Carlos Vaz Ferreira, nuestro filósofo de la primera mitad del siglo XX, calificó de «colonialismo mental» una actitud tan difundida en nuestra sociedad, de ver con ojos deslumbrados lo que proviene del centro planetario. Particularmente todos los «adelantos tecnológicos» reciben una aceptación incondicionada, que sin embargo a veces ni reciben en el mismísimo origen. Un […]
Carlos Vaz Ferreira, nuestro filósofo de la primera mitad del siglo XX, calificó de «colonialismo mental» una actitud tan difundida en nuestra sociedad, de ver con ojos deslumbrados lo que proviene del centro planetario. Particularmente todos los «adelantos tecnológicos» reciben una aceptación incondicionada, que sin embargo a veces ni reciben en el mismísimo origen.
Un ejemplo de «colonialismo mental» es la adopción de la agroindustria con un costo sanitario altísimo y desconocido por su propia naturaleza. En rigor, se trata aquí de uno de esos típicos contratos con el diablo mediante el cual el «favorecido» ─país periférico, sojeros─ recibe dólares a granel, ventajas materiales aparentemente sin cuento, pero, claro, entregando en este caso la tierra, la salud y otros costos que a la firma del contrato con el diablo ni se vislumbraban (ni se querían vislumbrar).
Se produce un incontenible movimiento de investigaciones, inversiones desde el centro planetario, por el cual empresas como Monsanto, absolutamente entrelazadas con el gobierno imperial mundial, ─lo que con mucha precisión el «francodisparador de ideas» Gustavo Salle, uruguayo, califica como la corporocracia planetaria─, impulsan el modelo, en este caso, agroindustrial.
Desde hace ya años resultan inocultables los efectos, las secuelas que dicho «modelo» genera. Investigadores vienen rastreando efectos tóxicos por ejemplo del modelo transgénico gracias a la invasión del «apenas tóxico» glifosato que había llegado como una bendición para sustituir algunos biocidas temibles como el endosulfán o el paraquat.
La investigación del biólogo molecular Gilles-Erik Séralini, francés, como la del colega argentino Andrés Carrasco, señalaron la toxicidad del glifosato. Tales investigaciones no le movieron el amperímetro a la agroindustria debidamente protegida por el poder mediático, el poder político y en general el mundo empresario.
Jeff Ritterman, cardiólogo, estadounidense («Monsanto’s Roundup linked to Cancer. Again», truthout, 6/10/2014) hizo una recopilación de los efectos ─devastadores─ del Roundup, el glifosato patentado por Monsanto. Así inicia su presentación: «Un inventor brillante y célebre, John Franz, nos dio un herbicida Roundup que cambió el rostro de la agricultura. Este herbicida es la piedra basal de una nueva aproximación a las tareas agrícolas, la agricultura biotecnológica, que se ha expandido rápidamente por todo el mundo.»
¿Cuál fue el fundamento para invadir el planeta con glifosato asegurando su cuasiinocuidad? Así lo explica Ritterman: «Pintaba como el herbicida perfecto. Bloquea la enzima EPSP sintasa que bloquea la síntesis de aminoácidos que necesitan las plantas para crecer. Puesto que los animales carecen de tal enzima, se presupuso que los animales iban a estar indemnes a los efectos del glifosato.»
«Pero el glifosato ha mostrado afectar mucho más que la enzima EPSP sintasa. Y ya se ha comprobado que provoca malformaciones congénitas en vertebrados (incluidos humanos, obviamente) y que podría ser el causante de la actual epidemia fatal de enfermedades renales.»
«Cada vez más investigaciones nos conducen a tan decepcionante conclusión.»
Observe el lector la increíble debilidad epistemológica o, si se quiere, el aterrador simplismo lógico con el cual le dieron el visto bueno, de inocuidad, al glifosato.
