Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Si alguien dijera: «¡Israel, Palestina y Altos del Golán! Tienes solo dos segundos para describir lo primero que se te ocurra.»
De inmediato expresaría con palabras dos imágenes que me entrarían a la mente: «Un manicomio y una enorme bolsa llena de cables entrelazados».
Un manicomio porque, ¿de qué otra manera podría describir esas largas décadas de mentiras, verdades a medias, y engaños? De qué otra manera describir el estado de cosas cuando el lenguaje pierde su significado, las palabras se convierten en chillidos fragmentados y la gente simplemente parece no poder comunicarse entre sí.
Los cables se me ocurren, porque no solo soy escritor, sino también cineasta y fotógrafo. No por elección propia, sino simplemente porque a veces, en realidad bastante a menudo, también siento que las palabras no bastan para describir la realidad. Mientras trabajo tengo que usar cables, muchos cables. Y odio los cables: todos esos cargadores y firewires, cables para USB y cosas semejantes. Los pones en una bolsa y se enredan; nunca puedes separarlos, enderezarlos y encontrar los dos extremos.
Y en eso se ha convertido esta antigua parte del mundo: una enorme red de cables, alambradas revestidas de demencia.
No hablemos de política por un rato. Encaremos temas más prácticos, cómo ir del punto A al punto B.
¿Cómo voy de Rafah a Ramala? Ya veis, incluso ahora, mi Word me muestra dos errores de ortografía en ambos nombres, por lo tanto, ¿tal vez no existan realmente o carezcan de significado?
¿Cómo viajan los palestinos de Belén a Ciudad de Gaza?
¿Cómo viajan los hombres y mujeres de los Altos del Golán ocupadas por Israel a su patria -Siria- y cómo se reúnen con sus parientes? Y no cometamos ningún error técnico, según el derecho internacional los habitantes de los Altos del Golán viven realmente de iure en Siria, ya que ningún gobierno ha reconocido la ocupación israelí. También los han incorporado a Israel, a diferencia de los habitantes de Gaza y de Cisjordania.
Pero todos sabemos, por supuesto, que para ir a Majdal al-Shams, la mayor ciudad de los Altos del Golán, uno no vuela a Damasco sino a Tel Aviv.
¿Ya tenéis dolor de cabeza? Respirad a fondo, la cosa se pone mucho peor.
¿Por dónde entran los jordanos o los saudíes si deciden visitar Cisjordania? ¿Entran en Palestina o en Israel? Los saudíes apenas podrían llegar a pronunciar la palabra ‘Israel’ (una mala palabra, aunque, paradójicamente, es uno de sus cercanos aliados de facto en la región), para no hablar de viajar a ese país. ¿Y podrían, por lo menos teóricamente, entrar en Cisjordania?
Si tienes el sello israelí en tu pasaporte nunca podrás visitar la mayoría de los países árabes. Pero Cisjordania es Palestina, aunque sigue ocupada, fragmentada y controlada por Israel. Por lo tanto ¿qué sello ponen en tu pasaporte? ¿Aceptaría un visitante saudí que le colocaran la Estrella de David en las refinadas páginas de su pasaporte?
Como extranjero puedo aterrizar en Tel Aviv e ir a Gaza o Cisjordania. ¡Los ciudadanos israelíes no pueden hacerlo!
Recuerdo que al principio de la última Intifada contraté un coche conducido por un chófer comunista israelí, un brillante estudiante de historia, quien me dejó en la frontera fortificada con Gaza e inmediatamente inició su lucha épica con los guardias fronterizos israelíes, insultándolos y repitiendo un hecho simple y legítimo, en inglés, ciertamente para mi entretenimiento. Decía: «Imbéciles, estamos bombardeando este lugar con mi dinero y el de mis padres. ¡Tengo derecho a ir y ver cómo mi propio ejército está asesinando civiles!»
