. El corporativismo cegador no se ubicó en el puesto de mando de la operación ni de las reflexiones.

En diciembre de 2004, la agencia reguladora de los medicamentos en EEUU impidió que se comercializara el primer fármaco dedicado al tratamiento de la DSFemenina, el parche de testosterona de los laboratorios Proctor y Gamble. Los responsables de los estudios clínicos que intentan probar la efectividad del parche presentaron sus estudios de forma sesgada: los beneficios eran dudosos y unos más que probables efectos secundarios eran netamente peligrosos: cáncer de pecho, enfermedades cardíacas. El parche, por el contrario, se anunciaba con beneficios netos y riesgos nulos. ¡La impúdica música publicitara de siempre! Teresa Forcades i Vila concluye finalmente con admirable sensatez: «La disfunción sexual femenina (como cualquier otra enfermedad) tiene que ser estudiada en función de los intereses médicos de las mujeres afectadas y no en función de los intereses económicos de algunas de las empresas más ricas del planeta». Otra patada crítica contra el capitalismo realmente existente.

Un apunte más, fuera de guión. Intereses científicos genuinos no subordinados a poderes económicos minoritarios; políticas informadas de salud pública; veracidad en la investigación; comportamientos científicos críticos y honestos; divulgación rigurosa del saber de las comunidades científicas; control social ciudadano de las actuaciones de las grandes corporaciones e instituciones políticas,… En estos vértices centró Manuel Sacristán (1925-1985) parte de su reflexión político-filosófica en sus últimos años. Las derrotas sufridas, la renovación y cuidado de la tradición, exigía revisar las clásicas consideraciones desarrollistas y entusiastas en torno a la ciencia, la tecnología y su positivo papel en el progreso y desarrollo las sociedades humanas [5]. No sólo entonces.

En las conclusiones de su tesis doctoral de 1959 sobre la gnoseología de Heidegger, el que ya entonces era dirigente del PSUC y del PCE, dedicó un sucinto pero deslumbrante apartado a Hebel-der Hausfreund [6]. La armonización heideggeriana de ciencia y naturaleza, de pensamiento racional y pensamiento esencial, sugería básicamente una retirada del mundo de la técnica, abandonando sus posiciones dominantes y amenazantes para situarse «al servicio en el ámbito en que el hombre llega más propiamente al Acaecer». No tenía sabor ni finalidad racionalista la propuesta del autor de Ser y tiempo ya que era el propio pensamiento racional el que debía ser recluido en el ámbito que, supuestamente, le era connatural, el estrecho e insustancial espacio de los objetos, negándole todo derecho de ciudadanía en cualquier otro territorio: «(…) sobre esa conminación, el pensamiento racional piensa por lo menos que se funda en una limitación del ámbito de la razón y en una caricatura de la misma. En esta época de decisivas transformaciones vitales por ella promovidas la razón humana ha aprendido definitivamente que es algo más que el jugador de ajedrez a que tanto impaciente mago irracionalista o formalista querría reducirla».

A la reflexión heideggeriana de El amigo del Hogar volvió a referirse Sacristán veinte años después, en 1979, en una conferencia impartida en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Barcelona sobre los principios básicos que debían vertebrar una política de la ciencia de orientación y finalidades socialistas a la que hemos hecho referencia. Una de sus tesis: «[…] yo también creo que eso es verdad, pero ocurre que en este final de siglo estamos finalmente percibiendo que lo peligroso, lo inquietante, lo problemático de la ciencia es precisamente su bondad epistemológica. Dicho retorciendo la frase de Ortega: lo malo de la Física es que sea buena, en cierto sentido un poco provocador que uso ahora. Lo que hace problemático lo que hacen hoy los físicos es la calidad epistemológica de lo que hacen. Si los físicos atómicos se hubieran equivocado todos, si fueran unos ideólogos pervertidos que no supieran pensar bien, no tendríamos hoy la preocupación que tenemos con la energía nuclear. Si los genetistas hubieran estado dando palos de ciego, si hubieran estado obnubilados por prejuicios ideológicos, no estarían haciendo hoy las barbaridades de la ingeniería genética. Y así sucesivamente».

