Mercedes Cano Herrera y Julio Ortega Fraile publicaron en Rebelión el pasado julio, tomando pie en una fotografía periodística, un artículo con el título «Tauromaquia: cultura y heces» [1]. Sobre un fondo de indignación poliética y cultural razonable y compartible, sostenían afirmaciones, algo desbocadas en mi opinión, como las siguientes: «[…] La cultura de la […]
Mercedes Cano Herrera y Julio Ortega Fraile publicaron en Rebelión el pasado julio, tomando pie en una fotografía periodística, un artículo con el título «Tauromaquia: cultura y heces» [1]. Sobre un fondo de indignación poliética y cultural razonable y compartible, sostenían afirmaciones, algo desbocadas en mi opinión, como las siguientes: «[…] La cultura de la violencia, de la dominación, de la tortura, de la sangre, de la impiedad, del dolor y de la muerte. La cultura, en definitiva, de las heces. Esa es la que aplauden desde el ámbito taurino y la que el Gobierno les ha brindado a los amantes y negociantes de «la Fiesta Nacional», con la aceptación de su demanda de transferir buena parte de las competencias sobre tauromaquia del Ministerio del Interior al de Cultura…» Otras formulaciones no eran mucho mejores, incluso, si se me permite, un poco peores. Un ejemplo: «[…] Los veinte minutos de cada toro en la arena, son tan «inmateriales» como veinte minutos de torturas de la DINA a presos en Chile o veinte minutos del tormento de Schnauzi» [2]. Los excrementos fecales de esos desventurados toros, concluían los autores, «hieden mucho menos que las deyecciones morales de una especie, la nuestra, que utiliza su pretendida superioridad para regular a un tiempo el daño que inflige a otras criaturas y su impunidad por causarlo».
Santi Ortiz respondió con un artículo -y un título: «Heces mentales» [3]-, que, en mi opinión, no busca o cuanto menos no consigue aclarar argumentos, señalar puntos imprecisos y aproximar, si cabe (y creo que cabe), posiciones, sino, con modos muy mejorables, ratificarse en lo pensado y sentido y descalificar con procedimientos poco admisibles las posiciones del adversario u oponente. La descortesía, e incluso el insulto en ocasiones, son algunos de esos procedimientos. Y no son los únicos. Me limitaré a señalar en esta nota algunas de estas maneras de decir, criticar y razonar.
Los compases iniciales del escrito no tienen desperdicio: «Jamás estaré en contra de quienes no les gustan las corridas de toros, incluso de los que abominan de ellas; al fin y al cabo, ir o no a los toros es un ejercicio de libertad que cada cual debería poder ejercer a su manera». Empero, prosigue Ortiz, los que quieren coartar esa libertad a los que él llama «aficionados», los que difaman la Fiesta (que él escribe siempre con mayúscula), los «!que mienten (sic) sobre ella a pesar de su desconocimiento de la misma, los que tratan de engañar a la gente predisponiéndola en su contra a fin de acabar con ella, siempre me tendrán enfrente y presto a combatirles», eso sí, con «las armas de la razón y el conocimiento». La posición numantina y «cierra España» asoma en el párrafo desde la primera palabra; la mejor defensa es un ataque directo: mentiras, difamaciones, engaños, desconocimiento del tema discutido, coacción de libertades ciudadanas, acabar con la «Fiesta». Más aún, prosigue Ortiz, «si pertenecen a ese creciente fanatismo religioso llamado «animalismo», que encuentra campo abonado en el infantilismo e hipocresía de nuestra sociedad actual, tan modosita, tan babosa y tan apegada a lo políticamente correcto».