La conversación terminó en hebreo y no pude entenderla. Pero supe de qué se trataba.
Los guardias fronterizos israelíes finalmente me dejaron pasar. No es que lo haya pasado bien en Gaza. Poco después del cruce mi taxi compartido fue atacado por un helicóptero israelí y solo unas horas después trabajé en el tristemente célebre hospital Shifa, repleto de hombres con balas en los testículos, cabezas y extremidades.
Varios días después logré cruzar al Sinaí egipcio mientras los pobres palestinos en Gaza se quedaban sellados e incapaces de ir a ninguna parte. Su nuevo aeropuerto primero lo cerraron y después lo destruyeron.
Aunque los israelíes no pueden ir a Cisjordania o a Gaza, excepto en sus vehículos blindados y con armas apuntando en todas direcciones, la gente de Gaza y Cisjordania puede ir, por lo menos en teoría, a Israel. Pero solo si logran los permisos necesarios. Y conseguirlos, para los habitantes de Cisjordania, es difícil y humillante, mientras para la población de Gaza el proceso es sádico, insultante y el resultado casi imposible.
«Hicieron que los palestinos dependan totalmente de Israel», explicó Tami Sheleff que está ayudando a los palestinos a conseguir permisos de trabajo israelíes. Es voluntaria en una organización de voluntarios judíos llamada Border Watch. «Si vives o mueres depende a menudo de si trabajas en Israel o no. Un hombre pobre me dijo hace poco: ‘Sé que no debería cruzar ilegalmente. Si me atrapan, ¡estoy liquidado! Pero no tengo otra alternativa’. E incluso si se obtiene permiso, la vida no es siempre fácil. Los trabajadores están a la merced de los empleadores, tanto judíos cómo árabes, y los árabes no son necesariamente mejores patronos. Los colaboracionistas árabes son a menudo los que contratan a trabajadores palestinos. Entonces tienen un poder absoluto sobre ellos».
Es un lío total. Mis molestos cables imaginarios son reemplazados, en la vida real, por afiladas alambradas fronterizas, por varias capas de alambres de alto voltaje, por los alambres que ‘decoran’ elevados muros de hormigón que dividen comunidades enteras, separan las escuelas de las ciudades, dividen las ciudades y separan los campos de las ciudades.
Escribí que a los israelíes se les prohíbe entrar a los territorios ocupados excepto cuando llegan a bordo de sus tanques. Pero por supuesto también existe una excepción, incluso para los civiles israelíes: pueden ir a Palestina si se apoderan de tierras palestinas y se convierten en ‘colonos’, lo que muchos hacen. En ese caso pueden utilizar carreteras especiales y mostrar sus tarjetas de identidad especiales.
Mientras conducimos por la carretera de peaje 6, de Haifa a Jerusalén, mi colega del PC y abogada de derechos humanos Lynda Brayer obviamente comienza a albergar algunos deseos secretos de asesinarme con sus manos desnudas.
Veo pueblos palestinos al lado izquierdo y pido que abandonemos la autopista y conduzcamos por la carretera local. Mi argumento es que tengo que pasar por localidades palestinas, una y otra vez, para comprender mejor la situación. Lynda me señala que ‘nunca llegaríamos a Jerusalén’, ya que hay innumerables puestos de control en las carreteras secundarias que pasan por Cisjordania.
Discutimos, Lynda grita: «Mis hijos te buscaron en Google y me advirtieron de que si trabajo contigo probablemente volveré a casa en una bolsa de plástico negro». Satisfecho de que mi buena reputación haya llegado hasta a Israel y Palestina, adopto una actitud conciliadora. Pregunto: «¿A santo de qué no podemos tomar la ruta local, realmente?
«Yo no puedo ir allá», responde. «Tú puedes, pero yo no».