Esto hacía que, en su opinión, el planteamiento epistemológico estricto, la consideración sobre ciencia e ideología, «sobre si los científicos son ideólogos o hacen ciencia pura o no, aún siendo, como reconozco, una cuestión filosófica eterna, por usar adjetivos fuertes kantianos», le parecía de importancia secundaria ya en aquellos momentos frente a la importancia de los problemas implicados en lo que llamó la «metaciencia ontológica». Este es el punto, éste sigue siendo el punto.

Me permito finaliza con una reflexión de Sacristán, también de esa conferencia de 1979, directamente relacionada con el asunto discutido: «Sin embargo, incluso cuando más afortunado puede ser poética, retóricamente, un dicho heideggeriano o, en general, de crítica romántica a la ciencia, tiene sus peligros, porque suele ser bueno de intención, por así decirlo, y malo de concepto. Por ejemplo, aunque sea una cosa desagradable de decir, vale la pena precisar que tal como se presenta en la vida real hoy el problema de las ciencias, este marco ontológico de su peligrosidad no consiste en que desprecien a la naturaleza, en que practiquen agresión a una naturaleza que sería buena en sí misma. No, la realidad es que su peligrosidad estriba en que significan una nueva agresión a la especie, potenciando la agresión que la naturaleza ha ejercido siempre contra la especie. Quiero decir que un neutrón no es un ser cultural; un neutrón es un ente natural, por ejemplo, y así en muchas otras cosas».

Se hacía cómodo, proseguía el traductor de Marcuse y Adorno, el trabajo de los defensores de los intereses de las grandes compañías eléctricas cuando se les contraponía un pensamiento ecológico romántico-paradisíaco. Tan erróneo era el romanticismo rosa como el negro. «La naturaleza no es el paraíso. Seguramente es una madre pero una madre bastante sádica, todo hay que decirlo, como es conocimiento arcaico de la especie. Eso no quita, naturalmente, que para el hombre ella es, como es obvio, esto es perogrullada de lo más trivial, necesidad ineludible y para el hombre urbano, para el hombre civilizado, además, necesidad cultural«. Había que mirar con los dos ojos cuál era la relación erótica, de amor, que tenían a la naturaleza los que la tenían. «Yo creo que hay que mirarla con los dos ojos y darse cuenta de que es conceptualmente floja si la ves sólo como paradisíaca y rosada. La relación es mucho más profundamente religiosa, y hay que decirlo así aunque se sea ateo, porque es religiosa en el sentido de que está mezclando siempre el atractivo erótico con el terror, la atracción con lo tremendo. Eso cualquiera que sea alpinista me parece que estará de acuerdo sin mayor discusión. Los que no lo sean pueden aceptarlo como, por lo menos, experiencia de una parte de la humanidad; a saber, los alpinistas; y los marinos, probablemente, también».

Esos dos ojos también debe ser utilizados al mirar y analizar la relación ciencia e ideología, o ciencia, ideología y sociedad como se decía algunas décadas atrás.

Notas:

[1] Janet Browne, La historia de El origen de las especies de Charles Darwin, Debate, Madrid, 2007 (traducción de Ricardo García Pérez), pp. 116-117.

[2] Ibidem.

[3] Hay aquí probablemente además alguna herencia por «caracteres y cosmovisión adquiridos». El último soberano de la dinastía Rockefeller ha afirmado ante las Naciones Unidas -¡las Naciones Unidas!-, imagínense lo que dirá a puerta cerrada y en la intimidad, que «la sanidad pública ha generado el problema de la superpoblación» (tomado de Paco Arnau, «El Imperio quema su última nave». http://www.rebelion.org/noticia.php?id=132016)

[4] Tomo los datos e informaciones de Forcades i Villa 2006: 5-8. Debo a Carlos Fernández Liria y Clara Serrano García (2009) noticias de este magnífico trabajo de la científica catalana.

[5] Una de sus aportaciones puede verse en Manuel Sacristán, Seis conferencias, El Viejo Topo, Barcelona, 2005, pp. 55-82. Hay mucho material inédito en Reserva de la Biblioteca Central de la Universidad de Barcelona, fondo Sacristán.

[6] Manuel Sacristán, Las ideas gnoseológicas de Heidegger, Crítica, Barcelona, 1996, pp. 228-231 (edición de Francisco Fernández Buey)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.