Peor casi imposible: se da por supuesto lo que hay que argumentar («ir o no a los toros es un ejercicio de libertad que cada cual debería poder ejercer a su manera»); habla de difamadores de la «Fiesta», como si las corridas de toros fuesen more geometrico el núcleo sustantivo de no sé qué esencia social o nacional; se aproxima de inicio a lo que llama animalismo de la peor de las maneras, refiriéndose a él como fanatismo religioso, y, finalmente, lanza gritos, mil veces formulados, sobre lo «políticamente correcto», que no acaba de delimitar, presuponiendo o pareciendo presuponer que todo lo políticamente incorrecto es en sí algo positivo. El matiz, la precisión y la prudencia crítica en la cuneta de lo extravagante. Si nuestra sociedad es «tan modosita y tan babosa», tan infantil e hipócrita, no es siempre o no es tan sólo porque esté apegada a lo «políticamente correcto» que, a veces, pocas es cierto, es muy correcto. Detrás de esas correcciones hay luchas ciudadanas y obreras. ¿Es necesario citar diez millones de acciones, en absoluto políticamente correctas, que rigen, oculta o abiertamente, en nuestra sociedad babosa y modosita?
Por lo demás, que el animalismo, que puede no compartirse (como es mi caso), sea un fundamentalismo religioso, que no tiene ideas sino creencias convertidas en dogmas de fe según sentencia sentenciosa de Ortiz, se «argumenta» así: con el pretexto de elevar (sic) algunas especies animales, «las que creen convenientes», a la condición humana (sic), no pretenden sino degradar al hombre a nivel de las bestias (sic, supersic); desentendiéndose de la lucha contra la desaparición de las especies animales como un todo (what?), el animalismo cae en la incoherencia de pretender salvaguardar la existencia de los individuos de esas especies, para lo que incurre en la beatería de imaginar un idílico paraíso de cartón piedra. ¿De qué «animalistas» habla el defensor de la «Fiesta»? Elevar especies animales a la condición humana. ¿Y eso qué quiere decir? ¿Degradar el hombre a nivel de las bestias? Pero, ¿qué humanismo teologizante defiende Ortiz? ¿De dónde y en qué reside esa discontinuidad insalvable entre «bestias y hombres» y qué consecuencias extrae Ortiz de ella si existiera? Me vienen a la mente tres «animalistas» conocidos, además de los autores del artículo: Jesús Mosterín, Jorge Riechmann y Peter Singer (incluso John Berger a su manera). Nada de lo que Ortiz señala encaja con ninguna tesis defendida por ellos.
La guinda «afable» de la aproximación: «pretender salvar la especie «zorro» y preocuparse de la suerte individual de las gallinas, es un despropósito indigno de cualquier racionalidad». ¿Los animalistas son entonces idiotas y «su racionalidad» un despropósito? No sólo es eso: «el animalismo pretende hacer pasar por inofensiva víctima a un animal -el toro de lidia- que, como fruto de la selección cultural llevada a cabo durante siglos por los ganaderos, es un poderoso guerrero, extremadamente peligroso y temible en el combate cara a cara». ¡Qué metáfora tan infame y tan significativa! ¡El toro de lidia como poderoso guerrero! ¿Inofensiva víctima el toro de lidia? ¿Piensa Ortiz que los animalistas son memos sin remisión?