Un poco más tarde abandonamos la carretera 6 y tomamos la 423. Y obtengo lo que estaba pidiendo: Las pruebas de la demencia de la ocupación. La autopista está encerrada entre dos grandes muros de hormigón, tan altos que el Muro de Berlín en comparación parecería pequeño. Hay torres de vigilancia por doquier -grandes y amenazantes- y las alambradas de púas son como las guindas del pastel que decoran todas esas monstruosidades.
Tenemos que pasar por el puesto de control. Unos minutos después Lynda explica: «Aquí, la escuela que ves al lado izquierdo… Los niños tienen que pasar por el túnel subterráneo para llegar desde sus casas. Hay colonias judías entre medias y no se permite que los niños pasen por ellas».
Veo más alambradas, alambradas por doquier. Apenas puedo reconocer la escuela.
Desde la terraza del Instituto Ecuménico Tantur, en Jerusalén, disfruto de dos hermosas vistas: una de la sede del servicio secreto israelí y la otra del monstruoso muro que rodea la ciudad palestina de Belén.
Ya estoy cansado de muros; me enferman los muros; los muros me hacen vomitar.
Durante varios días estuvimos cubriendo los Altos del Golán ocupados por Israel donde apenas hay nada aparte de muros y alambradas. Hay varias capas de alambradas de púas de alto voltaje entre Golán ocupado y Siria, entre Israel y Líbano. Hay alambradas y campos de minas; hay viejas alambradas oxidadas y otras nuevas y brillantes, todo tipo de alambradas. ¡A la industria siderúrgica de Israel debe de irle muy bien!
Después de días y más días enfrentando las alambradas, uno comienza a preguntarse dónde están los palestinos -parecen tan pequeños-, se ocultan en algún sitio tras las alambradas, humillados por las alambradas, intimidados por las alambradas, separados por las alambradas.
Llega un momento en el que uno comienza a enloquecer con todas esas alambradas, se pregunta cómo será casarse con una alambrada, hacer el amor con una alambrada, tener una linda alambrada de mascota.
Y llega el momento de partir de Israel y de los territorios ocupados y abandonarlos muy rápido. ¡Claro que uno puede hacerlo, cuando quiera, pero los palestinos no! ¡Están condenados a las malditas alambradas!
Durante mi última tarde en esta parte del mundo, antes de volver a El Cairo, anduve por la ciudad vieja de Jerusalén. Como siempre la ciudad era magnífica, una de las más colosales áreas urbanas del mundo.
¿Jerusalén o al-Quds? Según el word de mi ordenador, era definitivamente Jerusalén, porque «Al Quds» estaba, como todas las ciudades palestinas, subrayada en rojo, mostrada por lo tanto como un error.
Pero incluso Jerusalén está dividida. Aquí las alambradas son imaginarias, no reales, o por lo menos la mayoría.
Pregunté a un comerciante árabe cómo llegar a la Mezquita Al-Aqsa. Me preguntó si era musulmán. Respondí que no tengo religión, pero quería ver la mezquita. Comenzó a lanzar insultos en árabe. Entonces se me acercó un niño que se ofreció para llevarme al monte del Templo y a la Cúpula de la Roca. Una anciana nos escuchó y comenzó a regañar al niño diciéndole que llevarme sería haram.
Finalmente fui solo, pidiendo ayuda. Encontré la entrada principal, ocupada por dos guardias israelíes. «¿Es musulmán? Preguntaron. «No», dije, «ninguna religión». «No puede ir», respondieron: «Es solo para ellos».
Llamé a mis amigos. «No te dejarán pasar», explicaron. «Hace algunos días, un grupo de judíos entró a la mezquita Al-Aqsa y trataron de orar en ella».
Iba a decir «Eso sería normal durante el Califato de Córdoba», pero cambié de opinión. Los tiempos habían cambiado.
Sentí desconfianza y una atmósfera pesada, tensa, en toda la ciudad vieja.
Finalmente llegué a una de las puertas que conducen al monte del Templo. Un guardia compasivo me dejó llegar cerca de la entrada. «No pase, no pase.» Había límites por todas partes, algunos imaginarios, otros reales y prohibiciones a montones.
