A finales del año 2000, el gobierno de William Clinton había agotado sus esfuerzos para alcanzar un acuerdo entre los dirigentes israelíes y palestinos. Intensas negociaciones se estuvieron llevando a cabo en Camp David con la participación del propio Arafat y el premier israelita Ehud Barak. Los últimos contactos se realizaron en conversaciones por separado […]
A finales del año 2000, el gobierno de William Clinton había agotado sus esfuerzos para alcanzar un acuerdo entre los dirigentes israelíes y palestinos. Intensas negociaciones se estuvieron llevando a cabo en Camp David con la participación del propio Arafat y el premier israelita Ehud Barak.
Los últimos contactos se realizaron en conversaciones por separado en una base militar cercana a Washington en el mes de diciembre, cuando ya había sido electo George W. Bush como nuevo presidente, quien tomó posesión en enero del 2001 acompañado de un equipo de ideólogos de ultraderecha muy vinculados a los intereses sionistas. Una verdadera pandilla de delincuentes políticos.
Un mes después, ganó las elecciones en Israel, Ariel Sharón, consumado terrorista con una historia que lo lleva a ser considerado por muchos como un criminal de guerra. Para la causa palestina y para los pueblos del Cercano Oriente, el binomio Bush-Sharón no podía ser peor.
En el proceso de negociaciones que Clinton impulsó hasta el año anterior, se lograron algunos avances, hubo momentos de optimismo, pero al final las posiciones intransigentes de Israel impidieron llegar a acuerdos y Yasser Arafat se mantuvo firme en no hacer concesiones que menguaran los derechos básicos del pueblo palestino. Los sionistas se negaron a aceptar la devolución de los territorios ilegalmente ocupados hasta las fronteras de junio de 1967. Rechazaron también la creación de un estado palestino independiente con Jerusalén oriental como capital y el derecho al regreso de los refugiados.
Para los nuevos gobernantes de Washington y Tel Aviv, estaba entonces muy claro que Yasser Arafat era un obstáculo en sus planes y tendrían que hacer algo para hacerlo desaparecer. Por ello, muy tempranamente, en marzo del 2002, el gabinete israelí lo declaró oficialmente como enemigo, certificando de esta manera que podía ser eliminado y comenzó el hostigamiento militar a sus instalaciones en la ciudad cisjordana de Ramallah. Tres meses después es el presidente Bush y otros altos dirigentes de su gobierno, quienes lo descalifican públicamente como interlocutor válido en cualquier negociación y exigen que abandone la Dirección palestina. En septiembre, blindados del ejército sionista atacan el edificio conocido como «la Mukatta», donde trabaja y vive el líder palestino, en abierto intento por asesinarlo.
Simultáneamente, se desarrollan intensas presiones y conspiraciones para que se designe una personalidad aceptable por los Estados Unidos e Israel, como negociador, y el 29 de abril del 2003, con la agresión y ocupación de Irak como telón de fondo, en difíciles condiciones, el Consejo Legislativo Palestino designa como Primer Ministro a Mahmmoud Abu Abbas (Abu Mazen). Ese cargo no existía en la estructura de gobierno, pero es creado para la ocasión. Culmina de esta forma el intento por despojar a Arafat ─a quien mantienen confinado en la Mukatta─, de su poder ejecutivo.
Podían haberlo asesinado con un bombardeo de sus F-16 o con los cañonazos de sus tanques, realmente fue casi un milagro que esto no ocurriera. En el propio edificio donde él se encontraba, otros perecieron. Pero optaron por una variante que no fuera tan escandalosa ante la opinión pública internacional y tan traumática e indignante para el propio pueblo palestino, para quien éste continuaba siendo su dirigente histórico indiscutido.
De momento, esperaban lograr con Abu Mazen, lo que no habían podido obtener de Arafat. Estados Unidos quería dar la impresión de que estaba interesado en resolver el conflicto y de que no era enemigo de árabes y musulmanes, por ello propusieron el plan conocido como «Hoja de Ruta» e hicieron participar al nuevo Primer Ministro en negociaciones en Akaba, Jordania, donde asistieron también los monarcas de Jordania y Arabia Saudita.
Pero desde la semidestruida «Mukatta», la sombra de Arafat continuaba proyectándose como un obstáculo a los propósitos imperialistas sionistas y de ahí seguramente surgió la variante del magnicidio a través del envenenamiento, que de momento, aparecería como producto de una enfermedad desconocida. Tanto el Mossad como la CIA, tienen recursos y larga experiencia en este tipo de operaciones.
Tuve la oportunidad de ser el último cubano que visitó a Arafat en la propia Mukatta. Allí me invitó a almorzar, todavía no estaba bajo confinamiento y parecía optimista. Había estado reunido con él en distintas ocasiones y a veces en momentos difíciles en Líbano, Siria, Túnez y Argel. Recuerdo que en el encuentro que sostuve con él en esta última ciudad, en momentos en que desaparecía la URSS y el socialismo en Europa del Este, me dijo: «Una ola enorme viene sobre nosotros, debemos mantener la cabeza erguida para no ahogarnos.»
Lo vi dirigir las sesiones de tres reuniones del Consejo Nacional Palestino, el máximo órgano de la OLP, en Damasco y en Argel, donde como invitado, tratábamos de contribuir a forjar la unidad interna entre las diferentes organizaciones. El era muy hábil, manejaba como pocos los movimientos tácticos, pero sin perder de vista los objetivos estratégicos. Conocía perfectamente que los derechos inalienables de su pueblo no podían ser entregados y esta convicción la mantenía siempre en alto, aún en las condiciones más difíciles y complejas. Arafat vivo, aún en las circunstancias de aislamiento en que lo mantenían en la Mukatta, continuaba siendo un obstáculo insalvable para quienes querían doblegar el espíritu de resistencia de su pueblo, pues sabía mantener su cabeza erguida.
Después de su asesinato, se recrudecieron los intentos de liquidar la causa palestina. Se estimularon las divisiones dentro de la principal organización que dominaba la OLP, Al Fatah y entre esta y HAMAS, que ganó las primeras elecciones para el Consejo Legislativo, celebradas ─según testificaron numerosos observadores internacionales─, con plena transparencia. Pero como para los EEUU y sus aliados de Occidente, la democracia es válida solo mientras responda a sus intereses, rechazaron estos resultados. Decretaron un embargo a todas las ayudas y promovieron enfrentamientos fratricidas entre las facciones palestinas, algunas de las cuales ya habían recibido entrenamiento de la CIA y mantenían relaciones de colaboración con el Mossad. Condición exigida por Washington y Tel Aviv para «terminar con el terrorismo y ofrecer seguridad al pueblo judío».
Fue vergonzoso ver como algunos dirigentes de la Autoridad Nacional Palestina negociaban y se reunían con los dirigentes sionistas de Israel, mientras los aviones y blindados de estos masacraban al pueblo palestino en Gaza.
Tengo la certeza de que estas cosas no habrían ocurrido de mantenerse Yasser Arafat vivo y como máximo dirigente de la Resistencia Palestina.
Por ello lo asesinaron y en cualquier circunstancia, son los dirigentes imperialistas estadounidenses y los sionistas de Israel, los culpables y autores de su muerte.
Ernesto Gómez Abascal es ex embajador en varios países del Cercano Oriente, escritor y periodista. Autor del libro «Palestina: ¿Crucificada la Justicia».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.