Otro paso que produce salpullidos y que difícilmente podrá leerse sin lanzar gritos de indignación: «el torero, lejos de ser un cobarde como también tratan de pintarlo los animalistas, es un hombre con el acopio de valor necesario -la mayoría no lo tiene- para enfrentarse a un toro bravo sin más armas que un trozo de tela y una espada». Más aún, señala Ortiz en un pasaje algo oscuro, «para hacer desaparecer cualquier sensación de lucha a muerte revistiéndola con un ropaje artístico y estético, que es lo que van a disfrutar los espectadores, que es lo que pretende sentir el torero, y que es lo que ha transformado el toreo en un arte de singular belleza para todos aquellos que tenemos sensibilidad -empleo el término con toda intención- para gozar de él». Todo esto, ¿qué es? ¿Lenguaje y pensamiento masculino? ¿Una cosmovisión fuerte, de macho valiente que se enfrenta al peligro desnudo, en absoluto como los hijos de la mar? ¿Españolismo taurino en estado puro, sin contaminación ilustrada? ¿Enfrentarse a un toro bravo sin más armas que un trozo de tela y una espada? ¿De qué está hablando Ortiz? ¿Mayorías sociales que no tienen valor, como los toreros que son muy machos? ¿Tienes noticias Ortiz de las condiciones sociales que son caldo de cultivo del tereo? Pero ¿de qué habla Ortiz cuando habla de la «Fiesta»? Arte de singular belleza. ¿Por qué? ¿Dónde el arte, dónde la belleza? ¿»Sensibilidad» para disfrutar del tereo como alarde existencial exquisito de un grupo de elegidos entre los que él parece incluirse? ¿El toreo como arte que hace desaparecer, transformándolas en cosa distinta, sensaciones de muerte? ¿Qué es todo este lenguaje de dos al tercio?, ¿qué es toda esta metafísica barata de tres al cuarto, me sobran cinco y tomo aire con el pulmón muy abierto porque soy sensible al Arte taurino? ¡Por favor!
Ortiz da datos y esgrime lo que, en su curiosa teoría de la argumentación, pretende ser un argumento: existen en nuestro país, afirma, 500.000 Ha. de dehesa dedicadas a la cría del toro de lidia (el 1% de la superficie de España); en ella viven, en régimen extensivo que asigna algo más de una Ha. por animal, unas 275.000 cabezas de ganado; ni en la temporada de mayor número de festejos, la cifra de reses lidiadas ha alcanzado los 13.750 ejemplares; en la lidia muere anualmente, por tanto, menos del 5% de las reses que se crían, viven y se desarrollan en «el hábitat privilegiado» (sic) de la dehesa. Supongamos y aceptemos lo anterior, no es el nudo. El «exquisito» argumento que se nos regala dice así: supongamos ahora que abolimos la fiesta de los toros y que, atendiendo a las demandas animalistas y pseudoecologistas (¿y quienes son estos nuevos invitados, sin participación hasta el momento?, ¿a quién refiere Ortiz con el término «pseudoecologistas»?) se dejan, para su preservación, un determinado número de cabezas viviendo en el mismo biotopo convertido ahora en parque natural. Cuántas cabezas se conservarían, pregunta Ortiz. El mismo tiene la respuesta: siendo más que optimistas, siendo ilusos afirma, este número no superaría nunca el de 13.750. ¿Por qué? Porque lo dice don Ortiz y punto, porque sus conjeturas y escenarios de futuros son indiscutibles, y tienen la veracidad de lo futurible y no comprobado. Prosigue la «argumentación»: incluso aceptando dicho número, lo anterior supondría una inversión de la situación actual: «sobrevivirían el mismo número de reses que hoy se matan anualmente en las plazas, y sucumbirían en los mataderos… ¡más de 260.000 ejemplares!». La pirueta falaz es de libro: llego a donde quiero llegar por el medio que me es más fácil. Sin miramientos y sin precisiones, dando los saltos argumentativos que me da la gana y sin tener en cuenta otras consideraciones, las que me críticos esgrimen: sufrimiento, dolor, muerte. ¿Pasa algo? ¡Coraje taurino!
El animalismo, en general, y los autores del artículo en particular, según Ortiz, «parten de un error radical e inadmisible: que el sufrimiento del hombre es comparable al de cualquier otro animal». Como si la idea de la muerte que tenemos los humanos, «origen de nuestra angustia», tuviera parangón en el resto del reino animal». Que los animalistas comparen sufrimientos, y habría que verlo, no quiere decir que igualen ni que sostengan la existencia de una consciencia de muerte en el mundo animal no-humano similar o afín a la humana. Lo que Ortiz afirma sobre que no ha visto «a un lobo comunista, a una oveja monja o a un simio que haya escrito una obra literaria» no vale la pena comentarlo; da risa (o llanto) y se comenta por sí mismo.