Para llegar al Muro Occidental o «Muro de los Lamentos», hay que pasar por un complejo detector de metales, por verdadera seguridad.
Mientras camino me pregunto si esta ciudad llegará un día a vivir en paz, si se sentirá cómoda.
Cerca del Muro pido orientación. Me reuniré con Lynda en la calle Salah al Din, en Jerusalén Este. El propietario del negocio me mira con desagrado. «¡No tengo la menor idea de dónde está!» responde descortés.
Camino y pregunto a un vendedor de apariencia árabe. «Siga caminando hasta el final durante quince minutos», responde. «Salga por la Puerta de Damasco y siga el muro antiguo».
Sigo su consejo. Salgo, camino por la Puerta de Damasco y entonces veo el Muro, hermoso e histórico. Pero no me importa. En ese momento, para mí, un muro es un muro. Todos me enferman, me dan náuseas. Mi estómago protesta, me siento como si fuera a vomitar.
Bajo la vista; pido perdón a ese muro maravilloso, que forma parte del patrimonio de la humanidad de UNESCO. Pero no puedo hacer nada, es otro muro. Camino rápidamente hacia la calle con el nombre de ese gran sultán antiimperialista quien, hace muchos siglos, expulsó a los europeos de estas tierras trágicas, el sultán Salah al Din.
«Vamos a Belén, a Palestina» sugiero a Linda cuando pasa a buscarme con el coche frente a la comisaría.
«No puedo», dice. Después duda un poco y decide, «bueno, vamos, conozco calles secundarias».
Está oscuro y tenemos que detenernos en la autopista, en otro de esos sofisticados puntos de control. Damos media vuelta, salimos de la autopista, subimos el cerro. La policía nos detiene. Lynda habla en hebreo. Un sombrero complicado cubre su pañoleta. Piensan que somos colonos judíos y nos dejan pasar.
«Solía vivir aquí», explica Lynda. «Era la abogada que estableció la ‘Sociedad de St. Yves, Centro Católico de Derechos Humanos'»
Lo logramos. Ahora conducimos por Belén y Lynda dice palabrotas. «Lo cambiaron todo. Ahora todas estas calles son de un solo sentido. No reconozco nada».
Pero ahora solo río. Después de unos días en los Altos del Golán, después de todos esos muros, las reliquias de la ocupación, y después de los últimos artefactos de la ocupación, es lo más lógico que puedo hacer, terminar mi trabajo aquí -en Palestina- de noche.
«Ahora vamos a derrochar», me informa Lynda. «Inyectemos algo en la economía palestina. Yo invito. Visitemos el magnífico Hotel Jacir Palace, construido durante el Imperio Otomano y que tiene más de cien años».
Me muestra su Centro de Derechos Humanos del que la Iglesia Católica de Roma la sacó sucintamente porque Israel pensaba que era «hostil». Y nos detenemos unos segundos en una rotonda.
Entonces lo veo. «¡Maldito sea!» grito. Ahí está EL MURO, el muro israelí, desde el lado palestino. Es enorme, gigantesco y más enfermizo que cualquier muro de los que he visto. Incorpora una torre de vigilancia. De cierto modo se ve como una piraña, solo sin los dientes.
Hay grafitis: «Esto es Territorio Ilegalmente Ocupado, Esto es Palestina. 194-.»
Luego algunos letreros más como: «¡Fuera de Palestina – Fin del Terror!»
Y: ¡La Revolución comenzó aquí! Y continuará…»
Pienso en Egipto, en Port Said, en la Plaza Tahir y las luchas frente al Palacio Presidencial en El Cairo. Pienso en el presidente Mursi y su gobierno que, con absoluto desdén por el pueblo palestino inundó recientemente el túnel que conecta Gaza y Sinaí. Destruyó la única línea de vida con la que contaba el pueblo de Gaza. ‘¡Qué solidaridad!’ pienso. ¡La Revolución comenzó aquí!