Si este abordaje debería ser preocupante escrito como está, desde EE.UU., y por un médico que ha trabajado en varios continentes a lo largo de décadas, más lo debería ser «entrecasa»: «El glifosato está claramente asociado al cáncer en «La República de la Soja», un área sudamericana que ha sufrido una fuerte modificación desde la introducción de la soja transgénica en 1996″, nos aclara Ritterman. Y nosotros podemos precisar: vía la Argentina de «las relaciones carnales» auspiciada por el menemato y «fertilizada» desde y por EEUU., su gobierno imperial. Como se sabe, dicha «república» ocupa buena parte del territorio argentino, una inmensa área del Brasil, todo Paraguay y sustanciales y cada vez mayores territorios de Bolivia y Uruguay.
La reacción más significativa que conocemos de la Argentina es el Movimiento de Médicos de Pueblos Fumigados fundado en 2010 (esperemos que no haya que esperar 14 años para que surja una reacción similar en Uruguay)… en países como Brasil y Paraguay han sido las organizaciones campesinas las que han encarnado la resistencia; en Bolivia, el mismo gobierno.
El médico Medardo Ávila Vázquez, de dicho movimiento, explica: «El cambio en el modo de producción agrícola ha traído a todas luces un cambio en el perfil de las enfermedades. Hemos pasado de una población bastante saludable a una con alta tasa de cánceres, malformaciones congénitas y enfermedades extrañas, muy infrecuentes antes.» Y les atribuye igual comportamiento a los laboratorios de ingeniería genética que a las empresas tabacalera, que tardaron décadas para empezar a ceder…
Lo cierto es que Ritterman registra estudios en EE.UU., Canadá, Australia, Nueva Zelandia y Europa que revelan la asociación entre glifosato y el linfoma no-Hodgkin.
La Agencia de Investigación de Cáncer de la OMS asocia el incremento de cáncer en regiones muy «curadas» con Roundup en América del Sur… con, usted adivinó, «el paquete tecnológico de la sojaGM».
Pero esto no es ni siquiera la punta del iceberg. Desde 2009 diversas investigaciones correlacionan de modo muy intenso, transgénicos, tan bien preservados por el Roundup, con cáncer al cerebro.
Ritterman remata su formidable alegato: «Hay un escalofriante paralelismo entre el crecimiento exponencial de la ingeniería genética aplicada a la agricultura y la expansión del cáncer en el cuerpo humano.»
Volvamos ahora a nuestras latitudes, con sus «adelantos» agrotecnológicos que tanto enorgullece a los sojeros y a la parafernalia mediática e ideológica que los sustenta. Ellos también demuestran su «responsabilidad».
Bajo un equívoco título «Agroquímicos: un sector marcado por la regulación» (El Observador, Montevideo, 15/10/2014), que no atinamos a discernir si se trata de un título marxista (pero de Groucho, claro) o una crítica al intervencionismo estatal (casi inexistente en los países del Plata, salvo, en el caso argentino, como caja de retención), Mayte de León nos cuenta que «está teniendo […] un nivel de regulación importante en lo que tiene que ver con el manejo seguro de producción de fitosanitarios.» Observe el paciente lector el lenguaje, el tono panglossiano: manejo seguro, nivel importante de regulación… Ni una palabra de las adversidades, del poder biotecnológico como causante de enfermedad… y muerte; de la payasada del «concepto de equivalencia sustancial» que fungió como coartada para liberar transgénicos. Hasta una cuestión de diccionario se hace patente: los agrotóxicos se llaman fitosanitarios.
Como se explica en la misma edición, se trata de lidiar «con las malas prácticas» (no cuestionar jamás los fundamentos teóricos): «El problema no es el producto sino su uso.»
Explica Diego Paniagua, gerente de BayerCropScience; su empresa se hace cargo del riesgo de productos [de Bayer] mal utilizados. Marcos Carrera, gerente de Monsanto, remata: «Cuando ocurren estas situaciones se trata en todos los casos de mala praxis.»
¡Qué generosidad! Atender fallos en la administración de venenos, pero jamás, ni siquiera pensar en el carácter venenoso del producto en sí, que ha sido desparramado por superficies cada vez mayores. Los gerentes de Monsanto, Bayer, Syngenta actúan como los «tres monos sabios»: los peces, mulitas, abejas, cuises, perdices, extinguiéndose y los humanos, afectados testimonian la verdad de esta agresión sostenida y planificada.
Fuente original: revistafuturos.noblogs.org
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