Igual pasa con la afirmación, que a él le parece casi una noción común euclidiana, «los animales no tiene derechos porque carecen de deberes, y no existe lo uno sin lo otro». Suena a la Internacional pero este telar exige más trabajo, no es inmediato el corte. No afirmo que los animales tengan derechos (¿cómo podrían tenerlos ?). Pero la razón de que no los tengan, si no los tuvieran, ¿es qué carecen de deberes? Mi sobrina Lucía tiene cinco meses, no es un animal-bestia, sino un maravilloso animal-humano. Sus padres, excelentes personas, son científicos. Su madre, farmacóloga, quería que aprendiese la tabla periódica. Tiene fijación desde joven. Su padre, también científico, queía que Lucía supiese de corrido todos los isótopos del uranio. Si no lo conseguía en dos semanas, Lucía se quedaba sin ver a su tía Mercedes, sin tomarse el biberón de la tarde y escuchado para dormirse a Julio Iglesias, Alaska y Raphael. Logré convencerles, son gentes razonables. Lucía tenía sus derechos, les dije, no debía ser presionada ni torturada. Pero, ¿tiene deberes? ¿qué deberes tiene Lucía con apenas seis meses de vida?
Para Ortiz es falso que la tauromaquia tenga efectos perniciosos sobre los niños. Lo contrario es más verdadero en su opinión: la ética que sustenta la práctica del toreo, comenta, fomenta valores como los siguientes: «la superación del miedo (que el toro impone), la solidaridad (para con el compañero en peligro), el espíritu de sacrificio y el esfuerzo (eso tan olvidado por nuestra sociedad), la caballerosidad (para enfrentarse al enemigo sin artimañas), el dominio de sí mismo (para evitar las reacciones incontroladas), la lealtad (para con el toro), etc». Esto que sostiene aquí Ortiz, ¿no es una creencia dogmática, del tipo de las que él atribuye a los animalistas? ¿Qué es entonces? ¿Una teoría psicológica y pedagógica contrastada exitosamente? ¿Puede dar Ortiz el nombre de algún estudioso, de alguno de sus trabajos donde se defienda la conveniencia de este curioso método de aprendizaje y avance moral? ¿Elevamos alguna propuesta a los colegios públicos de España, de Europa y de parte del extranjero sobre la conveniencia de asistencia a la «Fiesta» desde muy corta edad para forjar «hombres recios y morales»? ¿Mujeres también? ¿Nos ponemos el mono de las propuestas pedagógicas «revolucionarias»? ¿A qué esperamos?
«Todo lo que se dice al respecto en el citado artículo es de una gratuidad que asombra», sostiene Ortiz refiriéndose al artículo de Mercedes Cano Herrera y Julio Ortega Fraile. No estoy seguro que el inconsciente no le haya jugado una mala pasada y no haya pensado en el suyo. El último paso de su artículo, que merece un lugar destacado en el tablón de disparates de nuestras habitaciones de estudio, parece confirmar la sospecha. Abstengámonos de hablar de violencia, señala Ortiz, refiriéndose a la fiesta de los toros. ¿Por qué? Por lo siguiente, no se ruboricen por favor: porque «violencia es que haya en el mundo más de 900 millones de personas padeciendo hambre crónica, mientras gatitos, perritos y otras mascotas gozan de peluqueros, dietistas y los más variados servicios de cirugía estética; violencia es que el negocio de los alimentos equilibrados para perros y gatos ascienda ya a 200 millones de dólares, mientras según datos de la FAO, muere un niño de malnutrición cada seis segundos». Es a estos a los que hay que liberar, concluye Ortiz, no a los toros, «que viven como dios (sic), aunque después mueran peleando (sic) en la arena». ¿Han leído ustedes en alguna ocasión, y en tan pocas líneas, tal número de idiotices, lugares comunes «políticamente correctos», falacias mil veces analizadas y criticadas e, incluso, perdóneseme el atrevimiento, insultos a la inteligencia del lector/a, sea o no animalista, incluso a lectores partidarios de la «Fiesta»? ¿Por qué que 900 -o 3.000- millones de seres humanos sufran hambre crónica justifica, por ejemplo, cambio ahora de ubicación, que otra capa privilegiada de seres humanos maten, hagan matar o vivan sobre la matanza de millones de visones para hacer ostentación de abrigos y «porte elegante» en fiestas de ricachones o incluso en la «Fiesta» como hacían antaño las señoras de los jerarcas fascistas y falangistas? ¿Qué sentido tiene esa comparación? ¿A quién piensa confundir? ¿No es un pelín demagógica? ¿No cabe una cosa tan elemental en la taurina y festiva racionalidad de Ortiz?