En el Jacir Palace, que ahora pertenece a la cadena Intercontinental, un mesero -Hassan- trata de hacerme entender toda esta demencia, las restricciones, prohibiciones y divisiones de la ocupación.
«Cuando lo hago, viajo con mi pasaporte palestino», responde a nuestra pregunta. «No puedo viajar a Israel sin el permiso».
¿Y a la capital de Palestina, a Ramala?
«Puedo ir pasando por Wadi Naar, el ‘Valle del fuego’, cruzando puestos israelíes de control. Puedo tardar casi dos horas aunque queda muy cerca en línea aérea».
Lynda murmura que solo para ir de Ramala a Jerusalén, los que tienen permiso, pueden tardar hasta tres horas. ¡En un solo sentido!
¿Y si quieres ir a Gaza?
«Eso, por supuesto, es algo muy diferente. No podemos ir, a menos que obtengamos el permiso israelí, lo que es casi imposible».
«Nosotros -los israelíes- no podemos ir en absoluto», dice Lynda. «Se puede ir en teoría, pero hay que conseguir un permiso y eso requiere el esfuerzo de Sísifo».
«¿Conoces a alguien de aquí, de Belén, que haya logrado viajar a Gaza?» pregunto.
«No, no conozco a nadie», responde el mesero.
Nos dicen que durante la temporada alta ese magnífico hotel de estilo otomano se llena de visitantes rusos, coreanos y japoneses. Pero casi no vienen árabes. ¿Pueden o no pueden venir?
Mi cabeza da vueltas con todas esas alambradas, muros y restricciones.
Pasamos frente a dos policías palestinos.
«Toma una foto» dice Lynda. Fotografío a dos muchachos de uniforme con los cascos en la mano. Sonríen; incluso posan para nosotros.
«¡Bienvenidos a Palestina!» sonríen.
«Gracias», respondemos mientras nuestros ojos miran hacia la enorme torre de vigilancia israelí que está solo a unos pasos.
Después, por la noche dentro del automóvil, mientras nos acercamos al puesto de control antes de entrar en Jerusalén, pregunto a Lynda:
«¿Cuando estás en Tel Aviv o en Haifa puedes olvidar toda esta realidad y vivir en uno de los países más ricos y confortables del mundo, verdad?»
«Así es», responde. «Si se olvida lo que Israel está haciendo a los palestinos y a otros, se puede gozar de la cultura, la sofisticación y el confort».
«¿Lo sabe la gente? ¿Le importa?»
«La mayoría vive negándolo», responde. «¡Prefiere vivir en lo que aquí se llama ‘la burbuja!’ Los considero egoístas. Prefieren no ver, no saber.»
Por un momento conducimos en silencio.
«Todos esos muros que vimos», digo. «Todas esas alambradas… No será fácil desmantelarlos».
«No es nada fácil», asiente.
«Es donde fallan las obras de no ficción», sugiero. «Tanta gente sabe, en teoría, que esto está mal. Podemos darles números, análisis, las resoluciones de la ONU apoyadas por todo el mundo pero bloqueadas por EE.UU… Podemos declarar y repetir todas esas conclusiones morales una y otra vez… Pero esa actitud ha fracasado durante años y décadas. Nada cambia.»
«¿Y qué ayudaría?»
«No tengo la menor idea. Poemas, canciones, películas», una ficción…» Pienso en alta voz. «El muro, los muros, no parecen reales, ¿verdad? No existen, ¿verdad? Si existieran sería demasiado demencial. Tal vez deberíamos intentar demostrar que existen solo en nuestra imaginación, que no son reales, solo una pesadilla. Y si logramos demostrarlo finalmente podrían desaparecer…»
«Inténtalo», dice.