PS: Un editorial de Gara [4] hablaba recientemente de que «Las corridas de toros no se celebran dentro del programa de fiestas. Donostia levanta la espada de la abolición». La Aste Nagusia donostiarra de 2011 presenta una significativa novedad: «por primera vez, las corridas de toros no se celebran dentro del programa festivo». Un paso pequeño pero, en opinión de Gara, de gran significado: «una decisión portadora de esperanza para todos aquellos que trabajan por unas fiestas que no transmitan valores basados en el sufrimiento de nadie, donde la barbarie y la tortura para el entretenimiento no tengan cabida. Donostia fue ayer escenario, como los últimos quince años, de una importante movilización ciudadana abolicionista». Se hizo un llamamiento para que en 2012 haya una declaración oficial de ciudad antitaurina. Se planteó para ello «una vía escrupulosamente democrática, sensata y de sentido común: preguntar a los y las donostiarras, y respetar y hacer respetar su voluntad».
Hasta aquí, mejor que bien. Luego, se desliza el editorial hacia terrenos extraños y poco razonables: «Esta iniciativa ciudadana llega justo después de que el Gobierno español haya reconocido a las corridas de toros como disciplina artística y producto cultural. Y, consecuentemente, haya asignado al Ministerio de Cultura la responsabilidad de protegerlas y desarrollarlas… Sólo defendible desde una visión que encuentra en las corridas el símbolo de la «marca España», que las defiende como patrimonio cultural que da forma a la identidad nacional española». Una razón más, prosigue Gara, «a sumar a las ya de por sí poderosas razones culturales y de derechos de los animales, para hacer que la propuesta de la plataforma Donostia Antitaurina Orain! vaya madurando, ganando en amplitud e impacto y pueda materializarse». ¿Cómo se suman las manzanas y las malajotas? Los derechos de los animales, si queremos hablar así, el tema como se apuntó es controvertido, no tienen nada que ver o no deberían tenerlo con las supuestas identidades nacionales. Ni con la vasca ni con la española si existen, ni desde luego con la «marca España» o la «marca Euzkadi». Muchos ciudadanos o ciudadanas que se sienten españoles, no es mi caso, están a favor de los toros y en contra de las corridas, de la «Fiesta nacional», que les parecen un «espectáculo deleznable». Como ocurre con muchos ciudadanos vascos. Ni más ni menos y por razones no sólo similares sino idénticas. No hay ninguna oposición aquí, y en doscientos mil lugares más, entre lo español y lo vasco, en el generoso supuesto que ambos términos tengan algún significado de interés.
Notas:
[1] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=133244
[2] El nombre de un cachorro de perro. Los autores escriben: «… al que no hace mucho un malnacido martirizó durante once horas hasta matarlo y después colgó el vídeo y la descripción de su «faena» en internet».
[3] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=133361
[4] http://www.gara.net/paperezkoa/20110815/284872/eu/Donostia-levanta-espada-abolicion
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