«Es solo una idea», digo. «Se nos están acabando las alternativas, ¿verdad?»
Al partir de Israel me sentí repentinamente amado, comprendido y apreciado.
Dos agentes del Mossad (o de la agencia que se sea) querían saber todo de mi vida. Cuántos hijos tengo, todo sobre mis matrimonios y divorcios.
Querían saber todo. Estudiaron mi pasaporte, mis credenciales de prensa, mis tarjetas de residencia, mis licencias de conducción y mis entradas para el tenis.
«Aquí», dijo uno de ellos, con una sonrisa melancólica, señalando la tarjeta del Club de Corresponsales Extranjeros de Tailandia, «no se parece a usted…»
«Sabe», confesé, «Esta foto se sacó hace nueve años… he envejecido.»
«Oh no», los dos comenzaron a consolarme. «¡Se ve regio! Es solo que de alguna manera la foto se ve distinta…»
Hablamos de mi infancia, mi juventud, mis libros, mis películas.
Hicieron preguntas y escucharon. Nunca tuve una relación con una mujer que hiciera tantas preguntas importantes y personales y que escuchara con tanta atención todas mis respuestas. ¡Incluso tomaban notas!
Todo duró unos 30 minutos, por lo menos. Llegó su jefe y me hizo más preguntas. Intercambiamos algunos chistes. Actuaban como si fueran mis amigachos.
Después de concluir que habían averiguado bastante sobre mi persona me permitieron acercarme al mostrador de facturación de Royal Jordanian. Me sentí un poco desilusionado: había comenzado a disfrutar de nuestra conversación sobre mis libros y películas. Pero para entonces ya me sentía puro; casi me saltaron las lágrimas. Como después de una confesión. No es que sepa mucho de confesiones, ya que no pertenezco a ninguna religión… Pero me imaginaba que así debía ser…
«Ahora», pensé «todo está confesado y perdonado. Todos los pecados se esfumaron».
Así que ahora, amigos, podemos comenzar por el principio, «os daré patadas en el trasero, con toda mi fuerza, hasta que dejéis libres vuestras colonias, ¡hasta que volvamos a encontrarnos, hasta la próxima confesión!»
«Puedes devolver el coche», envié un mensaje de texto a Lynda, mi amiga de CounterPunch, mi ‘madre judía’. «Y diles a tus niños que vuelves a casa en una pieza, no en una bolsa negra de plástico».
Andre Vltchek ( http://andrevltchek.weebly.com/ ) es novelista, cineasta y periodista de investigación. Ha cubierto guerras y conflictos en docenas de países. Su libro sobre el imperialismo occidental en el Sur del Pacífico se titula Oceania y está a la venta en http://www.amazon.com/Oceania-André-Vltchek/dp/1409298035 . Su provocador libro sobre la Indonesia post Suharto y su modelo fundamentalista de mercado se titula Indonesia: The Archipelago of Fear , http://www.plutobooks.com/display.asp?K=9780745331997 . Recientemente produjo y dirigió el documental de 160 minutos Rwandan Gambit sobre el régimen pro occidental de Paul Kagame y su saqueo de la República Democrática del Congo, y One Flew Over Dadaab sobre el mayor campo de refugiados del mundo. Después de vivir muchos años en Latinoamérica y Oceanía, Vltchek vive y trabaja actualmente en el Este de Asia y África.
Lynda Burstein Brayer, graduada de la Facultad de Derecho de la Universidad Hebrea de Jerusalén, trabajó como abogada de derechos humanos en Palestina/Israel, reside en Haifa, Palestina, y escribe ensayos legales políticos y críticos. Ahora sabe que los derechos humanos se inventaron con el fin de circunvenir inalienables derechos políticos y económicos y es una disidente antisionista que espera a Baladi Shams. Contacto: [email protected]
Fuente: http://www.zcommunications.org/israeli-and-palestine-mad-web-of-wires-by-andre-vltchek
rCR